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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 111

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  4. Capítulo 111 - 111 La grieta en su mirada
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111: La grieta en su mirada 111: La grieta en su mirada Eliza temblaba entre mis brazos, frágil, rota.

Sus lágrimas empapaban mi camisa, marcándola con manchas oscuras, y cada sollozo suyo se incrustaba en mí como un hierro candente.

Por fuera, mi cuerpo permanecía firme, inquebrantable, el Alfa que todos esperan ver: sólido, imperturbable, dueño de la calma.

Pero dentro de mí… dentro ardía un incendio indomable, un mar de rabia que me consumía.

El aroma fue el primer golpe.

Ella olía a Stephan.

Su piel, su sangre, cada fibra de ella impregnada con ese hedor insoportable.

Él lo había hecho a propósito, lo sabía.

Maldito bastardo, sabía perfectamente lo que significaba su sangre sobre ella, lo que provocaba en mí.

Cada partícula de ese olor era una bofetada, una burla.

Una marca invisible que me gritaba que había estado demasiado cerca de lo que es mío.

La abracé más fuerte.

No porque ella lo pidiera —aunque sí lo necesitaba—, sino porque yo lo necesitaba más que el aire.

Si la soltaba, me conocía lo suficiente como para saber que destrozaría el escritorio, la biblioteca entera, o peor aún… a Stephan.

Inspiré despacio, midiendo cada inhalación como un guerrero que cuenta sus últimos segundos antes de lanzarse a la batalla.

Pero cada aliento suyo me envenenaba.

Cada respiro era un recordatorio de que otro había dejado su rastro en ella.

Mis manos recorrieron su espalda con la suavidad que jamás pensé tener.

Desde fuera, cualquiera habría visto a un hombre consolando a su compañera, acariciándola con ternura.

La verdad era otra: me aferraba a ella como un náufrago al madero que lo mantiene a flote.

Porque si la soltaba… me perdería en mi rabia, en la necesidad de arrancar la garganta de mi propio hermano.

El escritorio crujió bajo mi peso cuando me senté sobre la madera, sin importarme los papeles arrugados que quedaron prisioneros entre nosotros.

La acomodé sobre mi regazo, como si fuera algo sagrado, como si tuviera miedo de que desapareciera al mínimo descuido.

Su calor se filtró en mí, quemándome, reclamando cada fibra de mi ser.

Bajé el rostro hasta su sien húmeda, y mis labios rozaron su piel.

Fue un gesto instintivo, inconsciente, nacido de un impulso más fuerte que la razón.

No lo planeé, simplemente ocurrió.

Porque ella era mía.

Porque mi cuerpo lo sabía antes que mi mente pudiera aceptarlo.

—Tranquila… —murmuré, apenas un suspiro contra su piel, aunque en mi interior no existía ninguna calma.

Ella lloraba en mis brazos, buscando refugio, sin sospechar que cada vez que yo cerraba los ojos mi mente me traicionaba.

La imaginaba con Stephan, con sus manos sobre su piel, con su boca en su cuello, con ella bebiendo de él.

Esas imágenes me desgarraban desde adentro, como cuchillas hundiéndose sin piedad.

Y, aun así, la sostenía más fuerte.

Porque aunque me estaba rompiendo por dentro, ella era mi única ancla.

Mi compañera.

Mi maldición.

Mi condena.

Ella no sabía que cada vez que cerraba los ojos, mi mente dibujaba imágenes de Stephan con sus manos en su piel, de ella bebiendo de su cuello, de su cuerpo restregándose contra él.

Y esas imágenes me estaban destrozando.

Luca rugía dentro de mí, salvaje, indomable, reclamando lo que era nuestro.

—Ese maldito… ¿quién se cree?

—bramó su voz en mi mente, un rugido visceral que retumbó en mi pecho—.

Tiene que aprender que somos el Alfa.

Y esta… esta es nuestra hembra.

Su fuerza me golpeó como una ola, sacudiéndome por dentro, exigiendo sangre, dominio, guerra.

Mi lobo quería destrozarlo todo, dejar claro que Stephan nunca debió rozarla, mucho menos dejar su esencia en ella.

Y yo, aunque igual de furioso, no podía permitirme perder el control.

No ahora.

No frente a mis hombres, que celebraban con sonrisas el regreso de mi hermano como si él fuera la salvación.

Lo encadené con pura voluntad, arrastrándolo de nuevo a su prisión.

Mi mandíbula se tensó, los dientes apretados al punto de doler, pero logré silenciarlo.

Porque no podía mostrar la grieta.

No podía dejar que supieran que Stephan me corroía el alma desde dentro.

Nunca entendí la verdadera razón por la que se marchó.

Cuando lo hizo, sí, me sorprendió su rechazo al trono de Alfa.

Pero más aún, la manera en que habló de las manadas… como si él tuviera un destino superior, como si el mundo entero no mereciera su existencia.

Y ahora volvía.

No por mí.

No por la manada.

Volvía para manchar lo único que me pertenece de manera absoluta.

Eliza.

El único ser en esta tierra capaz de desatar en mí algo tan devastador como la rabia.

El único capaz de hacerme sentir que no soy suficiente.

Porque Stephan… Stephan siempre lo tuvo todo.

Las miradas, la fe de la manada, las expectativas.

Yo he gobernado con justicia, con sacrificio, entregándome en cuerpo y alma a mi gente, pero sigo siendo una sombra comparado con él.

Y aun así, ella… ella es mía.

La apreté contra mí, como si su cuerpo fuera lo único que me mantenía en pie.

Por fuera, calma.

Por dentro, tormenta.

Mi nariz rozó su sien, descendiendo despacio por la curva de su mejilla, hasta hundirme en el hueco de su cuello.

