Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 110
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- Capítulo 110 - 110 Entre el Alba y la Sospecha
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110: Entre el Alba y la Sospecha 110: Entre el Alba y la Sospecha Despertar fue una condena.
Mi cuerpo ardía como si hubiera dormido bajo un manto de hierro candente, cada músculo entumecido, cada hueso convertido en plomo.
El aire me pesaba en el pecho, sofocante, y una fina capa de sudor me pegaba las sábanas a la piel.
Un jadeo áspero se escapó de mis labios, tembloroso, como si emergiera de un sueño que había drenado más que descansado.
Aún con los ojos cerrados, supe dónde estaba.
No por el silencio profundo, ni por la suavidad de las telas, sino por el olor.
Esa mezcla inconfundible de madera recién cortada y tabaco, oscura y penetrante, que parecía deslizarse en mi sangre y reclamarme como suya.
Luciano.
Ese aroma era él, y me rodeaba como una prisión invisible.
Un suspiro cargado de ironía se escapó de mi garganta rota.
—Genial… ya hasta parece costumbre desmayarme —murmuré, apenas un hilo de voz.
Abrí los ojos con esfuerzo, incorporándome con torpeza, el cuerpo protestando con punzadas agudas, y entonces la vergüenza me cubrió como un látigo invisible: mi camisón de seda había desaparecido.
Apenas quedaba mi ropa interior, y la piel desnuda me ardía con la memoria de lo que había pasado.
Sobre una silla, junto a una mesa baja de mármol oscuro, descansaba una bata blanca de seda, perfectamente doblada, como si alguien hubiera previsto con cruel precisión el momento exacto en que la vergüenza me aplastaría.
No dudé en cubrirme con ella; la suavidad del tejido rozó mi piel desnuda, y ese contraste hizo que el recuerdo de la noche me quemara aún más bajo la piel.
Solo entonces me obligué a mirar alrededor.
La habitación era un universo en sí misma, un santuario privado que no tenía nada de acogedor y todo de imponente.
La cama enorme de madera oscura y tallada, dominaba el centro con un aire casi ceremonial.
Las cortinas pesadas mantenían la luz del día fuera, como si el sol jamás hubiera existido aquí dentro.
El aire olía a madera antigua, humo de tabaco impregnado en las fibras y ese rastro inconfundible de Lucian que hacía que mi corazón golpeara sin permiso.
Fue entonces cuando mis ojos se detuvieron en lo que antes había pasado desapercibido: la biblioteca.
Toda la pared detrás del escritorio estaba cubierta de estantes que se alzaban hasta el techo, rebosantes de volúmenes de cuero encuadernado.
Algunos títulos lucianos grabados en dorado, con letras de lenguas que apenas podía reconocer; otros, sin marcas, parecían ocultar secretos tan densos que hasta el silencio de la habitación se sentía cargado por su peso.
Nunca había reparado en ella en mis visitas anteriores, y ahora me atrapaba como una telaraña invisible.
Era como si esas páginas guardaran no solo historias, sino pactos, condenas y confesiones arrancadas a la fuerza.
Di un paso, luego otro, con los pies descalzos hundiéndose en la alfombra espesa que amortiguaba hasta el más mínimo ruido.
Mi respiración sonaba demasiado fuerte en aquel silencio.
No estaba segura de si temía más ser descubierta por Lucian o descubrir algo que no debía.
El escritorio, robusto y negro como la noche, era un caos ordenado solo en apariencia.
Papeles apilados al azar, sobres abiertos con sellos rojos de la manada, diagramas de territorios marcados con símbolos que no entendía, plumas descansando sobre tinteros aún húmedos.
Pasé la yema de los dedos por el borde, sintiendo cómo el aire parecía más denso en ese rincón, como si cada secreto acumulado añadiera peso a mis pulmones.
Me incliné hacia la biblioteca, incapaz de resistirlo.
Mis dedos rozaron los lomos fríos y gastados de los libros.
Algunos crujieron bajo el leve contacto, otros permanecieron mudos, implacables, como si observaran cada movimiento mío desde su quietud polvorienta.
Sentí un estremecimiento recorrerme la espalda: aquel lugar no solo guardaba conocimiento, sino poder.
Poder suficiente para aplastarme si cometía el error de mirar demasiado profundo.
Las palabras de Damián me atravesaron de nuevo, cortantes como cuchillas en mi memoria: “Debes estar atenta.
Cualquier cosa que incrimine a Lucian podría salvarnos a todos”.
Tragué saliva, obligándome a centrarme.
No estaba ahí para curiosear como una niña fascinada por lo prohibido.
No.
Estaba ahí para encontrar algo.
