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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 100

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100: Promesas en cenizas 100: Promesas en cenizas El cielo estaba cubierto de nubes grises, densas y pesadas, como si el mundo entero supiera que hoy no debía brillar.

El aire olía a humo seco, a resina derramada, a flores quemadas.

Una despedida.

Una final.

Desde lo alto del claro ceremonial, el bosque entero parecía contener la respiración.

Los pinos y robles formaban un círculo perfecto, como guardianes que vigilaban el último descanso de su Alfa.

Las copas se inclinaban levemente hacia el centro, y entre las ramas apenas se filtraba la luz mortecina de un sol oculto tras la neblina.

Ni un ave cantaba.

Ni una criatura se atrevía a romper aquel silencio sagrado.

En el corazón del claro, la pila funeraria aguardaba.

Había sido construida con ramas de roble negro y cortezas impregnadas con aceites aromáticos, siguiendo cada detalle dictado por las tradiciones ancestrales de la manada Sangre de Hierro: honrar al guerrero caído en fuego, porque solo las llamas podían devolver la esencia de un Alfa al espíritu del bosque.

Y allí yacía mi padre.

El gran Ronan.

Reclinado sobre la pira, vestido con su capa de guerra, el emblema de la manada brillando débilmente sobre el pecho.

Su espada ceremonial descansaba sobre sus manos cruzadas, reflejando un destello apagado bajo las antorchas.

Sus ojos estaban cerrados con una paz que no era paz, sino una mentira cruel.

Porque él no debía estar muerto.

Él no debía habernos dejado.

Yo no lloraba.

No porque no quisiera, sino porque ya no quedaban lágrimas en mí.

Estaba de pie, al frente, en una túnica negra que se ceñía a mi cuerpo como un sudario.

Sentía que incluso mi piel lloraba en silencio bajo la tela áspera.

A mi lado estaba Damián.

Mi hermano.

El nuevo Alfa.

Detrás, como una sombra que siempre supo hacerse presente, se encontraba Lucian.

No dijo nada, no se movió, pero yo lo sentí.

Siempre lo sentí.

El consejo encendió las antorchas, una a una, y con ellas comenzó el canto.

Era un murmullo gutural, profundo, áspero, nacido del vientre de la tierra misma.

La lengua de los primeros lobos.

Una plegaria que solo se pronunciaba cuando un líder cruzaba el umbral hacia el otro plano.

—Ruh ezgor tal’in ranak…

ta’val horun.

(Que el fuego lo reciba, que el alma corra libre.) Cada verso era un golpe contra mi pecho.

Las voces se mezclaban con el crepitar de las primeras brasas, que parecían despertar hambrientas, ansiosas por devorar lo que la muerte ya había reclamado.

El fuego creció con un rugido, una llamadada que lamió el aire y tiñó de rojo los rostros de los presentes.

¿Quieres gritar?

Quise correr y arrancar a mi padre de allí, esconderlo entre mis brazos y negar la verdad.

Pero mis pies estaban clavados al suelo.

Porque si me movía, si siquiera respiraba mal… todo sería real.

Definitivo.

Irreversible.

Mi padre estaba muerto.

Y yo seguía aquí.

Sin él.

Un nudo ardía en mi pecho, mezcla de rabia, tristeza y vacío.

Quería su voz, su fuerza, su olor a bosque y hierro caliente.

Quería que bajara de esa pira y me dijera que todo esto era parte de un plan.

Que la guerra aún no nos había ganado.

Que no me había dejado sola.

A lo lejos distinguí los rostros de Marco y Amanda, sus miradas cargadas de compasión.

Nadie se atrevía a acercarse, porque este dolor era solo nuestro.

El dolor de los hijos de un Alfa.

Fue entonces cuando lo sentí.

Un soplo de viento tibio se deslizó entre mi cabello, como una caricia demasiado humana para ser casualidad.

No hay clima de época.

No era mi imaginación.

Era él.

—Eliza… —susurró el aire, o tal vez fue solo mi corazón engañándome.

Por un instante, me atreví a creerlo.

Por un latido eterno, espero que se levantara.

Que abre los ojos.

Que me mirara.

Pero no lo hizo.

Las llamas se lo tragaron.

La capa de Alfa comenzó a arder.

La madera crujió.

La espada brilló una última vez, como si se resistiera a desaparecer, antes de hundirse en el mar incandescente.

Y con ella se fue todo lo que yo conocía como hogar.

—Que su alma corra libre —dijo Damián, con una voz firme, aunque rota en lo más hondo.

La manada repitió como un eco colectivo: —Libre… libre… El fuego rugió y, por un segundo, me pareció que alcanzaba el mismísimo cielo.

El humo aún impregnaba mis cabellos.

