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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 109

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  4. Capítulo 109 - 109 Marcandola como mía
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109: Marcandola como mía 109: Marcandola como mía Desperté con un sobresalto, jadeando como si hubiera surgido de una pesadilla demasiado real.

El cuerpo me pesaba como si hubiera sido arrastrado por la corriente de un río oscuro, y lo primero que sintió fue el ardor lacerante en mi espalda: un fuego latente que me recordaba, con crueldad, cada golpe del látigo.

Intenté moverme, pero el dolor me obligó a permanecer boca abajo.

El aire no era familiar… húmedo, cargado de sal, con ese inconfundible olor a mar que invadía mis pulmones y me mareaba.

Abrí los ojos con esfuerzo.

La habitación no era mía, ni tampoco pertenecía a Lucian.

Las paredes estaban recubiertas de madera clara, decoradas con mapas antiguos y brújulas oxidadas que colgaban como reliquias arrancadas del tiempo.

Una ventana amplia dejaba entrar la brisa; las cortinas ondeaban como fantasmas, y desde allí se veía blancas el bosque de la manada… pero desde una perspectiva extraña, en lo alto, como si estuviera atrapada en un lugar prohibido.

El desconcierto me golpeó con violencia.

Me incorporé con dificultad, mordiéndome los labios para ahogar un gemido que se convirtió en un grito sofocado de dolor.

El movimiento me desgarró la espalda como si mil brasas encendidas se incrustaran en mi piel.

Y entonces lo vi.

—Al fin despiertas —dijo él.

Estaba sentado en una silla baja, reclinado con una calma insultante, como un depredador satisfecho tras la caza.

Sus ojos eran claros, demasiado parecidos a los de Lucian, pero en ellos brillaba algo distinto burla, arrogancia, un veneno disfrazado de dulzura.

Mi garganta estaba seca.

Apenas logré murmurar: — ¿Dónde… estoy?

¿Esteban?

Por un instante, me convenció de que todo había sido un mal sueño.

La oscuridad, los gritos, el látigo… un recuerdo distorsionado por mi mente agotada.

Quise creerlo, aferrarme a esa mentira, pero el espejismo se quebró en cuanto el dolor me atravesó de nuevo como un relámpago ardiente.

Me doblé sobre la cama, el gemido escapó de mis labios y mis manos temblaron contra las sábanas húmedas de sudor.

La confusión me ahogaba.

Stephan se levantó con lentitud calculada, como si cada movimiento suyo fuera parte de una representación teatral.

La madera del suelo crujió bajo sus botas, y la sombra de su cuerpo me envolvió.

Su mano, fría y segura, rozó mi mejilla en una caricia que pretendía ser suave, pero que me erizó la piel.

—Tranquila… —susurró, con esa voz baja y burlona que rozaba la seducción—.

Estás conmigo ahora.

— ¿Dónde estamos?

—pregunté, con la mirada recorriendo una vez más la habitación.

La luz de la ventana iluminaba los mapas amarillentos y el polvo suspendido en el aire, como si todo estuviera detenido en el tiempo.

—Estamos en el castillo de la manada.

—Su mano volvió a acariciar mi mejilla, lenta, insistente.

Mis párpados se cerraron por instinto, atrapada entre la contradicción de mi rechazo y la peligrosa calidez de su toque.

— ¿Cómo es que tú…?

—la pregunta se quedó atascada en mi garganta.

No sabía exactamente qué debía preguntar, ni qué respuesta tenía más.

Él inclinó su rostro hacia el mío, sujetando mi mentón con firmeza.

Sentí la presión de sus dedos obligándome a mirarlo.

Se acercó a mi cuello, y el roce de su respiración sobre mi piel me hizo contener el aliento.

Aspiró profundamente, como si se alimentara de mi esencia, y no pude ignorar que aquel gesto lo embriagaba… y que a mí, contra toda lógica, no me desagradaba del todo.

—Verás, querida Luna… —murmuró, clavando sus ojos color miel en los míos con una intensidad peligrosa—.

Mi nombre es Stephan Nightshade.

Soy el príncipe Alfa de esta manada.

Soltó mi barbilla con un gesto teatral, disfrutando del efecto de sus palabras.

El mundo se me vino abajo con ese nombre.

El corazón me martillaba las sienes y el aire me ardía en los pulmones.

La rabia brotó como un rugido salvaje.

-¡No!

—La almohada fue lo primero que lancé contra él, apenas lo rozó.

