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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 103

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  4. Capítulo 103 - 103 La huida silenciosa
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103: La huida silenciosa 103: La huida silenciosa Corrí por los pasillos del castillo con el corazón retumbando en mis costillas como un tambor de guerra.

Cada golpe me recordaba la llamada recibida minutos antes: tu abuelo podría no sobrevivir la noche.

El aire me quemaba en los pulmones, como si no pudiera respirar lo suficiente, como si la angustia me estrangulara desde dentro.

La luna apenas trepaba por el cielo, derramando su luz pálida a través de los ventanales y tiñendo los muros de mármol con un brillo fantasmal.

Mis pasos resonaban sobre el piso, sordos pero ensordecedores para mí, como si todo el castillo pudiera escuchar mi desesperación.

Me lancé dentro de mi habitación y cerré la puerta con un leve empujón, manteniendo el impulso de girar la llave.

El chasquido metálico sería demasiado arriesgado.

Mi respiración se quebraba, rápida, entrecortada, y mis manos temblaban con violencia cuando tiré de la maleta escondida en el armario.

No había tiempo para pensar demasiado.

Ropa, lo imprescindible, apenas algunas pertenencias.

El dinero no era un problema; mi madre mantenía mis cuentas abastecidas, y eso, por primera vez, era mi salvación.

Aun así, cada prenda que arrojaba dentro de la maleta sonaba en mis oídos como un trueno, como si fuera una alarma que anunciaría mi huida.

Un nudo se formó en mi garganta cuando mis ojos se detuvieron en el tocador iluminado mágicamente y en la cama de dosel con sus cortinas rosadas.

Cada rincón de la habitación me recordaba que estaba abandonando algo que jamás había llegado a ser mío.

Una punzada de dolor atravesó mi pecho, pero no me permití llorar.

No ahora.

No cuando él me necesita.

Lucian había reducido la guardia al llevarse a la mayoría de sus hombres en su estúpido viaje de negocios—o de luna de miel, como le decia descaradamente Selene.

Solo un puñado permanecía custodiando el castillo, aburridos, con esa actitud displicente de quienes se sentían rebajados a vigilar a “una chica sin lobo”.

Esa confianza sería mi oportunidad.

Me até el abrigo con manos torpes y frías, respiré hondo y me acerqué a la ventana.

Afuera, el bosque se extendía como un mar oscuro, las ramas agitándose como dedos huesudos bajo el viento.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

En esa oscuridad estaba mi única salida.

Si alguien me veía, no quería que avisaran a Lucian, el se había desentendido de mi y de este estupido lazo de compañeros.

Me había abandonado, se había transformado de un momento a otro en ese Alfa del que siempre me previno mi hermano.

Y nunca quise escucharlo.

Me obligué a dar media vuelta y corrí por los pasillos como si las sombras quisieran atraparme, como si las paredes mismas me acusaran de traición.

Cada rincón parecía susurrar que estaba huyendo no solo de él, sino de todo lo que representaba.

Al llegar al garaje, el silencio era tan profundo que podía escuchar el zumbido lejano de la electricidad en las lámparas.

Mis dedos temblaban cuando seleccionaba un jeep oscuro, uno que pasara inadvertido en la carretera.

Las llaves colgaban del tablero, listas.

Era como si el destino mismo me tendiera la mano, invitándome a desobedecer.

Me deslicé dentro, cerrando la puerta con un suave clic que pareció regresar como un disparo.

Mis manos sudorosas luchaban por girar la llave, y por un instante pensé que no tendría la fuerza suficiente.

Entonces el motor rugió, profundo y grave, rompiendo la quietud de la noche.

No amigo.

Con un giro brusco del volante, el jeep se lanzó hacia adelante.

Las ruedas mordieron el camino de tierra, levantando una nube de polvo que quedó flotando tras de mí.

El castillo se empequeñeció en el retrovisor, y yo me negué a mirarlo una vez más.

No podía.

No quería pensar en Lucian, ni en sus hombres, ni en las cadenas invisibles que había intentado atarme.

El viaje apenas comenzaba.

La carretera hacia San Francisco se extendía como un hilo incierto, y más allá, horas de ansiedad me separaban del Sharp Memorial Hospital, en San Diego.