Algo que me devolviera mi libertad.
Mis pasos me llevaron al escritorio, que parecía el corazón de aquella guarida.
Su superficie estaba cubierta de pequeños mundos de control: una agenda abierta con páginas llenas de anotaciones apretadas; un abrecartas de plata con la hoja aún manchada de cera rota; papeles meticulosamente ordenados en un lado, y otros dispersos al azar, como si la paciencia de la noche anterior se hubiera quebrado.
Había libros apilados en torres desiguales, algunos con marcadores a medio camino, prueba de que Lucian los estaba leyendo todos a la vez, devorando conocimiento como un animal hambriento.
Un vaso de whisky reposaba a un costado, el hielo aún resistía, emitiendo un crujido suave al derretirse, y junto a él, un puro apagado en apariencia… aunque no del todo.
La punta opuesta, donde la boca lo había sostenido, estaba todavía húmeda, y un hilo perezoso de humo se elevaba en espirales lentas, impregnando el aire con un aroma embriagador de madera quemada y tabaco oscuro.
El corazón me dio un vuelo.
Podía volver en cualquier momento.
Y si me encontraba husmeando… Mi mirada volvió al puro, incapaz de evitarlo.
Era algo tan íntimamente suyo que el atrevimiento me pareció un pecado mayor que revólver sus papeles.
Y aun así, mi mano temblorosa lo tomó.
Lo llevé con cautela a mis labios, probando la humedad que él había dejado atrás.
El sabor era fuerte, áspero, sofocante.
Aspiró con torpeza y enseguida tosí, el humo me quemó la garganta, arrancándome lágrimas en los ojos.
Me cubrí la boca, reprimiendo el sonido como si ese gesto imprudente me hubiera delatado más que cualquier carta robada.
Fue entonces cuando lo escuché.
El crujido de la puerta, abriéndose con una lentitud calculada, desgarró el silencio como un disparo.
Y yo, con el corazón desbocado y el puro aún temblando entre mis dedos, levanté la mirada… justo cuando Lucian entró.
La sangre se me congeló en las venas.
Lucian entró.
Su figura llenó el marco, oscureciendo aún más la penumbra que ya dominaba la habitación.
Vestía de negro absoluto: camisa perfectamente ajustada, los primeros botones abiertos dejando al descubierto un destello de piel, pantalones oscuros que realzaban la elegancia peligrosa de cada movimiento, y un saco que parecía tallado a la medida de su poder.
El cabello, normalmente impecable, estaba revuelto, como si la noche misma hubiera pasado sus dedos por él.
Se veia endemoniadamente deliciso y cada parte de mi cuerpo deseaba que me arrancara la bata y me tomara duro sobre el escritorio; reprimi un gemido y me regañe internamente por el pensamiento tan indecente, estaba claro que el sentimiento no era mutuo.
La penumbra parecía inclinarse ante él, como si lo reconociera dueño y señor de ese lugar.
Avanzó con pasos tranquilos, demasiado tranquilos, y esa calma fue peor que cualquier amenaza.
No había prisa en él, ni sorpresa: era como si ya supiera exactamente dónde estaba yo y qué intentaba hacer.
Como si hubiera estado esperándome frente a ese escritorio.
Yo, presa del pánico, retrocedí a ciegas hasta que la espalda chocó contra el librero.
Me olvide por completo de mi espalda lastimada, sin embargo en este momento no podía registrar ningún dolor.
La madera dura se clavó en mis omóplatos, inmovilizándome.
Me sentí como un venado acorralado, expuesto bajo la mirada de un cazador que no necesitaba alzar el arma para recordarme que la presa era mía.
Lo peor fue su mirada.
Oscura, intensa, pero imposible de descifrar.
No era ira… tampoco ternura.
Había algo ahí, entre deseo y un enigma cruel, que me atrapó por completo.
Y por más que lo intenté, no pude leerlo.
No supe si estaba a punto de torcerme el cuello o cogerme sobre el escritorio.
Él no dijo nada al principio.
Simplemente se acercó.
Cada paso suyo era un latido ensordecedor en mi pecho.
Cuando estuvo frente a mí, levantó la mano con suavidad y la posó en mi rostro, acariciando mi mejilla con la delicadeza de un amante, no de un verdugo.
Sus dedos eran fríos al principio, apenas un roce en mi mejilla, pero bastó ese contacto para que mi cuerpo entero se tensara.
El aire entre nosotros se espesó, cargado de un magnetismo insoportable.
Entonces, sin apartar su mirada de la mía, deslizó la mano hacia abajo, hasta rozar mis labios.
