Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 112
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- Capítulo 112 - 112 Un poco de libertad
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112: Un poco de libertad 112: Un poco de libertad El golpe seco de la puerta al cerrarse retumbó en mi pecho como un eco que no quería apagarse.
Me quedé allí, inmóvil, clavada en la silla donde Lucian me había dejado caer, como si el mundo se hubiera detenido en ese instante.
El aire todavía estaba impregnado de su aroma: madera recién cortada, tabaco y ese rastro amargo que siempre dejaba.
Quise moverme.
No pude.
Mis músculos parecían de piedra, y mi mente era un remolino vacío.
La soledad me envolvió como un manto helado, recordándome lo que había perdido, ya no habia nadie en este mundo que me amara como mi familia lo hacia, todos, los habia perdido a todos.
No supe cuánto tiempo permanecí inmóvil, con la mirada perdida en algún punto invisible, hasta que el chirrido suave de la puerta me arrancó de mi letargo.
Entraron las sirvientas, silenciosas como sombras que parecían flotar entre las paredes del castillo.
Sus pasos eran ligeros, casi imperceptibles, como si hubieran sido entrenadas para no perturbar la calma, para no existir más allá de su función.
No me miraron a los ojos, no preguntaron nada; Simplemente comience a preparar el baño.
—Luna, el joven Alfa nos envió para prepararla —susurró una de ellas, con voz tan delicada que casi se confundía con el vapor que escapaba del baño contiguo.
Mis ojos se posaron en ella.
Era una mujer de aspecto dulce, algo regordeta, con el cabello plateado recogido en una trenza gruesa que le caía por el hombro.
Había en su presencia una calma materna que contrastaba con la rigidez de los demás.
—Prepararme para qué?
—pregunté, mi voz áspera, quebrada, mientras ella me guiaba con suavidad hacia el baño.
El aire allí estaba impregnado de humedad.
El vapor ascendía en volutas perezosas desde la bañera de mármol blanco, tallada con símbolos antiguos que parecían brillar bajo la bruma.
El agua caliente burbujeaba suavemente, desprendiendo un aroma mineral a sales de azufre, mezclado con un dejo de hierbas.
El vapor se pegaba a mi piel como un abrazo que no pedí, pero al que no me resistí.
Dejé que las jóvenes se acercaron a mí, sus manos ligeras deslizándose por los broches y la tela hasta que mi vestido cayó al suelo con un susurro.
Sin opus resistencia.
Me movía como una marioneta cuyos hilos eran manejados por otros.
Hundí un pie en la bañera y luego me dejé llevar entera, sintiendo cómo el agua caliente lamía mi piel herida, arrancándome un suspiro que no supe si era alivio o resignación.
La mujer de la trenza, más cercana, se colocó detrás de mí.
Sus dedos firmes pero delicados comenzaron a masajear mi cuero cabelludo, impregnando mi cabello con un ungüento perfumado.
Otras dos chicas, jóvenes y calladas, se dedicaron a frotar mis brazos y mis piernas con paños de lino y esencias jabonosas, cubriendo mi piel de espuma.
El contraste entre sus manos ajenas y el agua caliente era tan extraño que casi dolía.
—Disculpa… no sé su nombre —dije al fin, rompiendo el silencio, dirigiéndome a la mujer regordeta.
—Soy Corina —respondió ella, su voz grave pero amable, mientras enjabonaba con cuidado mis mechones húmedos—.
De ahora en adelante, yo me encargaré de atenderla siempre.
Sin contestación.
Simplemente cerré los ojos y dejé que continuara, escuchando el eco del agua, el roce de los paños, y el murmullo lejano de las otras sirvientas.
Me sentí atrapada en un estado intermedio, ni viva ni muerta, ni presente ni ausente.
Cuando terminaron, me ayudaron a salir.
El aire frío del cuarto me envolvió al instante, erizándome la piel húmeda.
Me cubrieron con una bata de seda negra, ligera como la noche, que se ceñía a mis formas como si me perteneciera desde siempre.
—Siéntese, Luna —dijo Corina, señalando el tocador.
Obedecí.
Me hundí en la silla acolchada, frente al gran espejo ovalado enmarcado en oro envejecido.
La superficie reflejaba una versión de mí misma que no reconocía: ojos apagados, piel pálida y labios temblorosos.
Corina se colocó detrás, comenzando a cepillar mi cabello con movimientos largos y suaves, mientras el resto de las muchachas retiraba las toallas y los restos del baño.
Yo no veía nada de eso.
Solo veía mi reflejo.
Una luna rota, atrapada en su propia prisión.
—Esta no es mi habitación —murmuré al fin, con la voz quebrada—.
Mis cosas no están aquí.
—Pamplinas —replicó Corina con una ronsira juguetona, chasqueando la lengua.
La expresión en su rostro me arrancó, casi sin quererlo, una pequeña carcajada, seca y breve, como si no recordara ya cómo reír.
—Sus cosas fueron traídas aquí mientras usted tomaba el baño.
—Pero… es la habitación del Alfa —dije, en un tono más de duda que de afirmación.
