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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 108

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  4. Capítulo 108 - 108 Condenada a 30 latigazos
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108: Condenada a 30 latigazos 108: Condenada a 30 latigazos Desperté con un dolor punzante en la cabeza, como si alguien me hubiera arrancado los pensamientos de raíz con un cuchillo oxidado.

Lo primero fue la humedad.

Fría, pegajosa, que se colaba por mi piel hasta instalarse en los huesos.

Después, el olor: piedra mojada, hierro oxidado… y sangre seca.

Una mezcla tan áspera que me revolvió el estómago antes incluso de atreverme a abrir los ojos.

Cuando lo hice, descubrí la prisión.

Una mazmorra estrecha, brutal, como si la tierra misma me hubiera devorado y escupido en su vientre.

Los muros rezumaban agua desde las grietas, y una lámpara amarillenta, colgada en el pasillo, proyectaba sombras deformes que parecían criaturas vivas acechando tras la reja.

Una colchoneta miserable yacía arrinconada junto a una cadena gruesa, clavada en la roca.

No me habían amarrado todavía, pero no hacía falta: la amenaza estaba allí, esperando, paciente, como un verdugo con las manos cruzadas.

—Genial… —susurré con la voz áspera, como si hubiera tragado cenizas.

Intenté moverme, pero mis músculos eran una resaca de hierro.

Lo que me habían inyectado me mantenía débil, torpe, como si mi cuerpo hubiera dejado de pertenecerme.

Vi las cadenas y el pánico me azotó de golpe.

El tiempo perdió forma.

Minutos.

O tal vez horas.

Todo se diluía en la misma oscuridad.

Hasta que llegaron.

El chirrido de la puerta de hierro me desgarró el aire de los pulmones.

Tres hombres enormes, uniformes oscuros, piel curtida y ojos de piedra.

No me miraron como persona, sino como mercancía.

Me levantaron sin esfuerzo, como si no pesara más que una caja vacía.

—¡Suéltenme!

—grité, forcejeando—.

¡¿Dónde demonios estoy?!

El eco me devolvió mi propia desesperación.

Ninguno respondió.

Me arrastraron por pasillos interminables, desnudos, iluminados apenas por antorchas eléctricas que temblaban, arrojando destellos enfermos sobre las paredes ennegrecidas.

El suelo resonaba bajo sus botas, cada paso un eco que parecía el golpe de un tambor de guerra.

Yo era apenas un fardo, colgando entre ellos, con el corazón retumbando tan fuerte que parecía querer escapar de mi pecho.

Y entonces lo vi.

Las puertas.

Enormes.

De madera negra, talladas con símbolos lunares que reconocía demasiado bien.

El corazón se me detuvo, luego se disparó a mil por hora.

¿Había regresado a casa?

¿Había caído la manada y yo, por estar fuera, no lo había visto?

Cuando las hojas se abrieron, la respiración se me quebró.

Allí estaba.

Mi esposo.

Mi Alfa.

Lucian.

El aire me abandonó de golpe.

Por un instante, irracional, una chispa de esperanza me atravesó.

Creí que había venido por mí, que me arrancaría de ese calabozo y pondría fin a la pesadilla.

Pero la realidad cayó sobre mí como un hierro candente.

No estaba allí para salvarme.

Era él quien me mantenía cautiva.

Sentí mi pecho apretarse, como si algo dentro de mí se rompiera sin remedio.

Una parte se desgajó y cayó en un abismo invisible.

La soledad me golpeó con tal fuerza que, por primera vez, pensé que quizás la muerte no sería una mala salida después de todo.

Lucian estaba de pie junto a su trono de piedra negra, majestuoso y terrible, sus ojos encendidos de furia clavados en mí.

—Márchense —ordenó a los guardias.

Su voz era un contenido rugido.

Los hombres obedecieron al instante, dejando que el eco de la puerta al cerrarse resonara como una sentencia definitiva.

