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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 107

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107: Desafiando al Alfa 107: Desafiando al Alfa La luz de la mañana entraba tibia por las cortinas blancas, filtrándose entre los pliegues con una delicadeza cómplice.

El aire estaba lleno de aromas inesperados: algo dorado, mantequilloso… dulce y salado al mismo tiempo.

La casa, normalmente silenciosa, parecía cobrar vida con cada aroma que ascendía desde la cocina.

Eliza descendió descalza, su cabello alborotado y sus ojos aún marcados por la noche.

Vestía una sudadera vieja que le llegaba hasta los muslos.

Olía a sal, a recuerdos… ya Stephan.

La memoria de cómo la había sostenido en la terraza, cómo sus manos habían explorado su cuerpo con una mezcla de descaro y precisión, la hizo estremecerse, y un rubor la cruzó a pesar de sí misma.

Ella había pensado que la noche terminaría sin más, que él se había contenido por respeto a su matrimonio.

Pero la verdad era otra: Stephan jugaba un doble juego invisible, impregnándola con su presencia, su olor, desafiando al mundo entero y reclamando lo que deseaba sin que ella lo notara del todo.

Al entrar en la cocina, lo encontró de espaldas, descalzo también.

Llevaba jeans gastados y una camiseta blanca que se ceñía a su espalda, delineando cada músculo como si la tela misma lo abrazara.

Movía las manos con una precisión hipnótica, batiendo una salsa espesa de un amarillo suave en un pequeño bol metálico.

¿Estás haciendo… salsa holandesa?

—preguntó ella, entre incrédula y divertida.

Él giró apenas el rostro, sin dejar de batir.

—Buenos días a ti también, dormilona.

Sí, sí.

Tortillas con espárragos y salsa holandesa.

Tengo un prestigio que mantener, ya sabes.

—¿Desde cuándo cocinas así?

—arqueó una ceja, apoyándose contra el marco de la puerta.

Él ascendió, esbozando una sonrisa tranquila, casi peligrosa.

—Desde que entendí que el desayuno es el alimento más importante del día.

—¿Ah, sí?

—Y también preparé pastel de manzana.

No me mires así.

Lo tenía congelado en mi auto.

Nunca se sabe cuándo se necesita causar una buena impresión.

—Llevas pastel en el auto por si acaso?

—Tú llevas cuchillos entre tus ropas, no me juzgues.

Eliza soltó una risa breve, mientras un rubor recorría sus mejillas al recordar cómo la había tocado la noche anterior.

Sobre la isla de la cocina, Stephan había dispuesto el desayuno como si fuera un hotel boutique: tortillas perfectamente dobladas, un platito con higos frescos, copas de jugo de naranja natural y el pastel aún tibio sobre una tabla de madera, cubierto con azúcar morena y canela.

Eliza se sentó en una de las banquetes sin decir nada, observándolo mientras él se acercaba con una taza de café que colocó frente a ella.

Sus dedos rozaron los suyos, apenas un instante, pero suficiente para electrizarla.

—Esto es demasiado —murmuró, mirando el plato—.

Te ha pasado de encantador.

—Es una estrategia —admitió él, sentándose a su lado—.

Quiero que bajes la guardia lo suficiente como para que me dejes quedarme esta noche.

—Eso aún está por verso— Dijo ella mientras metia un pedazo de tortilla a su boca, con una sonrisa picara y traviesa.

Continuaron comiendo casi en silencio.

Un silencio denso, cargado, que parecía envolverlos como un velo invisible.

Cada carcajada breve de Stephan hacía que Eliza desviara la mirada, incómoda y fascinada al mismo tiempo; cada sonrisa que ella dejaba escapar era analizada con precisión quirúrgica por él, como si se tratara de una pieza de ajedrez que movía a su favor.

No había nada casual en su comportamiento.

Todo estaba cuidadosamente medido.

—¿Te gustaría ir a correr?

—dijo finalmente, mientras vertía jugo de naranja en dos vasos—.

Bueno… más bien una caminata ligera.

—Me encantaría.

Eliza sintió el pecho ligero, como si el simple ofrecimiento hubiera desarmado las murallas que aún guardaba.

Lo que no sabía era que Stephan no daba un paso en falso: cada palabra, cada gesto, era un anzuelo delicadamente colocado para arrastrarla más cerca de su red.