El pensamiento de mi abuelo, tendido en una cama, luchando contra la muerte, me helaba por dentro.

Apreté el volante hasta que los nudillos se me pusieron blancos.

No sabía si llegaría a tiempo.

Pero sí sabía una cosa: no había marchado atrás.

La carretera se abría infinita frente a mí, una cinta negra iluminada por faros solitarios y la ocasional luz roja de algún tráiler en la distancia.

El rugido constante del motor era mi única compañía, y aún así, dentro de mi pecho, el silencio era ensordecedor.

Intenté concentrarme en la línea blanca que se deslizaba bajo el jeep, pero mi mente no tardó en arrastrarme hacia atrás, a un recuerdo que dolía y sanaba al mismo tiempo.

San Diego.

Una tarde de verano, hace muchos años.

El sol se inclinaba perezoso hacia el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y naranjas.

El aire olía a sal, a bloqueador solar ya esa mezcla indefinible de libertad que siempre traía el mar.

Las olas llegaban en suaves intervalos, brillando como espejos líquidos, y la arena aún guardaba el calor del día.

Yo tendría apenas tres años, con un bañador diminuto lleno de dibujos de estrellas de mar.

Mis pies se hundían en la arena húmeda mientras mis manos pequeñas se aferraban con torpeza a la enorme tabla de surf que mi abuelo sostenía con facilidad, como si no pesara nada.

Él estaba allí, alto, imponente incluso en lo simple de la escena.

Su cabello rubio relucía con los reflejos del sol poniente, y sus ojos café, cálidos y serenos, parecían contener toda la paciencia del mundo.

La piel bronceada hablaba de horas y horas fundido con el mar, como si el océano mismo lo hubiera reclamado como hijo.

—Vamos, pequeña sirena —me dijo con esa voz profunda que siempre me hacía sentir a salva—.

Solo tienes que confiar en tus pies.

El mar siempre sabrá sostenerte si lo respetas.

Me levanté con cuidado y me colocó de pie sobre la tabla, sujetándome con firmeza por la cintura.

Mis piernas tambaleaban, temblaban como si fueran de gelatina, pero él estaba allí, estabilizándome, riendo suavemente cada vez que me caía y volvía a intentarlo.

El sol reflejado en sus ojos me hacía creer que nada malo podía pasar mientras estaba con él.

Mi risa infantil se mezclaba con el rumor de las olas, y en ese instante, mi abuelo no era solo un abuelo: era un padre, un héroe, el centro de mi pequeño universo.

El recuerdo era tan vívido que por un momento sentí el roce del agua salada en mis tobillos y el calor de sus manos fuertes sosteniéndome para que no cayera.

Un claxon lejano me devolvió al presente.

Parpadeé varias veces, obligándome a enfocar de nueva la carretera.

El brillo de las luces urbanas comenzaba a anunciar la cercanía de San Francisco detrás de mí, pero San Diego aún estaba lejos.

Mis ojos ardieron, y una punzada en el pecho me arrancó un suspiro tembloroso.

No puede irse.

No todavía.

No sin verme una vez más.

El camino se estiraba interminable bajo las ruedas del jeep.

La aguja del velocímetro temblaba mientras el motor zumbaba en un compás constante, pero mi corazón llevaba su propio ritmo: rápido, irregular, como si quisiera escapar de mi pecho.

Cada cierto tiempo, miraba por el retrovisor.

La oscuridad me devolvía solo un vacío inquietante, pero mi imaginación llenaba ese espacio con faros enemigos, con hombres de Lucian descubriendo mi ausencia y persiguiéndome como sombras hambrientas.

Me mordí el labio con fuerza.

¿Cuánto tardarían en notar que ya no estaba en mi habitación?

¿Una hora?

¿Menos?

Sabía que no podía confiar en que el silencio me protegiera por mucho tiempo.

Le avisarían a Lucian de inmediato o me buscarían ellos directamente.

O simplemente tal vez no sea tan importante para el, como en su momento el me hizo creer.

Intenté apartar el miedo y, como siempre, mi mente buscó refugio en un recuerdo.

San Diego otra vez, pero no de día.

De noche.

El mar rugía como un monstruo adormilado, y la brisa traía consigo la sal mezclada con el humo de la fogata que mi abuelo había encendido sobre la arena.