No estaba solo A su lado, como una sombra viva, estaba Selene.

Impecable, elegante, perfecta en su frialdad.

Su cabello oscuro recogido con precisión, sus ojos plateados ardiendo con un deleite que no se molestaba en ocultar.

Sonreía, descarada, mientras se acomodaba en el trono destinado a la Luna.

Mitrono.

La serpiente se había enroscado sobre todo lo que era mío, y lo hacía con placer.

Unos pasos más atrás permanecía Jaxon, el beta.

Su rostro era piedra, sin expresión, pero sus ojos evitaban los míos.

No dijo nada.

Yo tampoco.

Porque las palabras se me habían secado en la garganta.

Lo único que quedaba era el peso de la traición latiendo como un segundo corazón roto dentro de mí.

El silencio duró apenas un instante, pero cada segundo pesaba como un martillo sobre mi pecho.

— ¿Dónde se esconde ese maldito?

—la voz de Lucian me golpeó como un rugido contenido, áspera y cortante, como metal arrastrándose contra piedra.

Lo miré, desconcertada, con la respiración entrecortada.

Mi corazón palpitaba con fuerza, una mezcla de miedo y traición que me estrangulaba por dentro.

Esperaba que él viniera a salvarme, no a mantenerme cautiva.

La visión de su expresión furiosa, fría y asqueada me partió un poco el alma.

Lucian avanzó con una velocidad que me robó el aliento.

La sala entera pareció encogerse con su presencia.

Bajó los escalones del trono como una tormenta silenciosa, y cuando se plantó frente a mí, un escalofrío recorrió mi espalda.

Me hice pequeña, intentando ocupar menos espacio, intentando no provocarlo más.

Se inclinó hacia mí como un depredador olfateando veneno.

Sus cejas se fruncieron, los labios curvados en un gruñido apenas contenido, los ojos oscuros como un abismo.

Me tomó de los hombros y me sacudió con fuerza.

—Apestas a él —escupió con odio—.

Me has estado traicionando.

El frío me atravesó como una daga helada.

Mi sangre se congeló en mis venas.

—De qué… hablas?

—susurré, apenas un hilo de voz—.

Yo no te he traicionado.

Lucian me soltó de golpe.

La mirada que me lanzó estaba cargada de rabia y decepción.

Antes de que pudiera reaccionar, me dio una cachetada brutal.

Mi mejilla ardió, la palma de su mano dejó un ardor punzante, y la sangre comenzó a brotar por la comisura de mis labios.

Caí de lado, tambaleándome, sintiendo cómo el mundo giraba a mi alrededor.

Traté de ponerme en pie, pero las cadenas me impedían moverme con facilidad.

Mi cuerpo temblaba, y cada respiración era un esfuerzo.

—¡No me mientas!

—rugió—.

Por eso te quito el anillo.

Antes de que pudiera reaccionar, otra bofetada impactó en la mejilla que aún no había castigado.

Caí hacia el lado contrario, viendo estrellas y sintiendo el mareo que comenzaba a dominarme.

Mi mente estaba atrapada entre el dolor físico y la confusión más absoluta.

No comprendía nada: ¿por qué mi olor le provocaba ese asco?

¿Por qué esa rabia visceral consumía cada fibra de su ser?

Detrás de él, Selene ladeó la cabeza.

Sus labios dibujaron una sonrisa fría y cruel, casi burlona.

Cada segundo parecía estar diseñado para su eliminación; la sala entera se transformaba en un escenario para su placer macabro.

—Ahora es momento de tu castigo —gritó, su voz reverberando en las paredes—.

Para que aprendas a respetar a tu Alfa.

Un escalofrío me recorrió la columna.

Sabía que lo peor aún no había llegado.

Lucian respiraba con fuerza, conteniendo un odio que parecía a punto de estallar.

Sus ojos me atravesaban, punzantes, como cuchillas de hielo.

Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, listo para descargar su furia.

Mi corazón se estrujaba más que mi mejilla golpeada.

Cada segundo que pasaba me recordaba la cruel verdad: no solo estaba atrapada básicamente, sino que la confianza que había depositado en él se había hecho añicos.

Lucian no era el protector que esperaba; Era el enemigo en carne y hueso, el monstruo al que siempre me habían advertido.

No me di cuenta cuando dos guardias entraron nuevamente al salón hasta que me encontré siendo arrastrada hacia el centro, las cadenas tensándose contra mis muñecas.

Me obligaron a arrodillarme y luego me ataron al piso, extendiendo una mano a cada lado, doblándome completamente.

Con manos expertas rasgaron mi blusa y rompieron mi sostén, dejando mi espalda vulnerable y temblorosa.

—Un latigazo por cada día que pasaste fuera de tu manada —sentenció Lucian, la voz vibrando con rabia contenida—.

Y créeme, cada día se siente como una eternidad.

El primer látigo cortó el aire antes de estrellarse contra mi piel.

El dolor me hizo jadear, un sonido que se perdió entre el rugido silencioso de su ira.

El segundo cayó con un casquido seco, como el crujido de una grieta rompiendo el silencio.

El ardor en mi espalda era insoportable; Podía sentir cómo la quemadura se extendía, y el olor metálico de la sangre inundaba mi nariz.

El tercer latigazo me dejó sin aliento.

Cada golpe era un recordatorio cruel de que Lucian no era mi salvador, sino mi verdugo, y que Selene y su Beta eran testigos complacientes de mi humillación.

Mis lágrimas comenzaron a caer sin que me diera cuenta, mezclándose con la sangre caliente que brotaba de mis heridas.

Mi corazón se partía al ver en Lucian esa mirada de furia oscura, tan intensa que parecía capaz de devorarme.

No era el protector que esperaba; era el enemigo que mi hermano siempre me previno.

Antes de que otro latigazo atravesara mi espalda, escuché un movimiento diferente: soldados entrando, pero no como amenaza, sino con respeto y cierta emoción contenida.

La puerta se abrió con un sonido apenas perceptible y se cerró de golpe.

Selene quedó perpleja, su sonrisa desapareció por primera vez, y Jaxon tensó la mandíbula, listo para atacar.

Pero Lucian… él era otra cosa.

Desde donde estaba, no podía verlo, pero su aura oscura era tangible, cargada de odio y desafío.

—No recuerdo que esa fuera la forma en que nuestra madre nos enseñó a tratar a una mujer —dijo una voz terriblemente familiar.

Mi corazón se detuvo.

No podía ser…

Un casquido fuerte liberó mis cadenas y caí de bruces al suelo, sin fuerzas para sostenerme.

— ¿Qué haces aquí?

—gruñó Lucian, su voz desgarrada por la ira.

—He vuelto a la manada —contestó la voz.

Terriblemente familiar y cálida al mismo tiempo.

—Necesito explicarme muchas cosas, pero explica esto —exigió Lucian, con odio desbordante—.

Porque apesta a ti.

—Porque nos conocemos… desde hace muchos años —dijo el intruso acercándose—, pero no creo que sea momento de hablar de eso.

Sentí unos brazos cálidos levantarme.

El gruñido de Lucian se hizo escuchar de inmediato.

—No me digas, hermano, que te importa —resonó la risa cálida y burlona—.

Hace un momento estabas a punto de matarla, y claramente se siente más a gusto conmigo.

Selene gritó a lo lejos.

Lucian era una bestia enojada, y sentí un escalofrío recorrer mi espalda, seguido de un cosquilleo familiar, un frío momentáneo, y luego la sensación de estar flotando en una nube suave y deliciosa.

Cerré los ojos, dejando que la oscuridad me envolviera.

Había caído finalmente en el abismo, entre dolor, traición y un inesperado respiro de esperanza.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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