— ¿Dónde más dormiría su Luna?
—contestó ella con un déje de picardía, mientras terminaba de sujetar el moño alto que me había hecho.
Luego dio una palmada ligera—.
Ahora, el vestido.
Torciendo los labios, alcé la vista hacia ella.
—Por favor, no otro de esos enormes vestidos incómodos… quiero algo diferente, más sencillo.
Algo que me permita… explorar un poco la manada sin parecer una estatua.
Corina frunció el ceño, como si lo meditara, y sin responder salió de la habitación.
El silencio volvió a llenarlo todo.
Me quedé sentada, observando los estantes de la biblioteca que se alzaban en la pared lateral, rebosantes de volúmenes antiguos.
Libros de historia, crónicas de batallas, tratados de estrategia, informes de guerra… todos de corte severo, pesados como el aire en esa habitación.
Sin embargo, uno en particular llamó mi atención: un tomo encuadernado en cuero negro, con letras doradas grabadas en su lomo.
Había algo en él que parecía susurrarme.
Me puse de pie, casi sin pensarlo, y estiré la mano.
Mis dedos rozaron apenas el alivio del título cuando el crujido de la puerta me hizo sobresaltarme.
Corina había regresado.
Sus mejillas estaban sonrosadas y en su rostro brillaba una sonrisa cómplice.
—Creo que esto le gustará mucho —dijo con entusiasmo, tomando mi mano con una dulzura sorprendente y guiándome hacia el vestidor.
Al entrar, la luz tenue de las lámparas de cristal iluminaba un perchero donde reposaba el vestido más hermoso que había visto en mucho tiempo.
No era una pieza ostentosa ni recargada como los vestidos que me habían impuesto antes; Tenía la delicadeza exacta para robarme un suspiro.
El corpiño era de un café profundo, ajustado como un corsé que moldeaba la silueta con elegancia sin asfixiarla.
Las mangas, blancas y casi translúcidas, caían vaporosas sobre los brazos, como un murmullo de encaje y aire.
La falda, amplia pero ligera, era de un rosa palo apagado, suave como el primer resplandor del amanecer.
Cada pliegue parecía bailar bajo la luz, como si guardara un secreto.
Y para completar el conjunto, unas botas cafés de tacón, con agujetas finamente trenzadas, descansaban al pie del maniquí, perfectas para dar pasos firmes sin perder la feminidad.
—Es… precioso —susurré, casi temiendo romper el encanto del momento.
Corina ascendió, complacida, mientras yo colocaba el vestido con paciencia maternal.
Sus manos acomodaban el corsé con firmeza pero sin brusquedad, y cada nudo de las agujetas era un recordatorio de que no todo tenía que ser opresión y dolor; También había manos que sabían sostener sin lastimar.
Cuando por fin estuve lista, me miré en el espejo alto del vestidor.
La imagen me devolvió a una mujer distinta: ya no la sombra rota del baño, sino alguien que parecía recuperar un fragmento de sí misma.
Una Luna envuelta en sencillez, sí, pero con la dignidad intacta.
—Así es como debe verse la Luna de un Alfa —susurró Corina detrás de mí, con un orgullo que me incomodó y reconfortó a partes iguales.
Yo, sin embargo, solo pensé: Así es como me hubiera gustado verme por mí misma, no por él.
Cuando Corina me dejó sola en aquella habitación, el silencio cayó pesado, como si hasta las paredes contuvieran la respiración.
El vestido caía ligero sobre mi piel, y las botas nuevas apenas crujían al moverme.
Por un instante pensé en quedarme ahí, quieta, realmente no quería encontrarme con Selene o incluso con Lucian.
Pero tampoco estaba dispuesta a quedarme encerrada por ellos, como si toda mi vida girara a su alrededor.
Abrí la puerta con cuidado, sin emitir un solo ruido, y avancé por los pasillos del castillo.
El mármol bajo mis pies brillaba bajo las antorchas que ardían en los muros, y el aire olía a cera, hierro y perfume de flores secas.
Bajé unas escaleras amplias y pronto me vi envuelta en un murmullo creciente la manada entera parecía estar en movimiento.
Sirvientes cruzaban de un lado a otro con bandejas de plata, guirnaldas de flores carmesí y copas de cristal.
Guerreros transportaban barriles de vino y piezas enteras de carne que desprendían un olor intenso, aderezado con especias.
Todos corrían, ordenados pero tensos, como engranajes de un mecanismo que debía lucir perfecto.
Preparaban, sin duda, el festín que había ordenado Lucian.
Me apreté contra una pared, invisible entre tanto ajetreo.
Nadie me prestaba atención; nadie se atrevía.
Y, poco a poco, me fui deslizando fuera del corazón de la preparación, siguiendo pasillos más silenciosos, hasta que el bullicio comenzó a apagarse detrás de mí.
El aire cambió.
Olía a heno, a madera húmeda ya cuero trabajado.
Y entonces lo escuché: el resoplido profundo de un caballo, grave y poderoso, que vibró en mis oídos como una llamada ancestral.
