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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 105

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105: La marea que vuelve 105: La marea que vuelve La brisa del Pacífico le enredaba el cabello como si intentara consolarla con dedos húmedos y salados.

Eliza estaba sentada sobre la arena fría, con las piernas recogidas contra el pecho y los brazos rodeando sus rodillas.

Vestía un short de mezclilla deshilachado, una sudadera azul marino con el logo de su preparatoria, High Bluff Academy, y unas sandalias azul oscuro que se llenaban poco a poco de arena.

Aun así, temblaba bajo la tela demasiado ligera para la hora.

Tenía los ojos clavados en la línea donde el mar devoraba lentamente al sol, ese último resplandor anaranjado que teñía las olas de cobre antes de extinguirse en el azul profundo de la noche.

San Diego, normalmente vibrante, hoy le parecía una ciudad apagada, marchita.

O quizás era ella quien había perdido todo color.

El aire olía a sal, a algas ya despedida.

Las gaviotas graznaban a lo lejos, como si discutieran entre sí el sentido de su luto.

Habían pasado apenas unos días desde la muerte de su abuelo, pero cada minuto transcurrido desde entonces le pesaba como una eternidad.

Respirar dolía.

Era como si con cada inhalación se resquebrajara un poco más esa grieta invisible que sentía en el pecho.

A veces, sin darse cuenta, se llevaba una mano al esternón, como si pudiera contener con los dedos lo que se rompía por dentro.

Él había sido su todo.

El hombre que la crió con paciencia y coraje, que le contaba historias de honor en vez de cuentos de hadas.

Que le enseñó a surfear enfrentando olas como si fueran enemigos dignos, que le enseñó a no bajar la cabeza, a defender lo justo, a nunca llorar delante de los cobardes.

Su abuelo era una leyenda de carne y hueso.

Y ahora solo quedaban cenizas.

Silencio.

Ausencia.

Ni siquiera tuvo la oportunidad de despedirse.

Y su madre…

su madre se desvanecería en otra clase de vacío.

Internada, reducida a un susurro de sí misma, esa mujer que había sido toda gloria, belleza, derrochadora de clase y rompe corazones, apagada por las pastillas y el tiempo.

A veces ni siquiera la reconocía.

Eliza tragó saliva.

Solá.

Esa palabra la golpeaba como una ola helada, una y otra vez.

El cielo se oscurecía poco a poco, mientras la arena se enfriaba bajo su cuerpo.

Estaba por levantarse, más por costumbre que por ganas, cuando una silueta a lo lejos la obligó a quedarse inmóvil.

Alguien caminaba por la orilla.

Una figura alta, con una tabla de surf bajo el brazo, avanzaba sin prisa entre el susurro del mar y el crujido de la arena húmeda.

El sol moribundo lo envolvía en una luz dorada, como si la tarde misma lo hubiera esculpido.

Por un instante, el corazón de Eliza se detuvo.

Luciano.

No.

No podía ser.

Parpadeó, y la imagen seguía allí.

Pero cuanto más se acercaba, más comprendía que no era él.

Este chico tenía un andar distinto.

No cargaba el peso de un pasado oscuro en los hombros.

Sus pasos eran livianos, casi danzantes, como si perteneciera al mar más que a la tierra.

La brisa no lo empujaba; lo acariciaba.

Y sus ojos, cuando los vio más de cerca, eran de un cálido color miel.

No como los de Lucian, fríos y cortantes como cuchillas de hielo, con ese fuego escondido que quemaba en silencio.

No.

Este chico no era sombra.

Arena de la época.

Sol.

Brisa de verano.

Ella no podía apartar la mirada.

No solo porque parecía demoniadamente a su esposo, sino porque la estaba mirando con una ternura que desarmaba.

Como si la conociera.

Como si la hubiera esperado.

—¿Eliza?

La voz rompió el hechizo como una piedra arrojada sobre el espejo inmóvil de sus pensamientos.

Eliza parpadeó, aturdida, como si el tiempo acabaría de plegarse sobre sí mismo.

—¿Stephan?

Él irrita.

