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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 102

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  4. Capítulo 102 - 102 Fuego y Ausencia
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102: Fuego y Ausencia 102: Fuego y Ausencia —Dime que no lo deseas, Eliza.

La voz de Lucian era un susurro rasgado, apenas contenido.

Sus manos presionaban a ambos lados de su rostro, el cuerpo tenso sobre el de ella, y esos malditos ojos plateados ardían con rabia y deseo.

—Dímelo —repitió, su boca rozando apenas la de ella, sus palabras clavándose como cuchillas suaves—.

Dimelo, y te dejaré ir.

Pero no dije nada.

Solo respiré hondo, sintiendo el peso de su cuerpo sobre el mío, la electricidad que recorría nuestra piel, el temblor leve de mi abdomen al sentir su aliento bajando por mi cuello.

Lucian presionó la mandíbula, una vena palpitando en su cuello.

—Mientes con la boca cerrada —gruñó, y entonces me besó.

No fue un beso dulce ni tierno.

Fue posesivo.

Exigente.

Como si necesitara recordarle a cada célula de mi cuerpo que me había marcado.

Su lengua me reclamó con desesperación y sus manos bajaron a mi cintura, atrapándome con fuerza, como si pudiera fundirme en él.

Respondí.

Le arañé los hombros, me pegué a su cuerpo.

No porque lo necesitara, sino porque lo odiaba por hacerme necesitarlo.

—No deberías desearme —murmuré, respirando agitada—.

Eres mi enemigo.

—Y sin embargo, aquí estás.

Temblando por mí.

Mojada por mí.

Maldiciéndome con cada suspiro, pero abriéndote igual.

Una mano bajó por mi muslo, presionándome contra la cama, marcando un territorio invisible que me hacía arder por dentro.

Su cuerpo estaba tan cerca que podía sentir cada latido de su corazón, cada respiración caliente que acariciaba mi piel.

—No soy bueno, Eliza —murmuró con voz ronca y cargada de deseo—.

Pero eres mía.

Aunque duela admitirlo.

Su boca cayó por mi cuello, dejando un rastro de fuego que me hizo gemir involuntariamente.

Mis manos buscaron su cabello, tirando con fuerza mientras su lengua jugaba con mi piel, reclamándome con un hambre que me consumía.

—Dime que no lo deseas —susurró, sus dientes rozando mi oreja—.

Dímelo… y quizás te deje ir.

No podía.

No quería.

El deseo me quemaba por dentro, mezclándose con el odio que sentía por necesitarlo así, por desearlo incluso cuando sabía que era mi enemigo.

Su agarre en mis caderas se volvió firme, posesivo, y un estremecimiento recorrió mi columna mientras nos fundíamos en un solo fuego.

El estruendo del despertador me arrancó del sueño, dejándome jadeante, con la piel aún caliente y los dedos temblorosos.

El recuerdo de Lucian, de su cuerpo y su fuego, se repetía en mi mente como un eco persistente.

La soledad golpeaba con fuerza, un vacío que sabía que él llenaba en su ausencia.

Me levanté lentamente, arrastrando los pies sobre la madera pulida de la habitación.

El silencio era casi opresivo, roto solo por el suave crujido de cada paso.

Mariela, la única sirvienta que quedaba en la casa, apareció desde la cocina.

Era unos diez años mayor que yo, con una mirada crítica que siempre parecía estar evaluando cada uno de mis movimientos, y un carácter firme que nunca dejaba pasar una oportunidad para reprenderme.

—Despierta, señorita —dijo, con esa mezcla de grosería contenida y eficiencia que la caracterizaba—.

El desayuno está servido y tu ropa está lista.

No te entretengas.

Asentí en silencio, agradeciendo en el fondo que alguien mantuviera el orden en medio de mi caos.

Me dirigí al baño, donde el vapor del agua caliente me envolvió como un abrazo tímido, intentando limpiar también la sensación pegajosa que el sueño había dejado en mi mente y cuerpo.

Cada reflejo en el espejo me recordaba que nada era igual: él estaba lejos, y yo debía seguir adelante… aunque me costara respirar.

