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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 104

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  4. Capítulo 104 - 104 Ecos de un hogar perdido
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104: Ecos de un hogar perdido 104: Ecos de un hogar perdido El pasillo del hospital estaba bañado por una luz blanca, demasiado brillante, casi cruel en su indiferencia.

El aire olía a desinfectante y plástico, una limpieza impecable que chocaba con la suciedad y el caos que ella sentía en su pecho.

El sonido metálico de los carros de enfermería y el eco lejano de un monitor cardíaco parecían burlarse de su urgencia.

Corrí por el pasillo, las suelas de mis botas golpeando contra el piso cerrado.

Mi respiración era un jadeo tembloroso, y justo cuando estiré la mano hacia la perilla de la puerta, una enfermera bajita me interceptó.

Su rostro, cansado, me recordó al de alguien que había repetido esa misma escena demasiadas veces.

—¿Es usted la señorita Eliza?

—preguntó con voz baja.

Mi corazón golpeaba tan fuerte que me costó escucharla.

Por favor no, por favor no… La súplica era lo único que llenaba mi mente.

—Sí, soy yo —mi voz salió apenas como un susurro.

La enfermera suspir hondo, como si tuviera que escoger cada palabra con precisin quirrgica.

—Su abuelo falleció hace aproximadamente una hora.

—Hizo una pausa, y al ver el horror en mi rostro, agregó—.

Su madre…

tomó un bisturí.

Intentó cortarse la garganta.

Tuvimos que intervenir.

Ahora está amarrada por seguridad.

Sentí que mis piernas se derretían bajo mí, gelatina que no respondía, pero me obligué a avanzar.

Crucé la puerta sin pedir más explicaciones, con un nudo apretándome el estómago.

El cuarto olía a derrota: alcohol, medicamentos, un rastro punzante de desesperanza que se pegaba a la piel.

Y allí estaba ella, mi madre.

La mujer que siempre había sido altiva, elegante, firme como el mármol, ahora reducida a un cuerpo frágil sobre la cama blanca, con las sábanas arrugadas abrazándola como un sudario.

Sus muñecas estaban inmovilizadas por correas de cuero, sus dedos temblorosos y tensos contra la tela, incapaces de moverse con libertad.

Respiraba con dificultad, cada inhalación un quejido opaco, pesado, marcado por los sedantes.

Una línea rojiza surcaba su cuello, recuerdo cruel del filo que casi lo había destruido todo.

Un nudo me cerró la garganta y la emoción me tocó como un torrente.

Quise correr a abrazarla, llorar en su pecho como lo había hecho de niña, esconderme en su calor.

Pero no podía.

No ahora.

No cuando ella estaba caída y yo debía sostenerme firme, aunque me doliera hasta los huesos.

Hoy los había perdido a los dos.

Apreté la mandíbula hasta sentir dolor.

Una sensación de fractura interna me recorría, pero en mi pecho se instalaba una certeza fría y cruel: alguien debía tomar las riendas.

La enfermera entró tras de mí, portapapeles en mano, su expresión un equilibrio perfecto entre compasión y profesionalismo.

—Lo lamento mucho, señorita.

Pero hay cosas que no pueden esperar.

Necesitamos que alguien firme los trámites de cremación de su abuelo.

Y… —hizo una pausa, fijando su mirada en la mía— también debo recomendar que considere un psiquiátrico para su madre.

Está muy inestable.

Abrí los ojos de par en par, un retortijón en el estómago que me hizo vacilar.

—¿Un psiquiátrico?

La enfermera ascendió, con firmeza que no admitía réplica, pero con un matiz de ternura.

—No es seguro dejarla sola.

Esto no es un episodio pasajero.

Su vida corre peligro si vuelve a intentarlo.

El portapapeles pesaba más de lo que parecía, como si contuviera el peso del mundo.

La pluma ardía entre mis dedos, un hierro vivo que prometía cambios irreversibles.

Respire hondo, intentando absorberlo: firmar significaba aceptar dos verdades devastadoras: que mi abuelo se iría como polvo arrastrado por el viento… y que mi madre ya no estaba bien.

La tinta azul se deslizó sobre el papel con un trazo tembloroso.

Cada letra parecía arrancarme un pedazo de alma, como si con cada garabato estuviera escribiendo un punto final a mi infancia, a mi seguridad, a todo lo que había sido antes de este agujero oscuro que se abría ante mí.

Cuando la enfermera retiró los documentos, el cuarto perdió color.

Todo parecía desvanecerse: los blancos del colchón, los grises del suelo, incluso la brisa que se colaba por la ventana.

Yo me quedé vacía, atrapada en un silencio que pesaba más que cualquier lágrima.

Un borrón.

Eso era mi vida ahora.

Me levanté casi en automático, sintiendo cómo las miradas de los demás me seguían mientras recogía las pertenencias de mi madre: sus bolsas con ropa arrugada que todavía olía a ella, una bufanda arrastrando su perfume mezclado con desinfectante, frascos de pastillas alineados como soldados olvidados.

Cada objeto parecía un relicario de lo que ya no podía recuperar.

Sentí los ojos de la enfermera, del personal que cruzaba el pasillo; no eran miradas de curiosidad, sino de compasión silenciosa, mezcla de respeto y lástima por la pérdida que llevaba encima.

Salí del hospital con pasos que no sentía míos.

El aire fresco de la calle golpeó mi rostro, cortante y real, y aun así no logró arrancarme del sopor que me envolvía.

El cielo gris parecía doblarse sobre mí, igual que el peso que llevaba en los hombros, como si el mundo se hubiera reducido a un túnel sin fin.