Esa misma sonrisa que aún vivía en algún rincón salado de su memoria: Rosarito, días de sol interminables, la piel tostada, carcajadas flotando entre las olas.

Aquellos veranos sabían a sal, a libertad, a un mundo donde todo parecía posible.

—Me alegra que aún me recuerdes —dijo él, dejando caer la tabla de surf a su lado sobre la arena húmeda.

Y sin pensarlo, Eliza se levantó y se lanzó a sus brazos.

Él la sostuvo con fuerza serena, cálido como un verano que se resiste a morir.

Ella rompió.

No por él.

Sino por todo lo que no había podido llorar: por su abuelo, por su madre, por la soledad que se aferraba a su pecho como un ancla.

—Te ves distinto —murmuró Eliza, secándose las lágrimas con el dorso de la sudadera—.

Más…

serio.

—Y tú… te ves rota —respondió él en voz baja, con un tono que parecía sincero.

No había juicio en sus palabras, solo una ternura engañosa que lograba calar en ella.

Eliza bajó la mirada.

Le dolía admitirlo.

Y entonces, Stephan lo notó.

En su mano izquierda, apenas visible bajo la manga, destellaba un anillo de oro blanco.

Delicado, pero imposible de ignorar.

En el centro, un diamante rojo como una gota de sangre cristalizada.

Una llama atrapada.

Un secreto.

Magia hecha joya.

Él lo reconoció al instante, con la certeza de quien sabe demasiado.

Un símbolo que le arrancó una sombra de sonrisa, tan breve que a los ojos de Eliza pasó inadvertida.

Sus pupilas se estrecharon con un calculador de brillo, aunque su voz mantuvo la suavidad de antes.

—Así que te casaste?

—preguntó, sin mirar directamente el anillo, como si la pregunta flotara inocente entre ellos.

—Sí —respondió ella sin pensarlo.

Y luego, más bajo—: Aunque no creo que sea un matrimonio de verdad.

Él guardó silencio un instante demasiado largo.

Y en ese vacío había comprensión, sí, pero también algo más oscuro, algo que ardía en las profundidades de su mirada miel.

Un hambre paciente.

—Mi abuelo murió —dijo Eliza, dejándose caer otra vez sobre la arena fría.

—Lo sé —contestó él, como si aquel hubiera sido el motivo real de su aparición—.

Vi la escuela en las noticias.

Una gran pérdida.

—Y mi madre… casi lo sigue —susurró ella, con los ojos humedecidos otra vez.

Stephan no dijo nada.

Se limitó a sentarse junto a ella, sobre la arena que se enfriaba con rapidez.

El sol descendía en un caso de fuego y sombras, tiñendo el cielo de naranjas ardientes y violetas profundas, como si el día también se resistiera a morir.

Las olas rompían suavemente a pocos metros, arrastrando espuma y secretos.

El aire salado sabía a despedida.

Pero Eliza no lo sabía.

No podía imaginarlo.

Stephan no estaba allí por casualidad.

Desde el instante en que su aroma lo alcanzó, algo antiguo había despertado en él.

No era solo la sal de su piel ni el perfume de la brisa marina.

Era su sangre.

Su linaje.

Su marca.

Porque Stephan era, en realidad, el hermano menor de Lucian.

El hijo rebelde que había renunciado a su destino como Alfa para forjar uno distinto.

Más grande.

Más peligroso.

Cuando era niño, entre las ruinas carbonizadas de una cabaña olvidada, había encontrado un manuscrito prohibido.

Un texto que hablaba de una loba marcada por la Luna, destinada a romper el equilibrio del mundo.

Una criatura capaz de despertar lo salvaje y gobernar con un poder indomable.

Quien la poseyera podría convertirse en rey.

Desde entonces, la había buscado.

La había soñado.

La había perseguido.

Abandonó su manada por esa promesa de grandeza.

Y ahora, allí estaba ella.

Herida.

Confundida.

Solá.

Un regalo del destino que ni él mismo habría planeado mejor.

En silencio, Stephan agradeció a su hermano.

Porque, una vez más, Lucian había demostrado ser una idiota con las mujeres.