Se retiró a su habitación y, minutos después, regresó con un conjunto deportivo rosa top ajustado y short corto, ceñido a su piel recién bronceada, consecuencia del clima delicioso de la bahía.

Una visera blanca sujetaba su coleta alta, dejando su cuello expuesto, vulnerable, bañándose en la suave luz de la mañana.

—Lista para la caminata —dijo con una sonrisa que intentaba ser inocente, aunque sus mejillas revelaban cierto nerviosismo.

—Siempre que puedas seguirme el ritmo —contestó él con una sonrisa ladeada, su voz impregnada de desafío y algo más… algo que la hizo estremecer.

El sol los recibió al salir, filtrándose entre las ramas de los árboles que bordeaban el sendero.

El aire fresco contrastaba con el calor persistente de sus cuerpos.

Caminaban en silencio al principio, los pasos acompañados, hasta que Stephan lo quebró con suavidad, con su voz ronca que hacia vibrar cada centímetro de su piel.

—¿Y Stanford?

¿Cómo ha sido tu experiencia en San Francisco?

Eliza se acomodó la visera, un mechón rebelde cayendo sobre su frente.

—La verdad… casi no he explorado nada todavía.

He estado demasiado ocupado adaptándome, supongo.

Stephan la observó de reojo, sus labios curvándose apenas en una mueca que no era exactamente sonrisa.

—Entonces aún tienes mucho por descubrir —murmuró con voz baja, casi como una promesa—.

Quizás puedas enseñarte algunos lugares… secretos.

Su mirada la recorrió con descaro calculado, lo justo para que ella lo notara, lo suficiente para que el pulso de Eliza se agitara.

El ambiente cambió.

El aire se volvió más espeso, cargado de algo que tenía filo y sombra, nada de inocencia.

En un punto del sendero, Stephan se detuvo.

Eliza lo imitó, desconcertada, hasta que de pronto él se movió.

Un paso firme, dos, y su cuerpo se interpuso en el camino, obligándola a retroceder hasta que su espalda chocó contra la corteza rugosa de un árbol.

— ¿Stephan?

—murmuró ella, con un temblor en la voz que ni reconoció.

Él no respondió.

Su mano se apoyó sobre el tronco, atrapándola, y en un movimiento lento, depredador, bajó el rostro hasta que su nariz se pegó al hueco de su cuello.

Eliza jadeó al sentirlo aspirar profundo, como si quisiera grabar en su memoria cada nota de su esencia.

El calor de su aliento le erizó la piel.

—Mmm… —gruñó en un murmullo ronco, casi animal, mientras sus labios se deslizaron hasta el punto donde su cuello se unía con la clavícula.

Allí, sin pedir permiso, succionó con fuerza, dejando un chupón ardiente que arrancó de Eliza un gemido ahogado, involuntario, que se perdió entre los árboles.

—Ah… Stephan… —su cuerpo se arqueó contra el suyo, la sensación de su boca enviándole descargas de calor que estallaban bajo la piel.

Él no se detuvo.

Con un movimiento firme la levantó del suelo, sujetándola con facilidad, obligando a que sus muslos rozaran su cintura.

Sus brazos la mantenían atrapada contra el árbol mientras él se restregaba contra ella, como un macho marcando territorio, impregnándola con su olor, con su fuerza.

Eliza gimió suavemente, confundida, con la respiración entrecortada, atrapada en esa mezcla de vulnerabilidad y una excitación que la estaba consumiendo.

El calor se deslizaba por su piel como fuego líquido, haciéndola temblar.

—Seras mía… —murmuró Stephan con voz oscura, impregnada de promesa y amenaza, su nariz aún hundida en su cuello—.

Lo quieras o no, todos lo sabrán.

El aroma a sal de mar de él se quedó pegado a su piel como una marca invisible, un grito silencioso que la reclamaba ante el mundo.

Y aunque Stephan no la besó en los labios, Eliza sintió que la había marcado de la manera más íntima y peligrosa posible.

Eliza se quedó unos segundos en silencio, con la espalda aún presionada contra el tronco y el pulso desbocado en los oídos.

Sus mejillas ardían, y sentía el calor del contacto de Stephan recorriéndola todavía, como si su piel lo hubiera absorbido.

Con un esfuerzo casi desesperado, bajó la vista a su muñeca y buscó refugio en el reloj.

La hora brilló como un recordatorio brusco de la realidad.

—Dios… —susurró, apartando la mirada—.