Había encontrado las caballerizas.
El lugar era amplio, techado con vigas oscuras, y el sonido de los cascos resonaba sobre el suelo de piedra.
Caballos majestuosos se agitaban dentro de sus compartimentos, relinchando suavemente al notar mi presencia.
La penumbra estaba salpicada de rayos de luz dorada que se filtraban por rendijas en el techo, iluminando el polvo suspendido en el aire como un enjambre de diminutas estrellas.
Mis ojos se encontraron con uno en particular un corcel negro azabache, de ojos inteligentes y brillantes como carbones encendidos.
Era imponente, con el lomo fuerte y el cuello arqueado con orgullo.
No huyó ni se mostró nervioso; al contrario, dio un paso hacia mí, como si deseara salir a pasear —Hola… —susurré, acercando mi mano con cautela.
El animal resopló, el aire cálido rozó mi piel y aumentó el contacto sin resistencia.
Sonreí por primera vez en horas.
Sentí que ese caballo entendía esa soledad que llevaba a cuestas, que nadie más parecía ver.
Busque entre los aperos de montar que estaban ordenados sobre los bancos de madera.
El olor del cuero curtido me envolvió, fuerte y familiar.
Tomé una silla de y las riendas, recordando cada gesto aprendido tiempo atrás, en otra vida que parecía lejana.
Mis manos trabajaban casi en automático, seguras pese al temblor que me recorría el cuerpo.
El caballo permaneció quieto, paciente, mientras yo colocaba la manta sobre su lomo, ajustaba el cuero de la montura y apretaba las cinchas.
El sonido de las hebillas y las correas se mezclaba con mi respiración agitada.
Colocar las riendas fue el último paso, y al hacerlo, mis dedos temblaron de una emoción extraña… libertad.
Me alejé un paso para contemplarlo.
Allí estaba, preparado para mí, como si hubiera esperado todo ese tiempo con ganas incontrolables de salir.
Apoyé la frente suavemente en su cuello caliente y dejé que mi respiración se acompasara con la suya.
—Vamos a dar un paseo pequeño.
El corazón me latía desbocado mientras revisaba las caballerizas en busca de algo que me sirviera.
No podía marcharme así, con las manos vacías.
Encontré, colgado en un estante de madera, un pequeño morral de tela.
Dentro había manzanas rojas, aún brillantes, y unos terrones de azúcar envueltos en papel encerrado.
Sonreí apenas.
No era para mí: era para él, para ganarme del todo su confianza.
El caballo me observaba, expectante.
Su imponente altura me hizo tragar saliva.
Era enorme.
Su lomo parecía inalcanzable para alguien como yo, pequeño y frágil en comparación.
—Vas a ponerme a prueba, ¿verdad?
—susurré, acariciando su hocico.
Le di un terrón de azúcar.
El chasquido de sus dientes al morderlo me estremeció, pero sus ojos brillaron con confianza.
Acaricié su cuello firme, sintiendo el calor que irradiaba bajo el pelaje oscuro.
Apreté los labios, decidida.
Tomé impulso apoyando un pie en el estribo, pero el caballo resopló y movió el lomo, haciéndome perder el equilibrio.
—¡No, espera!
—exclamé, cayendo de espaldas sobre la paja entre risas ahogadas y un quejido.
El animal me miró con algo que juraría era diversión.
Rodé los ojos y me puse en pie, sacudiendo la falda y la dignidad.
Probé otra vez.
Esta vez me sostuve con ambas manos de la montura, levanté la pierna con torpeza, ya fuerza de empuje y voluntad, logré subirme, aunque con un suspiro entrecortado.
Sentí mis botas ajustarse a los estribos y, de pronto, estaba arriba, sobre aquella criatura majestuosa.
Mi respiración tembló, pero el poder bajo mis piernas me erizó la piel.
Apreté suavemente las riendas.
El caballo avanzó con paso firme, pesado, resonando contra las piedras del suelo.
Cruzamos las puertas laterales de las caballerizas, y el aire fresco me tocó de lleno en el rostro.
El sol estaba alto, bañando de oro los muros y el camino de tierra.
Lo conduje hacia el sendero, con cuidado al principio.
El galope bajo fue como un latido acompañado, mi cuerpo aprendiendo a seguir el movimiento.
Me aferré con fuerza a las riendas, y poco a poco, él fue ganando confianza… y yo también.
El paso se volvió trote, y luego, sin aviso, el corcel azabache se relinchó y se lanzó al galope.
El viento me azotó, feroz, arrancando carcajadas de mis labios que no recordaba haber tenido en años.
Sentí cómo el moño que sujetaba mi cabello se soltaba.
Mi cabello se liberó, bailando con la fuerza del viento como un río de fuego bajo el sol.
Golpeaban mi espalda, rozaban mi rostro, brillaban como si el cielo mismo se reflejara en cada hebra.
El paisaje se volvía un torbellino de verdes y ocres, los árboles pasaban como centinelas, y el sonido de los cascos contra la tierra era un eco salvaje que llenaba el mundo.
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