Sentí que me arrancaba el alma con ese gesto, y fue en ese instante cuando reparó en el puro que aún temblaba entre mis dedos.
Lo tomó de mi mano con una calma insultante, como si me estuviera despojando de un juguete que nunca me perteneció.
Sus dedos rozaron los míos en el proceso, firmes, seguros, y yo no pude contener el estremecimiento que me recorrió.
Se lo llevó a los labios, y la visión me paralizó.
El cigarro, húmedo por donde yo lo había probado, encajó perfectamente entre los suyos.
Dio una calada profunda, lenta, como si quisiera grabar en mi mente la imagen de lo prohibido.
La brasa volvió a encenderse con furia, y el olor a tabaco mezclado con su esencia llenó la habitación.
Cuando exhaló, lo hizo con intención.
El humo tibio me envolvió el rostro en una nube sofocante, y tuve que contener una tos nerviosa.
No aparté la mirada, no podía.
Era como si él me obligara a presenciarlo todo: la apropiación, la calma calculada, el recordarme con un gesto silencioso que todo lo que tocaba era suyo, incluso yo.
—Demasiado curiosa caperucita… —murmuró, la voz baja, áspera, rozando mi oído con un filo que no supe si era amenaza o caricia.
Su aliento mezclado con el humo me quemaba la piel, y yo me sentí más atrapada que nunca, pegada al librero, incapaz de decidir si lo odiaba o lo deseaba.
Baje la mirada, incapaz de sostenerla por mucho tiempo, un sonido ronco escapado de sus labios, su mano subio a mi barbilla obligándome a verlo.
—Siento lo de tu abuelo —mis ojos se aguaron al momento— y lo de tu madre.
El humo aún me rodeaba cuando sus palabras se hundieron en mi piel como cuchillas dulces y crueles.
Quise responder, gritar, fingir que todavía tenía control sobre algo… pero lo único que logré fue un sollozo quebrado.
La tensión, el miedo, la vergüenza, todo se desmoronó dentro de mí de golpe.
Me odié en ese instante.
Odié mi debilidad, odié el temblor de mis manos que no pude ocultar, odié las lágrimas ardiendo en mis mejillas.
Pero sobre todo lo odié a él, porque fue su calor, su cercanía, lo que me rompió.
Sin darme cuenta, caí en sus brazos.
Lucian me sostuvo con una facilidad insultante, como si yo no pesara nada, como si siempre hubiera sabido que acabaría derrumbándome en él.
Mi rostro quedó contra su pecho, y el sonido de su corazón —firme, constante, seguro— me tocó como un recordatorio cruel de lo que nunca tendría.
Sus manos recorrieron mi espalda con movimientos lentos, calmados.
No había dureza en ese gesto, ni la brusquedad del Alfa que conocían todos.
Era una caricia cuidadosa, casi reverente, que me desarmó aún más.
Sentí su aliento en mi cabello, caliente, mezclado con ese aroma suyo a madera recién cortada y tabaco, y algo dentro de mí se quebró definitivamente.
Me dejé llevar.
Lloré contra él, con la rabia y el miedo enredándose en cada lágrima.
Mis dedos, desesperados, se aferraron a la tela oscura de su camisa, arrugándola como si con eso pudiera evitar que el suelo me tragara.
—Ya por favor… —murmuré, mi voz apagada contra su pecho, sin saber si le hablaba a él, a mí misma, oa todo aquello que nos consumía.
Él no contestó.
En vez de eso, se sentó en el escritorio, en la propia mesa cubierta de documentos y secretos, arrastrándome con él.
Me acomodó en su regazo con una facilidad que me dejó sin fuerzas para resistir.
Quedé allí, acunada en su cuerpo, mis piernas dobladas a un costado, mi rostro aún escondido en su pecho.
Una de sus manos seguía dibujando círculos en mi espalda, firme pero suave, como si me quisiera convencer de que estaba a salvo, aunque ambos sabíamos que no era cierto.
La otra descansaba en mi cintura, sujetándome, impidiendo que me desmoronara por completo.
La madera del escritorio crujió bajo su peso, el vidrio de un vaso rodó hasta el borde, tintineando con el hielo derretido en su interior, pero nada de eso importó.
Lo único que existía era el calor de sus brazos, el contraste brutal entre el monstruo que sabía que era y la ternura con la que me sostenía ahora.
Anque sabia que Lucian era mi enemigo, me permite derretirme en esa sensación, porque por alguna razón, mi alma se siente empaz cada que el estaba cerca.
Aunque fuera mi enemigo lo amaba.
Amaba sus manos, su olor, sus ojos… estaba perdidamente enamorada de el.
Y eso es lo que me iba a condenar.
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