Tengo que irme… Stephan arqueó una ceja, como si aquello le divirtiera.

—¿Te vas?

—Sí —contestó con voz temblorosa pero firme, intentando recuperar la compostura—.

Tengo una visita con el abogado… y no puedo llegar tarde.

Él se inclinó apenas hacia atrás, liberándola del árbol con un movimiento calculado, como si no tuviera prisa, como si todo estuviera bajo su control.

Luego, tendió su mano hacia ella, con una sonrisa ladeada que ocultaba más de lo que mostraba.

—Entonces no quiero retrasarte, princesa.

Vamos.

Eliza dudó un segundo antes de tomar su mano.

El contacto era cálido, casi eléctrico, y le recordó con brutal claridad que el mismo hombre que la conducía ahora como un caballero atento era el mismo que momentos antes había marcado su piel con descaro, grabando en ella un sello invisible.

Mientras caminaban de regreso, Stephan parecía relajado, como si nada hubiera sucedido.

Pero en su interior, sabía que la partida ya estaba inclinada a su favor: su olor ya la envolvía, su calor ya vivía en su piel.

Eliza, en cambio, había logrado escapar del torbellino que él desataba en su interior refugiándose en la única excusa posible: el reloj, la cita con el abogado.

Subió las escaleras de la casa casi corriendo, con la respiración entrecortada y el corazón golpeándole contra las costillas.

Apenas cerró la puerta tras de sí, se apoyó en ella un instante, intentando recuperar el aire.

El baño se convirtió en su santuario improvisado.

Giró la llave de la regadera y dejó que el agua corriera, llenando la habitación de vapor.

Se desnudó lentamente, como si arrancarse la ropa fuera también intentar arrancar el recuerdo de sus manos, su cercanía, esa chispa que todavía ardía bajo su piel.

Cuando el agua caliente la envolvió, apoyó la frente contra la pared de azulejos.

Cerró los ojos y dejó que las gotas resbalaran por su cuerpo, como si pudieran lavar la huella invisible que Stephan había dejado.

Pero el agua no borraba nada.

Al contrario: cada caricia líquida parecía despertar aún más los pensamientos que quería callar.

El calor de su respiración, el modo en que había invadido cada rincón de ella con solo una mirada, el temblor en su voz cuando intentaba resistirse.

Y con ello, la culpa se volvió un nudo insoportable.

Porque, mientras ella se quebraba por dentro, sabía que él—el otro—se entretenía con aquella mujer descarada.

La imagen la atravesó como una aguja, amarga, insoportable.

No era justo.

No tenía derecho a sentirse herida.

Y, aun así, lo estaba.

Eliza salió de la ducha con pasos lentos, envuelta en una toalla.

Se vistió con una calma fingida.

Ropa formal.

Un traje negro ajustado, blusa marfil, tacones discretos.

Maquillaje ligero, apenas lo suficiente para proyectar la seguridad que no sentía.

Todo en su sitio.

Por fuera, una versión impecable de sí misma.

Por dentro, un remolino que no se callaba.

Se miró al espejo por última vez antes de salir.

Había un leve enrojecimiento en su cuello, justo donde Stephan había marcado su piel.

Lo cubrió con un toque extra de maquillaje, conteniendo el temblor de sus dedos.

No podía llegar a la reunión con rastros de su juego.

Ahora, mientras conducía hacia la ciudad para reunirse con el abogado de la familia, intentaba meter todo en compartimentos mentales.

El papeleo.

El testamento.

La sucesión de propiedades.

Necesitaba enfocarse en eso.

No en la calidez de la respiración de Stephan en su cuello, no en la forma en que la había levantado como si no pesara nada, no en el recuerdo abrasador de un cuerpo ajeno reclamando el suyo sin permiso.

El despacho estaba en lo alto de un edificio de cristal en pleno corazón de la ciudad.

Ascensores silenciosos, pasillos de mármol pulido, recepcionistas que hablaban en murmullos.

Todo tenía un aire de discreción calculada, como si la riqueza aquí se midiera en lo que no se decía.

Cuando finalmente se sentó frente al abogado de la familia, el hombre desplegó una gruesa carpeta sobre la mesa de madera oscura.

Sus palabras fueron concisas, frías, cada frase un golpe que se hundía más en su realidad.

Su abuelo le había dejado todo.

Las empresas industriales que generaban combustible para aviones.