Busqué desesperada otra cosa: un libro de la mesita, una bola de cristal con nieve falsa que se estrelló contra la pared—.

¡Aléjate de mí, maldito!

¡Eres un bastardo!

Stephan no se inmutó.

Río.

Una risa suave, insinuante, como el roce de un cuchillo contra la piel.

—Qué carácter tan encantador… —murmuró, ladeando la cabeza con descaro, como si saboreara cada uno de mis gestos—.

Ahora entiendo por qué Lucian no pudo resistirse.

—¡Cállate!

—El grito se quebró en mi garganta.

El dolor en mi espalda me hizo jadear, pero aún así seguí forzando, negándome a rendirme frente a él.

Sin importarle nada, se sento en la cama junto a mi, yo recogi mis puiernas tratando le alejarme de el, cuando lo hice el frio mordio mi piel, fue caundo me di cuenta del camision tan delgado que yo traía puesto, su mano subio hasta mi hombro y subio con una lentitud desgarrante el tirante que se me habia resbalado, sin apartar la vista de mis labios.

Su proximidad era un veneno.

El aire se volvió denso cuando se inclinó hacia mí, con esa sonrisa torcida que parecía disfrutar cada una de mis reacciones.

Antes de que pudiera retroceder, su mano volvió a mi rostro, esta vez recorriendo lentamente mi mandíbula hasta enredarse en mi cabello.

Tiró suavemente de un mechón, obligándome a alzar la cabeza para mirarlo.

—Así… mucho mejor —murmuró, como si el simple hecho de dominarme le resultará un deleite íntimo.

—¡Suéltame!

—grité, forcejeando.

El movimiento me arrancó un gemido involuntario; El ardor en mi espalda me paralizó, y odié con cada fibra de mi ser la debilidad que me traicionaba frente a él.

Stephan río bajo, un sonido grave, oscuro, que reptó por mi piel como un escalofrío.

Su pulgar recorrió con descaro mis labios, dibujando un círculo lento, insolente, provocador.

—Qué tentadora te ves cuando luchas contra mí… —susurró, acercando su rostro hasta que pude sentir la tibieza de su aliento, impregnado de sal y hierro.

Su voz era humo y veneno, y sonaba como si realmente disfrutara cada segundo de mi resistencia—.

Esa furia tuya…

es deliciosa.

Me revolví, buscando apartarlo, pero él me empujó con calma contra el respaldo de la cama, apoyando su palma sobre mi hombro.

No fue un acto brusco, sino calculado, casi juguetón, como si quisiera dejar grabado en mi piel el recordatorio de quién tenía el control.

Se inclinó más, acorralándome por completo, borrando cualquier ilusión de escape.

—¡Me mentiste!

—escupí, con rabia desesperada, lanzando mis palabras como dagas.

La chispa en sus ojos se intensificó.

No se ofendió; al contrario, lo disfrutó.

Su risa, suave y cruel, fue un látigo que azotó mi orgullo.

—Oh, querida… —murmuró, inclinándose a mi oído.

Sus labios rozaron mi piel sin llegar a besarme, encendiendo un fuego maldito en mis nervios—.

No te mentí.

Solo… omití la verdad.

Nunca preguntaste quién era realmente.

Su mano descendió por mi cuello con la lentitud de un verdugo saboreando la ejecución.

Cada caricia era un juego peligroso, una cuerda tensándose entre la rabia y algo más oscuro que no quería admitir.

Se detuvo en mi clavícula, presionando apenas, como si marcara su territorio.

De pronto, sin previo aviso, llevó la otra mano a su propio cuello y con un movimiento certero se hizo un corte.

El olor metálico invadió el aire.

Contuve un grito ahogado, paralizada.

Sus ojos, fríos y brillantes, no se apartaron de mí ni un instante.

Tomó mi cabeza con fuerza, acercándola a su herida.

—Bebe —ordenó, con voz ronca, grave, cargada de un poder que me atravesó como un rayo.

El aroma era exquisito, embriagador, como un amanecer húmedo en la orilla del mar.

Y, contra toda lógica, lo obedece como una cachorra recién nacida.

Mis labios se pegaron a su cuello, y mi cuerpo estalló.

La sangre me invadió con el sabor de estrellas líquidas, mezcladas con sal, con sueños imposibles y victorias ajenas.

Era un néctar prohibido, y yo lo devoraba con desesperación.

Un instinto feroz me dominó mis colmillos se hundieron en su piel, arrancándole más de aquel manjar maldito.

