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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 106

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  4. Capítulo 106 - 106 El juego sucio de la seducción
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106: El juego sucio de la seducción 106: El juego sucio de la seducción Cuando Eliza regresó a casa, la lucidez le cayó encima como un balde de agua fría.

Apenas cerró la puerta tras de sí, comprendió la imprudencia que había cometido: había invitado a otro hombre a quedarse bajo el mismo techo.

No era cualquier falta, era una transgresión que pesaba sobre sus hombros, porque ahora era una mujer casada, unida bajo la bendición de la Diosa Luna.

Su deber era impecable, su reputación intachable, y sin embargo… se había permitido abrir una grieta por donde podían colarse las malas interpretaciones.

Alzó la mano derecha y miró el anillo que ceñía su dedo con una tenacidad inquietante.

Intentó retirarlo, tirando con fuerza, pero el aro permanecía fijo, como si estuviera soldado a su piel.

Murmuró súplicas mudas, rogó con desesperación, se untó crema para facilitar el movimiento, pero cada intento era castigado con un ardor punzante que se extendía hasta la muñeca, como si el metal incandescente quisiera recordarle que no podía escapar de su destino.

Eliza apretó los labios hasta blanquearlos.

Terminó por desistir, derrotada, con el corazón encogido.

Se dirigió al baño y dejó que el agua de la regadera corriera sobre su cuerpo, arrastrando consigo los restos de arena y el olor persistente a protector solar.

Allí, bajo el vapor y el murmullo constante del agua, permitió que unas lágrimas escaparan, liberadas en la intimidad de aquel espacio cerrado.

Se sentía la peor de las mujeres, no por lo que había hecho, sino por lo que podía significar.

Ayudar a un amigo no debía ser un pecado, pero su conciencia la apuñalaba: ¿qué derecho tenía de abrirle la puerta a otro, mientras su compañero destinado, su pareja marcada por los dioses, compartía sus noches con otra?

Cuando salió de la ducha, su reflejo en el espejo le devolvió un rostro firme, maquillado apenas por la decisión de no permitir que aquella tormenta la venciera.

Eligió un vestido azul cielo, de tela ligera que rozaba suavemente su piel.

El escote era discreto, pensado más para sofocar el calor que para seducir, o al menos eso quiso convencerse.

El tejido abrazaba su silueta con una naturalidad peligrosa, resaltando la blancura de su cuello, la curva delicada de sus hombros.

Mientras lo acomodaba, pasó los dedos por la tela con un cuidado innecesario, peinó su cabello con más esmero del habitual, aplicó un perfume de vainilla y coco que no necesitaba.

No pensaba en agradar a nadie, se repetía con obstinación.

Y, sin embargo, un rubor leve le tiñó las mejillas cuando recordó que Stephan ya la había visto en traje de baño, descalza, con el sol de Rosarito marcando cada línea de su cuerpo.

Aquel recuerdo regresó sin permiso, como una sombra ardiente que le revolvía el pecho.

Eliza respiró hondo, intentando convencerse de que todo aquello no era más que un malentendido, una casualidad, un gesto inocente.

Ajustó el vestido azul cielo frente al espejo del vestíbulo, sin darse cuenta de que sus manos temblaban y su corazón latía más rápido de lo que debería.

Si hubiera sabido lo que realmente pasaba por la mente de Stephan, jamás habría permitido que un simple movimiento suyo la desarmara así.

Veinte minutos después, el rugido contenido del motor se apagó frente a la verja y el chirrido metálico del portón anunció su llegada.

La casa, con luces estratégicamente encendidas en la sala y el pasillo, parecía contener el aliento, bañada por la penumbra de la noche y la brisa marina que colaba su humedad salada por las ventanas abiertas.

Un delicado aroma a lavanda flotaba en el aire, mezclándose con el sutil olor a Stephan, que parecía aferrarse a la penumbra como si le perteneciera.

Ella le abrió sin pronunciar palabra.

Él entró con la naturalidad de alguien que siempre supo que tendría acceso a aquel espacio.

La mochila colgada de un hombro se movía con la cadencia de su andar, y cada paso suyo parecía medir la distancia exacta entre la confianza y la invasión.

Caminaron por el largo pasillo hasta la cocina, dejando la mochila sobre una de las sillas de la barra.

—¿Tienes hambre?