El anillo en el dedo de Eliza lo provocaba, lo desafiaba… pero no lo detenía.

Al contrario, encendía en él un deseo aún más feroz de reclamar lo que consideraba suyo por derecho.

— ¿Quieres caminar un poco?

—preguntó, ocultando sus pensamientos bajo una sonrisa tranquila, de esas que parecían inofensivas, pero que guardaban más sombras que luz.

Eliza ascendió.

No sabía que con cada paso a su lado se adentraba más en un destino del que tal vez ya no podría escapar.

Un destino que no estaba escrito con tinta, sino con luna, sangre… y colmillos.

Caminaron juntos por la orilla.

La arena húmeda se hundía bajo sus pies, dejando huellas que el mar borraba de inmediato, como si la noche quisiera ocultar su rastro.

El viento agitaba los mechones rubios de Eliza y llevaba consigo un murmullo que solo Stephan parecía comprender: un recordatorio de lo inevitable.

—Ha pasado mucho desde Rosarito —dijo él finalmente, como si esas palabras le pesaran en la lengua, como si esa vida hubiera pertenecido a alguien más—.

¿Qué ha sido de ti todos estos años?

¿Estás viviendo aquí?

Eliza esbozó una sonrisa breve, rota, casi un reflejo automático.

—No, en realidad no vivo aquí.

Estoy estudiando en Stanford.

Stephan alzó las cejas, finciendo sorpresa.

—¿En serio?

No lo habría imaginado.

—Cuando nos conocimos, solo dije que era de San Diego.

Era verdad.

Pero…

ya no es casa.

No del todo.

—¿Y volviste solo por lo de tu abuelo?

—preguntó él con suavidad, aunque la forma en que la observaba dejaba entrever una curiosidad más profunda, más incisiva.

Ella dudó apenas un segundo.

El viento le trajo el eco de una respuesta que no quería enfrentar.

-Si.

Aunque también quise alejarme un poco de la rutina.

Stephan la miró de reojo.

Una sonrisa leve, casi imperceptible, se curvó en sus labios, como si supiera.

Como si siempre hubiera sabido.

Porque lo cierto era que, para él, ese momento no era un reencuentro.

Era el cumplimiento de una espera.

—¿Te quedarás mucho tiempo?

—No creo.

Tengo que arreglar algunos temas con el abogado de la familia —respondió ella, soltando el aire lentamente—.

Estar ahí sin él se siente tan… vacío.

Stephan bajó la mirada, dejando que los dedos se hundieran en la arena húmeda, dibujando formas sin sentido.

—Lo lamento, Eli.

Ella asintió, sin mirarlo.

—Gracias.

Él esperó un instante antes de volver a hablar, modulando la voz con una suavidad casi hipnótica.

— ¿Y cómo es vivir allá?

¿Te gusta?

—Al principio sí.

Me sentí libre.

Pero las cosas se complicaron.

Las personas no siempre son lo que parecen, ¿sabes?

Igual… sigo.

Porque no quiero rendirme.

Aunque a veces no estoy segura de por qué insisto tanto.

Stephan inclinó la cabeza hacia ella, sus ojos miel brillando con un calor que era máscara de algo más oscuro.

—Porque eres fuerte.

Aunque no quieras verlo ahora.

Eliza lo miró un instante, intentando descifrar si hablaba en serio.

Y en esos segundos creyó ver ternura en él.

Lo que no alcanzó a notar fue la chispa de posesión que ardía, encubierta, detrás de esa mirada.

—¿Y tú?

¿Dónde ha estado todo este tiempo?

Stephan escuchó con una calma demasiado ensayada, como si cada gesto suyo estuviera medido.

—Viajando.

Probando suerte en distintos lugares.

Ahora estoy pensando en volver con mi familia a San Francisco.

Tal vez ya es hora de estar cerca otra vez.

Ella lo miró con evidente sorpresa, el ceño ligeramente fruncido.

—¿San Francisco?

—repitió, incrédula—.

No sabía que tú…

fueras de ahí.