Aún lo respiraba, aunque el fuego ya se había consumido, dejando tras de sí un altar de cenizas grises y brasas agonizantes.

El claro ceremonial se fue vaciando hasta quedar en silencio, salvo por unos pocos ancianos que reconocían lo que quedaba de antorchas y flores marchitas.

El bosque parecía contener el aliento, y yo permanecí allí, quieta, anclada frente al vacío que me devoraba.

Quería quedarme.

Quería aferrarme a ese último rastro de él.

Pero el mundo, cruel y despiadado, no se detuvo conmigo.

Cuando finalmente regresó al castillo, el eco de voces graves y el golpeteo de cajas me sacudió el alma.

Subí las escaleras con el corazón acelerado y, al abrir la puerta de mi habitación, me encontré con la escena que jamás imaginé.

Mis cosas.

Mis recuerdos.

Todo lo que me pertenecía estaba siendo arrancado de su lugar.

Hombres vestidos de negro doblaban mi ropa, empaquetaban mis libros, guardaban mis perfumes y joyas en cajas marcadas con tiza blanca.

Una de mis túnicas cayó al suelo, arrastrada sin cuidado, y sentí que me arrancaban la piel con ella.

—¡¿Qué están haciendo?!

—mi grito resonó contra las paredes, cargado de furia y dolor.

Los hombres se detuvieron un instante, tensos.

Ninguno se atrevió a responderme.

Uno de ellos bajó la mirada y siguió metiendo mis pertenencias en un cajón, como si mi voz no tuviera peso.

Entonces lo sentí.

Ese peso en el aire que siempre lo anunciaba.

Luciano.

Apareció en el umbral, su presencia llenando la habitación con esa oscuridad que parecía tragarse la luz.

Su mirada recorrió mi cuerpo, se clavó en mis ojos, y habló con esa calma autoritaria que era imposible ignorar.

—Te lo advertí—Su voz era grave, un filo de acero envuelto en calma—.

Estabamos aquí únicamente por la boda de tu hermano y luna, tu lugar es junto a mi.

—Pero crei que… — Lucian me interrumpió únicamente con la mirada.

Dio un paso hacia mí, acercándose lo suficiente para que sintiera su sombra rozarme.

Su expresión no se alteró, pero sus palabras fueron tajantes.

—No es una decisión, es una realidad.

Mi manada me necesita y yo debo regresar.

Y tú… —sus ojos se hundieron en los míos, oscuros, inquebrantables— me perteneces.

—No quiero irme —susurré, apenas audible, con la voz desgarrada.

Lucian inclinó la cabeza levemente, como si mi resistencia fuera apenas un detalle irrelevante.

Se giró hacia la puerta, lanzando sus últimas palabras como una sentencia.

—Partimos en una hora.

Puedes ir a despedirte de tu hermano y de Luna.

Y sin más, se marchó de la habitación, dejando a los hombres continuar con el despojo de mi mundo.

Me quedé sola.

Rodeada de cajas, con el corazón desolado, sabiendo que cada golpe de madera contra la carrocería del camión era el eco de una vida que se me escapaba de las manos.

El murmullo de pasos y el arrastre de cajas aún resonaban en mis oídos cuando salí de mi habitación.

Cada rincón del castillo olía distinto, vacío, como si supiera que ya no me pertenece.

Lucian me había dado una hora.

Una hora para despedirme de lo poco que aún me quedaba.

Encontré a Damián en el salón principal, de pie frente al ventanal que daba hacia el bosque.

La luz gris del cielo se reflejaba en su rostro, endurecido, marcado por la responsabilidad que acababa de heredar.

Luna estaba junto a él, con las manos entrelazadas, sus ojos enrojecidos por el llanto.

—Hermana… —Damián giró hacia mí, y por un instante la corazón del Alfa se quebró, era el chico que había conocido hace unos meses, antes de saber que era mi hermano, antes de saber que era hija de Ronan—.

No sé cómo despedirme de ti.

Sentí que la garganta se me cerraba.

Quise correr abrazarlo, pero mis pies me mantuvieron inmóvil, como si el aire entre nosotros fuera una muralla.

—No tienes que hacerlo… —susurré, luchando contra las lágrimas—.

No deberías dejarme ir.

—No es mi decisión —respondió, con voz grave.

Miró hacia la puerta, donde se escuchaba de lejos la voz de Lucian ordenando a sus hombres—.

Y tú lo sabes.

Luna se adelantó, rodeándome con un abrazo cálido y tembloroso.

Su perfume suave me tocó con una ternura que me partió en dos.

—Te voy a extrañar todos los días—me dijo, con los labios rozando mi oído—.

No sabes cuánto deseas que todo fuera distinto.

Yo cerré los ojos, hundiéndome en el abrazo, tratando de guardar ese momento en mi piel.