Stephan gimió, un sonido bajo y gutural que vibró contra mi boca.

Su deleite era palpable, su diversión un veneno que me recorría las venas.

Y entonces… los golpes sacudieron la puerta.

Violentos, furiosos.

Un instante después, la madera cedió de golpe.

Lucian irrumpió con el rostro endurecido, la rabia palpitando en cada línea de su cuerpo.

Sus ojos, encendidos, recorrieron la escena con la rapidez de un depredador.

Stephan estaba boca arriba sobre la cama, con la camisa desgarrada y la piel húmeda de sangre.

Yo, sobre él, a horcajadas, con el camisón delicado pegado a mis muslos, también manchado de rojo.

Sus manos reposaban insolentes en mis glúteos, y mi cuerpo, fuera de control, deseaba tanto ser sentir dentro de mi a alguien, no me importaba si era Lucian, Stephan o algún guardia.

Era peor que una gata en celo.

La furia de Lucian estalló como un trueno en la habitación.

Me arrancó bruscamente de encima de Stephan, sujetándome con brutalidad por los hombros.

La fuerza de su agarre me devolvió a la realidad como una bofetada.

Jadeé, con la sangre de Stephan aún en mis labios, incapaz de explicar nada.

Los ojos de Lucian ardían con celos y rabia, fijos en mí, pero también atravesando a su hermano como dagas afiladas.

—¿Qué demonios… hiciste?

—su voz era un rugido contenido, un hilo de voz impregnado de furia, de traición y de una posesividad que helaba la sangre.

Stephan, aún tumbado en la cama, se limitó a sonreír.

Una sonrisa amplia, peligrosa, que destilaba diversión y triunfo.

—Oh, hermano… —dijo con un tono burlón, casi perezoso, como si todo fuera un juego de niños—.

Parece que llegaste tarde a la fiesta.

Lucian me sostuvo con tanta fuerza que pensé que iba a romperme los huesos.

Su respiración era un gruñido contenido, y sus ojos, encendidos, no se apartaban de Stephan.

—No por que seas mi hermano puedes tomar lo que no te pertenece —escupió, cada palabra cargada de veneno—, pero nunca olvides quién es el Alfa.

El silencio en la habitación se volvió denso, casi insoportable.

Stephan no parecía intimidado; al contrario, se incorporó lentamente, limpiando la sangre del cuello con la manga rota de su camisa, sin borrar esa sonrisa insolente.

—Oh, tranquilo, hermano… —murmuró con diversión, alzando las manos como si se rindiera, aunque sus ojos lo desmentían—.

Solo estaba…

jugando un poco.

Ella es más entretenida de lo que recordaba.

Lucian rugió bajo, un sonido tan profundo que hizo vibrar las paredes.

Me presioné contra él, como si quisiera borrar cualquier rastro de Stephan en mí.

—No volverás a acercarte a ella —sentencia, la voz grave, irrefutable—.

Es mía.

Mi compañera.

Y aunque todos te adoren en esta manada, aunque no pueda sacarte a patadas, más te vale no volver a tocarla.

Te exijo respeto, Stephan.

Por primera vez, vi cómo el brillo divertido en los ojos de Stephan se apagaba apenas un instante, reemplazado por algo más oscuro, más calculador.

Aun así, se inclinó en una falsa reverencia teatral.

—Como ordenes, Alfa.

—Lo dijo con burla disfrazada de obediencia, y luego sus labios se curvaron en una sonrisa venenosa—.

Pero recuerda: lo prohibido siempre sabe mejor.

Lucian tensó los músculos como si estuviera a punto de lanzarse contra él, pero no lo hizo.

La furia lo consumía y, sin embargo, sabía que no podía manchar su liderazgo en ese momento.

Yo apenas podía seguir la escena.

Un mareo extraño me golpeó, pesado, como si mi cuerpo de pronto dejara de responderme.

El calor en mis venas se mezcló con un cansancio sofocante, y mis párpados comenzaron a cerrarse.

—Eliza… —escuché la voz de Lucian, distante, grave, quebrada de rabia y de algo más que no logré descifrar.

El mundo giró bajo mis pies.

Sentí que caía, que el suelo venía a recibirme con violencia.

Pero antes de estrellarme, unos brazos firmes y calientes me envolvieron.

El último destello que vi, antes de que la oscuridad me tragara por completo, fueron los ojos de Lucian fijos en mí: rabia, posesión y un miedo que rara vez mostraba.

Y después… nada.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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