Él aparentemente apenas, una media curva en los labios que parecía disfrutar de la reacción que había provocado.

—Nunca lo mencioné —respondió evasivo, encogiéndose de hombros como si no tuviera mayor importancia.

—¿Cuánto tiempo fuera?

—El suficiente para que todo cambie —respondió, con una media sonrisa que descubría apenas un colmillo más largo de lo normal, invisible para cualquiera que no supiera mirar—.

Pero algunas cosas… vale la pena volver a buscarlas.

Eliza bajó la mirada, apretando los brazos contra sus piernas.

No sabía qué significaba aquello exactamente, pero la forma en que lo dijo le arrancó un leve temblor al corazón, como si sus palabras fueran más promesa que confesión.

Y así, bajo el cielo púrpura del atardecer, el pasado y el presente se entrelazaron con una naturalidad peligrosa.

—Y ¿dónde te estás quedando?

—preguntó al fin, con cautela, como si temiera la respuesta.

Él desvió la mirada, indiferente.

—Por ahí —dijo, sin dar más detalles.

Aquella evasiva le dejó a ella una punzada en el pecho.

Tal vez era irracional, pero no soportaba imaginarlo deambulando sin rumbo, como si no tuviera un lugar al que pertenecer.

—Puedes quedarte en alguna de las habitaciones —dijo, con voz baja pero firme—.

No pasa nada.

Stephan asintió, agradecido sin palabras.

Pero antes de moverse, comentando con un dejo de humor en el que se filtraba algo más grave.

—Solo déjame ir por mi auto.

Lo dejé más abajo, cerca de la entrada al muelle.

—¿Viniste manejando?

—preguntó ella, sorprendida.

Él ladeó la cabeza, con esa sonrisa despreocupada que siempre lo había hecho parecer más encantador de lo que debía.

Pero sus ojos, fijos en los de Eliza, brillaron con un destello demasiado intenso, casi febril.

—En realidad… él estado durmiendo en él.

Eliza frunció el ceño de inmediato.

—¿Qué?

¿Por qué demonios harías eso?

—Viviendo la vida de forma relajada, ya sabes —se encogió de hombros como si no fuera gran cosa—.

A veces el mar, a veces la carretera, a veces una cabaña olvidada.

Voy donde me da la gana.

—Eso no es “relajado”, es imprudente —replicó ella, cruzándose de brazos con un gesto automático—.

¿Y si te pasaba algo?

¿Y si…?

Se detuvo a mitad de la frase, sorprendida de sí misma.

Stephan la observaba con esa media sonrisa que nunca alcanzaba sus ojos, ojos que en ese momento parecían más profundos, más oscuros, como si se abrirían a un abismo secreto.

—¿Te preocupas por mí?

Eliza desvió la mirada, incómoda.

—Solo digo que no tiene sentido dormir en un auto teniendo lugares como este —refunfuñó.

Él soltó una risa suave, grave, que se prolongó un segundo más de lo necesario.

Por un instante, el sonido pareció más un gruñido contenido que una carcajada.

—No todos tienen una mansión frente al mar con mil habitaciones vacías —dijo en voz baja, y luego añadió, con un tono cargado de doble filo—: Pero ahora tengo una donde me están invitando.

Eliza giró sobre sus talones y caminó de regreso en dirección a la casa que siempre había sido de su abuelo, sin responder.

Pero su silencio no era rechazo.

Stephan lo sabía.

Lo sentí.

Su olfato lo confirmó.

La había vuelto a descolocar.

Y eso era todo lo que necesitaba, por ahora.

Eliza giro y sus ojos se encontraron con los suyos.

Había algo distinto en Stephan, y no era solo la barba crecida o el aire de vagabundo encantador.

Era su forma de estar allí.

Cada movimiento suyo, incluso el más simple, parecía calculado: la manera en que inclinaba la cabeza, la quietud de sus manos, el ritmo exacto de su respiración.

Todo era parte de una estrategia silenciosa para acercarse un poco más a ella, sin que ella lo advirtiera.

Y sin darse cuenta, Eliza en su soledad, se lo estaba permitiendo.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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