Damián carraspeó, como si necesitara recuperar su voz de Alfa.

—Antes de que partas… quiero que sepas algo.

Estoy considerando moverme a la manada.

Me alejé de Luna y lo miré, confundida.—¿Moverlos?

¿Adónde?

Su expresión se volvió más solemne, como si la decisión pesara siglos sobre él.

—Al castillo principal.

Fruncí el ceño, sin comprender.

—¿Qué castillo principal?

Damián dio un paso hacia mí, me miro como solia mirarme cuando describió que éramos hermanos, cuando me explicaba cosas de la manada y apenas lograba comprenderlas.

—Es donde comenzó todo, Eliza.

Hace más de quinientos años, nuestros ancestros levantaron la primera fortaleza de Sangre de Hierro.

Allí nacieron los primeros pactos, las primeras guerras, los primeros Alfas.

Está más adentrado en el bosque, cerca de la ciudad antigua que se formó alrededor de él.

—Papa nunca me hablo de eso—murmuré, con un hilo de voz.

—Porque nunca hubo necesidad.

—Su mirada se endureció, aunque en el fondo vi el brillo de la tristeza—.

No es un lugar seguro para ti.

No ahora.

No mientras no tengas tu lobo.

Un nudo helado me presionó el estómago.

—¿Qué quieres decir?

—El territorio alrededor del castillo está vivo de formas que no entenderías.

Espíritus, magia antigua, lobos que aún guardan rencores viejos como la sangre.

Allí… estarías demasiado expuesto.

Me quedé sin palabras, con el corazón latiendo como si quisiera romperme el pecho.

Todo lo que conocía se estaba desmoronando, y ahora incluso el hogar de mis ancestros me era negado.

—Entonces no me verán más… —dije apenas, sintiendo la desesperanza aplastarme.

Damián me tomó por los hombros, obligándome a mirarlo.

—Claro que lo harás.

Te lo prometo.

No sé cuándo… pero no pienso dejar que esta sea nuestra última despedida.

Pero yo ya no sabía si las promesas podían salvarme de la soledad.

Luna me tomó la mano, apretándola con fuerza, como si así pudiera anclarme a ella.

—Ve con cuidado, Eliza.

Y no olvides quién eres, aunque Lucian intente arrancartelo.

Las lágrimas finalmente me traicionaron.

Abracé a ambos, sintiendo que los estaba dejando atrás en un mundo al que ya no pertenece.

Y cuando me solté, la sensación fue como arrancarme un pedazo del alma.

Damian me abrazaba con fuerza, como si no quisiera soltarme jamás, y Luna me sostenía las manos con la calidez de una hermana que no había pedido pero que había encontrado en el dolor.

—No quiero que te vayas así… —murmuró Damian, con la voz quebrada, y yo pude ver el brillo de la rabia contenido en sus ojos—.

No confio en Lucian.

No confío en él ni en sus promesas.

—Lo sé —fue lo único que pude decir.

Luna, con lágrimas en los ojos, intentó sonreír.

—No importa la distancia.

Siempre serás mi hermana.

Pase lo que pase, nunca estarás sola.

Sus palabras se me clavaron en el pecho como cuchillas dulces, recordándome todo lo que estaba perdiendo en ese instante.

Un silencio pesado nos envolvió, hasta que un carraspeo interrumpió la escena.

Caleb se acercaba, erguido, con la puerta de un Beta que había heredado un título demasiado pronto.

Se inclinó con una reverencia respetuosa hacia Damian antes de mirarme a los ojos.

—El helicóptero está listo —anunció con solemnidad—.

El Alfa Lucian ordena desde inmediato.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—No… aún no —murmuré, queriendo robar unos segundos más, pero la sombra imponente de Lucian se deslizó detrás de Caleb, su voz grave resonando con una autoridad que no admitía réplica.

—Ya es hora, Eliza.

Me giraré lentamente.

Sus ojos eran un abismo en el que podía perderme o destruirme.

Y su presencia, tan firme, tan inquebrantable, me recordó que, aunque odiaba la idea, mi destino estaba unido al suyo.

Lucian extendió una mano hacia mí, sin prisa, con la seguridad de quien sabía que yo terminaría tomándola.

Y lo hice.

Aunque cada paso lejos de Damian y Luna me desgarraba, aunque las cenizas de mi padre aún ardían detrás de mí, aunque el rugido de las hélices ya hacía temblar el suelo bajo mis pies.

Lo tomé.

Tenia miedo de volver a la manada de Lucian, tenia miedo de dejar a mi hermano ya Luna.

Pero tenia mas miedo del mundo ahora que sabia que mi padre no podría protegerme y ahora que Damian se iría, tampoco el lo haría.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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