El estaba dispuesto con meticulosa perfección: huevos revueltos con finas hierbas que desprendían un aroma embriagador, pan tostado crujiente aún caliente, rodajas de fruta brillante y jugo desayunosa, y un pequeño cuenco de miel dorada que parecía brillar bajo la luz matinal.

Mariela me observaba desde la esquina de la cocina, apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados.

—No entiendo cómo puedes comer con esa cara de funeral —comentó, con una mueca que rozaba la sonrisa, un destello de complicidad que rara vez mostraba.

—Necesito energía —respondí, tratando de mantener la voz firme, aunque cada bocado me recordaba la ausencia de Lucian.

Tomé solo la mitad de un waffle, y con un gesto automático levanta la mano en señal de despedida.

Crucé la sala y tomé mi bolso que colgaba de un perchero peculiar: la asta de un alce pegada a la pared, un recordatorio silencioso del lujo rústico que caracterizaba la casa.

El garaje se abrió con un silbido metálico, revelando una fila de autos alineados como soldados en formación, cada uno reflejando la luz del sol que se filtraba por las ventanas altas.

El aroma a cuero nuevo y metal pulido llenaba el aire.

Mi mirada se posó en él: un negro azabache, de líneas elegantes y aerodinámicas, un coche que parecía sacado de una película de espías, digno de un James Bond moderno.

Mi corazón dio un vuelco.

Con un suspiro tembloroso, abrí la puerta y me deslicé dentro.

El asiento abrazó mi cuerpo con suavidad, y mis manos temblorosas recorrieron el volante, sintiendo el cuero frío y firme bajo mis dedos.

Cada botón, cada palanca, parecía estar allí para recordarme que este era un mundo al que no me pertenecía, pero que ahora podía tocar con mis propias manos.

Arranqué el motor.

El rugido grave y profundo llenó el garaje, reverberando en mis oídos, y un escalofrío me recorrió la espalda.

La vibración del coche bajo mi cuerpo parecía sincronizarse con los latidos de mi corazón.

Por un instante, el mundo se detuvo y solo quedamos el motor y yo.

Pero los pensamientos me alcanzaron de inmediato.

¿Por qué me había dejado aquí?

¿Por qué se había llevado a Selene y no a mí?

¿Acaso era un castigo por decirle que quería seguir estudiando, por querer algo más que su mundo?

La duda se enredó en mi pecho, provocando un nudo que amenazaba con quebrarme.

Encendí el motor de nuevo y avancé lentamente hacia la salida.

Al conducir, la ciudad parecía abrirse ante mí como un lienzo en blanco, y cada calle, cada semáforo, cada farol se desdibujaba en un borrón de luces.

Intenté concentrarme en el paisaje, en la sensación del volante bajo mis manos, en el rugido del motor que me hacía sentir viva.

Pero no podía escapar de su ausencia.

Cada kilómetro recorrido me recordaba que él estaba lejos… con Selene, y que mi corazón seguía ardiendo por alguien que me había dejado atrás.

El bosque dio paso a pequeñas casas, luego a edificios y semáforos, y con cada cambio, los recuerdos de Lucian golpeaban mi mente como puñales.

Cada roce que no podría borrar, cada promesa que se había disuelto en el aire.

Pero no podía quedarme paralizada por el dolor.

Me obligué a retomar mi rutina, a fingir que todo estaba bien.

Finalmente, la ciudad dio paso al campus universitario.

Aparqué el coche con cuidado, admirando un último instante su línea perfecta antes de salir.

El café habitual me esperaba, y allí estaban Marco y Amanda, sonrisas ansiosas y brazos abiertos.

—¡Eliza!

—exclamó Amanda, abrazándome con fuerza—.

Te hemos extrañado estos días.

—Lo sé —susurré, esbozando una sonrisa débil—.

Solo… estoy tratando de ponerme al día.

Caminamos juntos hacia el edificio de F8.

El aire estaba fresco, cargado con el perfume dulce de las jacarandas, que dejaban caer sobre el pavimento pequeñas coronas lilas como si fueran confeti natural.