Cuando por fin me acomodé en el coche, la realidad me alcanzó de golpe.

Apoyé la frente contra el volante, cerré los ojos y dejé que las lágrimas cayeran, solas y ardientes, mezclándose con la desesperación y la rabia, con la impotencia de saber que nada volvería a ser igual.

El llanto fue silencioso, pero liberador, un pequeño estallido de humanidad en medio de un vacío que amenazaba con tragármelo todo.

El trayecto hasta la casa familiar en la playa fue un borrón de carreteras, semáforos y luces que se mezclaban en mi visión nublada.

Apenas recordaba cómo había llegado hasta allí.

Cuando el coche finalmente frenó frente a la residencia, mi corazón dio un vuelco: una fachada blanca y pulida se alzaba frente al mar, sus ventanas enormes reflejando los últimos tonos del sol que se escondía tras el horizonte.

Jardines perfectamente cuidados enmarcaban la entrada, mientras la alberca parecía un espejo líquido del cielo teñido de naranja y rosa, y el jacuzzi burbujeaba silencioso bajo la pérgola, como un pequeño oasis de calma fingida.

Me quedé un instante paralizada, sintiéndome diminuta ante la magnitud de todo.

Aun así, sabía que debía entrar, tomar posesión de este lugar como si, entre sus muros llenos de lujo, pudiera reconstruir algo de mí misma.

La construcción, orgullosa y distante, parecía desafiar el mar con su elegancia fría.

Tres pisos de paredes blancas impecables, ventanas de piso a techo que dejaban pasar la luz dorada del atardecer, y balcones con barandales de acero pulido que brillaban con los últimos rayos del sol.

La entrada principal estaba flanqueada por palmeras que se mecían con la brisa salada, y el portón negro de hierro se abrió con un sonido metálico que se me clavó en la piel, recordándome que todo en esta casa era perfecto… y que yo no pertenecía allí.

Dentro, la opulencia era abrumadora: pisos de mármol relucientes, escaleras amplias con barandales de vidrio que parecían flotar, y un salón que parecía sacado de una revista de arquitectura.

El olor a madera pulida ya mar se mezclaba con un aire frío, casi hospitalario.

Desde la terraza, el jardín trasero se extendía hasta la playa privada, donde la arena parecía un lienzo inmaculado bajo la luz moribunda del sol.

La alberca infinita se confundía con el océano, y el jacuzzi burbujeaba suavemente, rodeado de tumbonas de cuero blanco, inmutables, como si nunca hubieran sido ocupadas por nadie que realmente importe.

Todo en la casa gritaba riqueza y perfección.

Pero para mí, todo gritaba vacío.

Cada reflejo, cada mueble blanco, cada cristal impecable era un recordatorio de lo que había perdido y de lo que ya no podía recuperar.

La casa estaba viva de lujos, pero muerta de calidez.

Me quedé de pie en medio de la sala principal, con las pertenencias de mi madre entre los brazos, y me di cuenta de algo cruel: esa no era mi casa.

Nunca lo sería.

El eco de mis pasos resonaba en la mansión como si el lugar respirara en abandono.

Las paredes blancas, los ventanales enormes con cortinas de lino que se mecían apenas con la brisa del mar, y los pisos de mármol helado transmitían una frialdad imposible de ignorar.

Nada en esa casa parecía cálida, a pesar de estar bañada por la luz dorada del atardecer.

Dejé las maletas cerca de la escalera principal, esa que se abría en dos alas como en los palacios de las películas.

El aire olía a sal ya madera envejecida.

Caminé hacia la sala y mis dedos rozaron el respaldo de un sillón de terciopelo gris.

Fue como abrir una grieta en el tiempo.

Un recuerdo me golpeó: la voz de mi abuelo riendo fuerte, desentonando con los villancicos que sonaban en el viejo tocadiscos.

Mi madre, enredada en luces navideñas, luchando por decorar todo mientras yo corría descalza, con la nariz roja por el frío.

Aquí mismo, frente a la chimenea apagada, solíamos abrir regalos improvisados, hechos más de cariño que de lujo.

Me vi pequeña, escondida tras el árbol, esperando que el abuelo finge no encontrarme.

El vacío actual me arrancó un nudo en la garganta.

No había risas, no había luces titilando, solo silencio.

Me dejé caer en el sillón más cercano, hundiéndome en sus cojines blancos y suaves.

El peso de los papeles firmados, del psiquiátrico mencionado, del funeral inminente… todo me aplastaba los hombros.

Me acurruqué, llevándome las rodillas al pecho como cuando era niña.

Afuera, el mar rugía, y las olas chocaban contra la playa privada como si quisieran recordarme que el mundo seguía moviéndose aunque el mío se estuviera desmoronando.

Cerré los ojos y el recuerdo de aquellas Navidades cálidas se mezcló con la brisa salada.

El olor de las galletas horneadas, las risas de mi madre, los abrazos de mi abuelo… todo parecía tan lejano.

Las lágrimas comenzaron a rodar sin aviso, resbalando por mis mejillas mientras mi cuerpo se dejaba vencer por la nostalgia y el cansancio.

No supe cuánto tiempo pasó así, abrazándome a mí misma.

Poco a poco, el murmullo de las olas se confundió con mis pensamientos, y mis párpados pesaron hasta cerrarse.

Me quedé dormida en el mismo sillón donde alguna vez me había quedado acurrucada viendo las luces del árbol reflejarse en los ventanas, sola pero envuelta en los recuerdos que nadie podría arrancarme.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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