Elian: Criaturas Modernas - Capítulo 23
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23: Sed, Fiestas Y Peleas 23: Sed, Fiestas Y Peleas Elian se revolvía en su cama sin poder conciliar el sueño.
La noche anterior había terminado con él exhausto, con un dolor interno difícil de explicar.
No era un dolor físico, sino una sensación hueca…
como si su cuerpo pidiera algo con urgencia.
Cerró los ojos y respiró hondo.
Una palabra se formó en su mente como un susurro gutural.
Sangre.
No quería aceptarlo, pero su instinto lo sabía.
Ya lo había probado, ya lo había sentido correr por su garganta.
Y ahora…
lo necesitaba.
Recordó entonces algo que había visto hacía semanas, mientras navegaba en su laptop: una página clandestina, legal pero con reputación gris, que ofrecía “productos biológicos de difícil acceso”.
En una sociedad más permisiva como la del 2064, la venta de sangre humana en bolsas selladas era legal, al igual que órganos para trasplantes, con regulaciones difusas.
Escribió rápido en el buscador: Sangre A+ | Donante saludable | Uso médico y personal.
Seleccionó un paquete de cinco bolsas.
Precio: $320.
Pagó con una tarjeta digital que acababa de activar, financiada por los $10,000 que GenTrace le había pagado.
Unas horas más tarde, el timbre sonó.
Elian bajó las escaleras rápidamente, con una capucha puesta y lentes oscuros por si el repartidor lo reconocía.
Una caja blanca, con el logotipo minimalista de una empresa llamada BioDrop, lo esperaba.
“Manipular con cuidado — Refrigerado”, decía la etiqueta.
Cerró la puerta, subió corriendo y abrió la caja.
Cinco bolsas selladas, aún frías.
Rápidamente, sacó una, la perforó con una pajilla metálica y bebió.
La sangre era espesa.
Rica.
Cálida al contacto con su garganta.
Su cuerpo respondió al instante.
Las venas se tensaron.
Los músculos se relajaron.
Los sentidos se agudizaron.
Su piel se iluminó levemente bajo la luz.
Era como despertar de un coma.
Minutos después, su celular vibró.
Era Maya.
“Estoy en un pueblo con mis padres.
No hay mucha señal aquí, perdón si no puedo contestar videollamadas.
Volveré el domingo.
Cuídate, guapo.” Elian sonrió.
Sabía que Maya estaría bien.
Pero esa noche él no quería estar solo.
Marcó a Daniel.
—Bro, ¿sigues con ganas de ver a tu amigo vampiro hacer travesuras?
—¡Pensé que no lo preguntarías!
—contestó Dan—.
Hay una fiesta en el Neon Core, ¿te animas?
—Te veo en veinte.
La discoteca Neon Core era una de las más populares en Columbia.
Construida dentro de una vieja planta industrial reciclada, tenía luces líquidas recorriendo los muros, hologramas danzantes en el techo y barras automatizadas que servían tragos según tus emociones, leídas desde tu pulso y expresión facial.
El coche de Daniel se detuvo frente al Neon Core pasadas las once.
A esa hora el local ya rugía con oleadas de música electrónica que se escapaban por la puerta principal junto a un destello continuo de luces azules y violetas.
Elian entró junto a Daniel, ambos vestidos con chaquetas oscuras y jeans.
A Elian se le notaba distinto, más seguro, más energético.
Sus ojos, sin que él lo notara, brillaban levemente en la oscuridad.
Empujaron unas puertas y entraron en un vendaval de humo artificial y cuerpos que se movían al compás.
Daniel guiñó un ojo y le gritó por encima de la música: —¡A olvidarnos de todo, bro!
Durante horas se dejaron llevar, saltando de grupo en grupo.
Elian estaba eufórico: la sangre que había bebido lo mantenía encendido, sin rastro de fatiga, sin culpa, solo un cosquilleo ardiente bajo la piel.
Cada latido ajeno le llegaba como un tambor distante que marcaba el ritmo de la pista.
En plena madrugada, una chica de vestido plateado tropezó con él y los dos rieron.
Ni siquiera necesitó presentarse: bastó una sonrisa para que empezaran a bailar juntos, perdidos entre la marea humana.
Daniel andaba a pocos metros, rodeado de su propio corrillo, brindando con cualquiera que se le acercara.
Elian, algo mareado por el alcohol y la intensidad de la música, rodeó la cintura de la chica y la acercó contra su pecho.
El aroma de su perfume se mezclaba con el olor metálico, casi imperceptible, que él reconocía tan bien.
Bajó la cabeza, rozó su cuello con la nariz y aspiró.
La muchacha, visiblemente alegre (y algo ebria), solo rió y ladeó la cabeza para darle más acceso.
Elian sintió el pulso bajo la piel.
El mundo se redujo a ese latido.
Sin pensarlo, besó su cuello; primero un roce, luego un beso más firme, casi una caricia con los labios, siguiendo el camino de la sangre que latía bajo la superficie.
—¿¡Qué haces, imbécil!?
—tronó de pronto una voz.
El novio de la chica, un tipo alto con camiseta fluorescente, volvía del baño y vio la escena.
Empujó a Elian con furia.
Dos amigos lo flanquearon.
—¡Suéltala ahora mismo!
Elian levantó la vista.
El rojo de las luces le pintaba el rostro; sus pupilas se contrajeron en un destello carmesí.
No sintió miedo ni culpa: la sangre que llevaba dentro apagaba esas alarmas humanas.
El novio lanzó un puñetazo.
Elian lo detuvo con una sola mano.
Giró la muñeca del atacante con fuerza; el chico soltó un grito y cayó de rodillas.
Uno de los amigos trató de golpearlo por detrás, pero Elian giró a velocidad sobrehumana y lo empujó; el joven voló contra una columna acolchada y se desplomó.
El tercero dudó medio segundo…
y retrocedió.
Daniel apareció, arrastrando a Elian del brazo.
—¡Hora de largarnos, Drácula!
Salieron por una salida de emergencia entre empujones y gritos.
Afuera, en la calle lateral bañada por las luces de neón, ambos se detuvieron jadeando.
Daniel se dobló de la risa, un poco torpe por la cerveza: —¡Viste su cara!
¡Pensó que lo ibas a morder de verdad!
Elian soltó una carcajada grave; la sangre palpitaba cálida en su interior y lo hacía sentirse invencible, eléctrico.
—No podía evitarlo…
—murmuró, mirando sus propias manos.
Caminaron por la acera, todavía cargados de adrenalina.
La brisa nocturna les pegaba en la cara, y el eco lejano de la música se mezclaba con sus risas.
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