Ella tembló, creyendo que la acariciaba con ternura, que le daba un consuelo suave.

No entendía.

No podía saber que lo que hacía era marcarla, cubrir su piel con mi esencia, borrar con cada respiración el maldito rastro de Stephan.

El olor de mi hermano emanaba fuerte, como una burla.

Así que inhalé, profundo, y pasé mis labios apenas rozando su piel.

Mi nariz recorrió cada línea de su cuello, desde la oreja hasta la clavícula, impregnando cada centímetro con mi aroma.

La reclamaba sin palabras.

La sellaba como mía, sofocando el veneno que él había dejado en ella.

Mis dedos seguían firmes en su espalda, atrayéndola más hacia mí, como si pudiera fundirla en mi piel.

Su calor me envolvía, y cada respiración acelerada suya me atravesaba como un veneno dulce.

Ella pensaba que aquello era ternura, que mis caricias eran compasión.

No entendía que era algo más profundo, más oscuro: era posesión.

Era mi lobo y yo reclamando lo que nos pertenecía.

Mis labios rozaron su hombro, apenas un roce cargado de promesas, y mis colmillos fueron un susurro contenido contra su piel.

—Mía… —murmuré con voz ronca, dejando que la palabra se hundiera en su cuello como una marca invisible.

Eliza se estremeció, y de su boca escapó un pequeño gemido que me hizo vibrar de placer.

Mis labios se curvaron contra su piel, satisfechos, y la necesidad de hundir mis colmillos en su carne ardió en mí con más fuerza que nunca.

Estaba a un segundo de reclamarla por completo, de dejar mi huella eterna en ella, cuando el silencio se rompió.

Un escándalo, voces alzadas, pasos precipitados al otro lado de la puerta.

Eliza se tensó de inmediato, su cuerpo rígido contra el mío.

Sus dedos se aferraron a mi pecho como si buscaran protección, como si dependiera de mí para seguir respirando.

Pero lo que debía haber sido un instante de unión, se quebró.

La puerta se abrió de golpe.

Selene irrumpió en la habitación como una tempestad, su rostro descompuesto por la furia.

Tras ella, varios guardias la seguían, con el gesto incómodo de quienes no se habían atrevido a tocarla ni a negarle el paso.

Sabían quién era.

Sabían que, hasta ahora, Selene había sido mi favorita, la perra a la que más veces había llevado a mis eventos, la que más disfrutaba alardear de tener cerca.

—¡Estúpidos inútiles!

—escupió ella, la voz cargada de veneno—.

¡Cómo se atreven a detenerme, como si no supieran quién soy yo!

La rabia en su tono se extendió por la habitación como un veneno.

Sentí cómo Eliza se encogía en mis brazos.

Sus manos, que hasta hacía un momento me habían buscado, se alejaron de mí lentamente, como si el contacto quemara.

La calidez que compartíamos se desvaneció, y el brillo de sus ojos, ya empañado por la tristeza, se apagó por completo.

Y ese cambio… solo yo pude percibirlo.

Más rota.

Más sola.

Como si una parte de ella acabara de quebrarse para siempre.

Su respiración se volvió más corta, más débil, y un dolor invisible me atravesó el pecho al sentir su fragilidad.

Jaxon me habia dicho que sentia el brillo de Eliza apagarse poco a poco, pero no me habia percatado de eso; sin embargo, ahora lo comprendía, de alguna manera yo estoy apagando a mi compañera.

La loba irrumpió con la arrogancia de quien siempre había creído tener un lugar a mi lado.

Ignoró por completo la presencia de Eliza, como si no existiera, como si fuera un simple mueble en la habitación.

Sus ojos, brillando con una rabia casi infantil, se posaron en mí con descaro.

—Lucian… —pronunció mi nombre como un reclamo, como si tuviera algún derecho sobre mí.

Dio un paso hacia adelante, alargando la mano como si pretendiera tocarme.

Eliza permaneció inmóvil, desolada en mis brazos.

Y esa imagen me desgarró y, al mismo tiempo, encendió una chispa de satisfacción venenosa en mi interior.

Así era como había soñado tenerla: rota, destruida, doblegada.

Era lo que había deseado mostrarle a Damian, restregarle en la cara que su hermana ya no era suya, que me pertenecía en cuerpo y alma, aunque la desolación la consumiera.

Mi venganza iba viento en popa.

Pero entonces… el recuerdo de mis padres se alzó en mi mente, tan vivo como una herida abierta.

Y lo peor: la imagen de Stephan, de mi propio hermano, mancillando a mi mujer.

La rabia que había mantenido encadenada hasta ahora estalló, incontenible.

Con un movimiento brusco, solté a Eliza.

Su cuerpo quedó desplomado en la silla del escritorio, frágil, como una muñeca olvidada.

El vacío en su mirada fue lo último que vi antes de girarme hacia Selene.

La tomé del brazo sin cuidado, arrancándole un jadeo sorprendido.

—Ven conmigo —ordené, sin darle espacio a réplica.

Los guardias se apartaron de inmediato mientras yo la arrastraba fuera de la habitación, cerrando la puerta tras nosotros.

—Habrá que organizar una gran fiesta —dije con un tono firme, casi festivo, aunque la furia aún ardía bajo mi piel—.

La manada celebrará el regreso de mi hermano.

Me giré hacia ella, clavándole la mirada con esa calma peligrosa que tanto la fascinaba.

—Encárgate de todo, Selene.

Será tu responsabilidad.

Hazlo perfecto.

Sus labios se curvaron en una sonrisa triunfal, convencida de que aún tenía poder sobre mí.

Lo que no sabía era que, con cada paso que daba, no hacía más que convertirse en otra pieza de mi venganza.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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