—preguntó ella, guiándolo con un movimiento de mano, tratando de mantener la normalidad.

—Un poco, sí.

Pero si no quieres cocinar, me basta con un vaso de agua.

—No te hagas el mártir —replicó con una leve sonrisa—.

Hay de todo en el refrigerador.

El aire frío del electrodoméstico la envolvió al abrirlo.

Con cuidado, sacó quesos de distintos aromas, lonjas finas de jamón serrano, embutidos, fresas brillantes, moras, un racimo de uvas oscuras, galletas saladas y una tableta de chocolate amargo.

Todo fue acomodando sobre la encimera de mármol, como si la soledad de la casa demandara un festín para disimular su vacío.

Stephan se acercó, demasiado cerca, con una naturalidad que no pedía permiso.

Tomó un cuchillo y comenzó a cortar el queso en cubos, con movimientos fluidos, pausados, estudiadamente precisos.

Cada gesto suyo parecía calculado, diseñado para ocupar espacio y forzar su presencia sin que ella lo notara del todo.

—¿Tienes vino?

—preguntó sin mirarla, con la voz neutra pero cargada de insinuación.

—Claro.

Ella buscó la botella y la sostuvo frente a sí, torpemente.

Stephan la tomó con delicadeza fingida, sus manos rozando las de ella al mismo tiempo que su cuerpo se aproximaba un poco más.

Abrió la botella y sirvió dos copas, brindando sin palabras, como si aquel ritual fuera un juego en el que solo él marcaba las reglas.

Se movían en la cocina como engranajes de la misma maquinaria, pero era él quien imponía el ritmo.

Cada vez que ella giraba para alcanzar un plato o servilleta, lo encontraba demasiado cerca, demasiado presente.

Su sonrisa, cargada de una falsa inocencia, hacía que Eliza no sospechara que todo estaba calculado: cada roce, cada susurro al oído mientras ajustaba un pedazo de fruta en su mano, estaba destinado a desarmarla, a acercarla sin que ella se diera cuenta.

Él tomó una zarzamora y la cubrió con chocolate, girando hacia ella con un movimiento fluido, casi teatral, y deslizó el fruto entre sus labios.

Eliza quedó totalmente sorprendida.

Parpadeó, ruborizada, sintiendo cómo un escalofrío subía por su espalda.

No comprendía del todo por qué su corazón latía con tanta fuerza, pero la calidez de su cercanía la confundía, haciéndola sentir vulnerable mientras Stephan, con una calma estudiada, tejía un delicado pero oscuro juego de seducción a su alrededor, invisible a sus ojos.

Eliza tomó un cuchillo y una tabla de picar, sacó una hogaza de pan de la alacena y comenzó a cortarlo.

El primer corte salió torpemente mal; el pan se desmoronó de manera desastrosa.

Stephan, con un divertido brillo en los ojos, le lanzó una nuez a la cabeza y se burló con suavidad, un gesto que ocultaba la precisión con la que estudiaba cada reacción suya.

Él sabía exactamente qué puntos tocar para mejorar su humor, para confundirla, para acercarla.

Se acercó más, sus manos firmes rodeando sus brazos, pegando su pecho contra la espalda de Eliza.

El contacto era reconfortante, intoxicante.

Guió sus manos hacia el filo del cuchillo, que brillaba bajo la luz cálida y amarilla de la cocina.

La cercanía era casi asfixiante, y su voz le llegó al oído en un susurro cargado de malicia disfrazada de ternura: —Sostén la hogaza un poco más suave, gentil.

Eliza contuvo la respiración, casi dejando escapar un gemido cuando sus labios rozaron su oreja, el aliento tibio acariciando la piel de su cuello.

Rió nerviosa, como si todo aquello fuera un juego, ignorante de que cada gesto estaba cuidadosamente planeado por él.

La electricidad en el aire era intensa, y Stephan, triunfante, sabía exactamente que estaba provocándola.

Si su hermano no fuera tan descuidado, nada de esto sería posible.

Pero el momento se quebró con un pequeño chillido de Eliza.

Soltó el cuchillo, que se clavó en la madera; su anillo brillaba intensamente, atrapado en un borde del pan.

Casi en un grito ahogado, sofocada y jadeando, Eliza exclamó: —¡El anillo!

Stephan la miró con calma, un brillo travieso en los ojos.