Yo estaba envuelta en una manta, pequeña todavía, quizás seis o siete años, con los ojos brillando de fascinación mientras lo escuchaba.

Las llamas iluminaban su rostro curtido por el sol, creando sombras danzantes en sus facciones.

Su cabello rubio, revuelto por el viento, parecía arder con reflejos cobrizos bajo el fuego.

—Los antiguos decían —me contaba con voz grave, como un secreto— que las estrellas eran espíritus de los navegantes que no querían dejar la tierra, así que el cielo les dio un mar nuevo donde remar.

Yo lo miraba con los ojos bien abiertos, convencida de que cada chispa que escapaba de la fogata ascendía para convertirse en estrella.

—Y tú serás una estrella algún día, abuelo?

—pregunté con miedo, con esa inocencia infantil que no entiende del tiempo ni de la muerte.

Él soltó una carcajada cálida y me revolvió el cabello.

—No, pequeña sirena.

Yo siempre estaré aquí, en las olas.

Cuando las escuches romper, sabrás que sigo contigo.

El recuerdo me apretó la garganta con la misma fuerza que el volante bajo mis manos.

Un golpe de viento sacudió el jeep, y el retrovisor volvió a ser un espejo de amenazas.

Tragué saliva con dificultad.

¿Y si ya se dieron cuenta?

¿Y si alguno de sus hombres me sigue ahora mismo?

Mi pie presionó el acelerador casi instintivamente.

El rugido del motor llenó el silencio, como un animal que intentaba ahuyentar a los fantasmas.

La imagen de la fogata, del mar y de mi abuelo se mezclaba con la del presente: la carretera desierta, el cielo nocturno tachonado de estrellas que parecían mirarme con la misma ternura con la que él lo había hecho.

Pero no pude aferrarme a la calma.

El miedo y la esperanza bailaban juntos en mi pecho, como las llamas que recordaba de aquella noche.

Me descubrí preguntándome, casi con dolor, si Lucian notaría mi ausencia.

¿Le importaría en lo más mínimo mi partida, el vacío que dejaba atrás?

O quizás, fiel a su frialdad, ni siquiera repararía en el hueco de mi silencio.

La idea de que siguiera con su vida, indiferente a mi tristeza, me desgarraba más que cualquier recuerdo.

Quise creer que, en algún rincón de su pecho, se ocultaba un eco de lo que yo sentía, que mi corazón roto no estaba condenado a sangrar en soledad.

Pero el orgullo y la desconfianza me recordaban que tal vez, para él, yo nunca fui más que una pieza en su juego.

Después de horas interminables en carretera, con los ojos ardiendo de cansancio y las manos entumecidas de aferrarse al volante, las luces de San Diego finalmente aparecieron como un espejismo en la distancia.

El GPS marcaba los últimos minutos hacia el Sharp Memorial Hospital, y mi corazón se desbocó, tanto que sentía que iba a desvanecerme antes de llegar.

Atravesé avenidas iluminadas por semáforos que parpadeaban como luciérnagas urbanas.

Los edificios se alzaban a ambos lados, indiferentes a la urgencia que me devoraba por dentro.

Y, sin embargo, en medio de ese tránsito casi vacío, mi mente se llenó de imágenes de mi abuelo: su risa ronca cuando me llevaba a comprar helado de vainilla, la forma en que se acomodaba el sombrero mientras buscábamos una banca soleada para disfrutar la tarde.

Recordé nuestras manos juntas lanzando migas de pan a los patos del parque, su voz paciente enseñándome a esperar a que las aves se acercaran sin miedo.

Esos momentos, tan sencillos, ahora dolían como un tesoro a punto de perderse.

El GPS marcaba los últimos minutos hacia el Sharp Memorial Hospital, y mi corazón se desbocó, tanto que sentía que iba a desvanecerme antes de llegar.

Cuando por fin vi el edificio del hospital, alto, blanco, iluminado con frías lámparas fluorescentes, casi lloré de alivio.

Frené bruscamente frente a la entrada de urgencias, sin importarme que el jeep quedara torcido en una línea amarilla.

Apenas tuve tiempo de accionar la alarma antes de salir corriendo, con la maleta golpeándome la pierna y los pulmones quemándome.

Tenia que llegar, tenia que llegar pronto.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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