Las extensas tierras.

Cuentas de banco que parecían inagotables.

La casa familiar.

El departamento en la ciudad.

Autos lujosos y algunas propiedades discretas en San Francisco.

Todo, absolutamente todo, ahora era suyo.

No le había dejado nada a su madre.

Eliza no pudo evitar preguntarse por qué, pero en el fondo conocía la respuesta.

Su abuelo siempre supo que su madre no soportaría su partida, que haría alguna locura arrastrada por el dolor.

Habían sido ellos tres durante mucho tiempo: un pequeño universo quebrado, sostenido por la fuerza de aquel hombre que ya no estaba.

Eliza apretó las manos sobre su regazo mientras el abogado hablaba, sintiendo el peso de cada palabra, no como un regalo, sino como una condena.

Una herencia que llevaba grabada la pérdida de las dos personas que más amaba.

Cuando regresó, el sol ya descendía hacia el horizonte, tiñendo la casa con destellos dorados y anaranjados.

El aire olía a higuera madura y a mar lejano.

Todo parecía cubierto de una calma demasiado perfecta.

Demasiado silencio.

Demasiada ausencia.

—¿Stephan?

—llamó, dejando las llaves sobre la consola de la entrada.

No hubo respuesta.

Dejó el bolso sobre el sofá, el sonido apagado contra la piel curtida, y subió las escaleras con un nudo creciente en el estómago.

La puerta del cuarto de invitados estaba abierta.

La cama tendida con precisión militar.

Las ventanas cerradas.

El baño impecable, sin rastro de humedad ni una prenda olvidada.

Solo una hoja doblada en tres sobre la mesa de noche.

Eliza la tomó con cuidado, notando cómo sus dedos estaban ligeramente fríos.

Su nombre, escrito en esa caligrafía inclinada y segura de Stephan, parecía mirarla con una intimidad inquietante.

La abrió conteniendo el aliento.

Eliza, No es una despedida.

Solo una pausa.

Me surgieron algunos asuntos familiares que no puedo postergar.

No quería irme sin decir nada, pero tampoco quise despertarte esta mañana.

Esta casa, este lugar, tú… significan más de lo que imaginé cuando volví.

Prometo que volveré.

Pronto.

Stephan P.D.

Te dejé unas manzanas con caramelo en el refrigerador.

Sé lo mucho que te gustan.

Eliza leyó la nota dos veces.

No había una firma al pie, ni una hora.

Solo esas líneas que parecían escritas a medias entre la confesión y el secreto.

Y, aun así, cada palabra la llenaba y la vaciaba al mismo tiempo.

Él se había ido.

No huyendo, no como un cobarde, sino con la misma calma con la que llegaba y se imponía en cualquier espacio.

Su ausencia dejaba un hueco distinto a todos los que había sentido antes, una huella invisible que seguía presionándole el pecho.

Se dejó caer sobre la cama, la nota aún en la mano.

El techo parecía más alto, más frío, y el silencio ahora pesaba de una forma íntima, casi dolorosa.

Como si las paredes recordaran el espacio exacto que él había ocupado.

Y aunque no lo decía en voz alta, aunque ni siquiera se lo confesaba a sí misma, algo en ella ya lo extrañaba.

Con lentitud, dobló de nuevo la hoja y la guardó en la caja de madera junto al espejo, allí donde antes estaba su anillo.

Y por primera vez desde que llegó, no se sintió sola.

No exactamente.

Solo… esperando.

La tranquilidad era tan frágil que Eliza no notó la grieta hasta que ya era demasiado tarde.

Estaba en la cocina, preparando té.

Había puesto una vieja discoteca de jazz que sonaba bajo en la sala.

Afuera, el mar tenía un brillo plateado, como si toda la costa estuviera sumida en un instante eterno de calma.

Por un momento, creyó que todo estaba… en equilibrio.

El sonido del cristal al romperse fue lo primero.

Después, una sombra.

Y luego, el golpe seco de un cuerpo contra el suelo.

El suyo.

Ni siquiera alcanzó a ver el rostro del intruso.

Solo una figura encapuchada, el destello metálico de una aguja, y un ardor punzante en el cuello.

Intentó gritar, pero la voz se quebró antes de salir.

Sus piernas dejaron de responder.

El mundo giró en un remolino turbio, y su última imagen fue el techo alejándose, como si cayera en cámara lenta hacia un abismo sin fondo.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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