Tomó su mano con delicadeza, apenas rozando su piel, y retiró el anillo con un gesto natural, como si no hubiera sucedido nada.

Eliza jadeó de sorpresa, su corazón aún acelerado por la cercanía y la intensidad del momento.

El ardor que él había provocado desapareció en un instante, como si todo su cuerpo hubiera estado al borde del fuego y ahora quedara en calma.

Se giró, percibiendo la cercanía de Stephan con una mezcla de desconcierto y emoción contenida.

Puso sus manos sobre su pecho y habló con voz baja, casi temblorosa: —¿Cómo… lo hiciste?

—Solo… salió —susurró él, fingiendo total desconocimiento sobre la joya y toda la magia que encerraba—.

¿Estaba atorado?

La cocina, con sus luces cálidas y la brisa marina colándose por la ventana, parecía observarlos en silencio, testigo de un juego peligroso de seducción donde Eliza ignoraba las verdaderas intenciones de Stephan, y él, paciente y calculador, disfrutaba del poder que tenía sobre cada uno de sus sentidos.

Su mano descansaba brevemente en su espalda, la otra rozando sutilmente su cadera; el anillo vibraba levemente, un recordatorio de que Lucian la encontraría eventualmente, aunque eso le daba a Stephan unos momentos más de ventaja.

El sonido del celular rompió la tensión.

Eliza soltó un suave suspiro y corrió hacia la sala, donde había abandonado el aparato desde la mañana.

La pantalla mostraba 285 llamadas perdidas de Lucian, y seguían llegando.

Por instinto, apagó el teléfono; lo último que quería en ese instante era enfrentarse a él.

Mientras ella se distraía, Stephan tomó la tabla de quesos, cuidadosamente seleccionando cada pieza con dedos expertos, y la llevó hacia la terraza.

La noche ya había caido y el fresco aire rozaba su piel mientras servía dos copas mas de vino, el sonido líquido resonando al copas de la olas.

Encendió la fogata con destreza, las llamas iluminando su rostro con un juego de luces y sombras que lo hacía parecer peligroso y seductor al mismo tiempo.

Eliza se sento en el posamanos de una de las sillas de madera, su vestido se movia ligeramente con el viento y su cabello danzaba a la luz de la luna.

—No puedo evitar pensar que este lugar se ve aún más hermoso contigo —susurró al acercarse, la voz baja y cargada de intención, mientras dejaba caer la mirada hacia sus labios antes de rozar suavemente su hombro con la mano.

—Sabes perfectamente que tengo una debilidad por el mar, la sal y las noches como esta.

Ella no respondio, se levantó lentamente, acercándose al fuego que crepitaba suavemente, el calor acariciando su piel mientras el resplandor iluminaba sus facciones.

La brisa marina hacía que su cabello se moviera con gracia, y cada paso parecía marcado por la atención de Stephan, que la seguía con mirada predadora, calculada, pero juguetona.

Antes de que pudiera sentarse, sintió sus brazos rodearla por la espalda.

Su cuerpo se pegó al suyo con un contacto imposible de ignorar.

Stephan inhaló profundamente, acercando su rostro a su cuello, dejando que su aliento rozara su piel, susurros cálidos y un tanto descarados mezclándose con el aroma de la fogata y su perfume.

Eliza cerró los ojos, perdida en las sensaciones.

Cada movimiento, cada roce de sus manos, cada suspiro que escapaba de su boca la hacía estremecer.

No quería moverse, no quería escapar; quería sentirlo más cerca, aunque su mente le advirtiera del peligro que representaba dejarse llevar.

—Te ves… irresistible —murmuró él contra su piel, su voz ronca cargada de deseo, como un secreto que solo ella debía escuchar.

Eliza inhaló, temblando apenas, consciente de que su cuerpo reaccionaba sin control, mientras Stephan seguía oliendo y rozando su cuello, sus manos deslizándose lentamente, dibujando caminos imaginarios por su cintura.

Se sentía atrapada, pero de la manera más deliciosa que hubiera conocido jamás.

—¿Stephan…?

—susurró finalmente, su voz quebrada, una mezcla de curiosidad y deseo—.

¿Cómo haces… para que me sienta así?

El silencio se llenó con el crepitar del fuego y la intensidad de la cercanía de él, su respiración en su oído como un recordatorio de que, por esta noche, ella no tenía escapatoria.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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