Marco hablaba, gesticulando con entusiasmo, sobre un examen de Historia que todos temían; Amanda, con su risa ligera, lo interrumpía con chistes y comentarios sarcásticos que arrancaban carcajadas a los que pasaban cerca.

Yo solo asentía, finciendo estar presente, mientras mi mente se perdía en sombras que no podía ahuyentar.

El eco de la partida de Lucian todavía ardía como brasas ocultas bajo la piel.

En clase de Historia Romana, me obligué a escuchar.

La voz grave del profesor llenaba el aula, hablando de cómo el derecho romano había sentado las bases de nuestra sociedad moderna.

Pero mis pensamientos se desviaban a cada instante, mi bolígrafo se movía con torpeza sobre la libreta, trazando letras que no decían nada.

Sentía miradas fugaces de algunos compañeros, quizás preguntándose por qué había desaparecido tantos días.

—¿Lo tienes?

—susurró Amanda, inclinándose hacia mí para espiar mis apuntes.

—Sí, claro —mentí, cerrando la libreta antes de que notara la página vacía.

Más tarde, dejamos que la tarde nos arrastrara hacia los jardines del campus.

El sol caía dorado sobre el césped, y las risas de otros estudiantes llenaban el aire.

Algunos tocaban la guitarra, otros compartían helados, y las parejas se recostaban como si el tiempo no existiera.

Yo caminaba a su lado, pero mis ojos se perdían entre los edificios, buscando inconscientemente una silueta imposible: la estatura imponente de Lucian, sus ojos grises atravesándome como lanzas de hielo.

Amanda me dio un ligero empujón en el brazo.

—Oye, ¿vas a quedarte en las nubes todo el semestre?

—Tal vez —respondí, con una sonrisa forzada.

Pero en mi interior lo sabía: ninguna risa universitaria ni paseo bajo el sol lograría arrancar las raíces de Lucian de mi pecho.

Las horas se deshicieron entre clases, tareas y conversaciones que parecían lejanas.

Cuando regresó a la mansión, la tarde ya caía en tonos anaranjados y violetas.

Mariela me esperaba con su gesto severo, los brazos cruzados.

Sin decir palabra, me entregó la ropa recién doblada y desapareció por el pasillo con su andar seco, como si yo fuera un estorbo más que debía tolerar.

Me dejé caer en uno de los sillones de la sala de estar.

El lugar estaba silencioso, apenas iluminado por las últimas luces del día que entraban a través de los ventanas.

El mobiliario oscuro y elegante se sentía demasiado grande para mí sola; cada sombra parecía ampliar mi soledad.

Cerré los ojos y permití que el peso de todo me hundiera por un instante.

El fuego de la traición seguía ardiendo en mí.

Consumía cada recuerdo, cada caricia que no podría borrar.

Retomar mi vida, estudiar, fingir sonrisas… todo era un remiendo pobre sobre un corazón que había quedado roto en mil pedazos.

El timbre de mi teléfono rompió el silencio.

Parpadeé, aturdida, y lo saqué del bolsillo.

El nombre en la pantalla me heló la sangre: mamá.

Contesté con un hilo de voz.

-¿Mamá?

Al otro lado, su tono era tembloroso, cargado de una urgencia que no conocía en ella.

—Eliza…

cariño, tienes que venir.

Tu abuelo…

él…

está muy mal.

Está en el hospital.

Los médicos dicen que no le queda mucho.

Sentí que el aire me abandonaba de golpe, como si me hubieran arrancado los pulmones.

—¿Qué?

—mi voz fue apenas un susurro—.

No…

no puede ser…

—Necesito que vengas a Casa —insistió ella, quebrándose—.

Necesita verte… necesitamos que estés aquí.

El teléfono temblaba en mis manos.

La distancia entre lo que era mi rutina y lo que acababa de escuchar se convirtió en un abismo imposible de abarcar.

Me quedé mirando la sala vacía, el eco de las palabras de mi madre aún en mis oídos, mientras comprendía que todo estaba a punto de cambiar otra vez.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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