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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 113

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  4. Capítulo 113 - 113 Todo tiene un toque de magia
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113: Todo tiene un toque de magia 113: Todo tiene un toque de magia El galope del caballo me llevó más lejos de lo que pensé.

El aire fresco cortaba mis mejillas, y con cada respiro el olor a pino y tierra húmeda se mezclaba con la dulzura de las manzanas que llevaba en la bolsa.

No me detuve hasta que el ruido del castillo quedó atrás, apenas un recuerdo distante cubierto por el murmullo del bosque.

Los cascos resonaban contra la hierba y la tierra blanda, hasta que el camino comenzó a estrecharse entre los árboles.

El caballo, imponente y nervioso al principio, ahora parecía guiarme, como si supiera exactamente a dónde quería llevarme.

Sus orejas se movían inquietas, escuchando sonidos que yo aún no podía percibir.

Y entonces lo vi.

El bosque se abrió en un claro, como si los árboles hubieran decidido inclinarse y apartarse para proteger un secreto.

Frente a mí, una antigua cabaña se alzaba junto a un lago de aguas cristalinas, alimentada por la caída plateada de una cascada.

El sol atravesaba las hojas altas, derramando haces de luz dorada que hacían brillar el agua como diamantes rotos.

La cabaña, aunque vieja y desgastada por el tiempo, conservaba una dignidad callada.

La madera, ennegrecida por la humedad y los años, estaba cubierta de enredaderas y flores silvestres.

Ventanas de vidrio empañado reflejaban la luz del lago, y la chimenea, aunque apagada, parecía guardar historias olvidadas.

Había un aire de magia en todo aquello, como si el lugar hubiera quedado atrapado fuera del tiempo, esperando a que alguien lo encontrara.

El caballo bufó suavemente, bajando la cabeza hacia el lago, como si también reconociera la calma que envolvía aquel rincón oculto de la manada.

Yo, aún montada, solté la bolsa y tomé una de las manzanas, acariciando la fuerte mandíbula del animal antes de darle el fruto.

Mientras masticaba, yo contemplaba aquel refugio con los ojos abiertos de par en par.

Era un santuario.

Un espacio secreto dentro del territorio, pero apartado del ruido, de las órdenes, de la guerra que siempre pareció flotar en los muros del castillo.

Allí, entre la cascada y el murmullo de los árboles, por un instante sentí que podía volver a respirar.

El caballo bufó con suavidad cuando detuve su galope frente a la cabaña.

Era tan grande que tuve que inclinarme hacia adelante para alcanzar las riendas y obligarlo a frenar.

Me reí un poco de mi torpeza, bajando con un salto que terminó en un tropiezo mal calculado; Aún así, aterricé de pie, acariciando su cuello ancho y fuerte.

—Tranquilo, grante, ya hemos llegado —susurré mientras lo llevaba hasta un viejo tronco a un costado de la entrada.

Lo até con un nudo firme, y el animal, como si supiera que ese lugar era seguro, inclinó la cabeza y resopló satisfecho.

Rebusqué en el morral y saqué una jugosa manzana roja, que devoró con un chasquido, mientras mi mano acariciaba su pelaje negro, brillante como obsidiana.

Pero no podía detenerme por mucho tiempo.

La cabaña me llamaba.

Le eché un último vistazo al semental y empujé la puerta con cautela.

Esperaba un chirrido, pero no hizo el más mínimo sonido.

Y al entrar, lo primero que pensé fue que aquel lugar no podía ser normal.

No había polvo.

Ni una mota en las mesas, ni telarañas en las esquinas.

La cocina se extendía amplia, dominada por una isla enorme hecha de un tronco partido a la mitad, pulida hasta brillar como acero bruñido.

A un costado, la alacena vacía mostraba repisas impecables, como si alguien hubiera pasado la mañana ordenándolas.

El ambiente tenía un calor acogedor que no podía venir solo de la madera: en una de las paredes, una chimenea de piedra se alzaba sólida, con restos de brasas que parecían encendidas hacía apenas unas horas.

Frente a ella, una pequeña sala con dos sillones de cuero oscuro esperaban, girados uno hacia el otro, como si hubieran sido testigos de una conversación interrumpida.

Un poco más allá, un comedor diminuto con solo dos sillas permanecía intacto, la mesa desnuda y reluciente, como si guardara el inicio de una velada que nunca ocurrió.

Al levantar la mirada, descubrí unas escaleras de madera que subían desde un rincón junto a la cocina.

El segundo piso se mantenía en penumbras, inaccesible a mi curiosidad; Decidí no subir, aunque el silencio allá arriba me llamaba.

Lo que sí me atrajo fue la pared contraria, tapizada de estantes rebosantes de libros de cuero envejecido y pergaminos enrollados.

Justo bajo una ventana alta y arqueada, había un diván cubierto de cojines, dispuesto de tal manera que invitaba a perderse en la lectura con la luz dorada del sol bañando las páginas.

Un escalofrío me recorrió al comprenderlo.

—Aquí hay magia… definitivamente —murmuré, recorriendo con la yema de los dedos la superficie impecable de una mesa que parecía recién ilustrada.

El olor también me sorprendió.

No era humedad, no era bosque.

Era un aroma profundo y penetrante, como sal de mar impregnada en la madera.

Algo imposible, considerando que el océano quedaba a días de distancia.

Mi curiosidad me empujó a explorar un poco más.

En la parte trasera, descubre otra puerta.

La abrí y me quedó boquiabierta.

Un pequeño porche de madera se extendía sobre el lago, tan pulido que brillaba como si la luz misma lo hubiera acariciado.

El agua, cristalina, dejaba ver peces plateados deslizándose entre rocas y algas que parecían brillar con un fulgor sobrenatural.

Y al fondo, la cascada descendía como un velo de plata líquida, cayendo con un murmullo hipnótico que sonaba más una canción que a ruido natural.

Me quedé quieta, respirando profundo.

El aire era distinto allí: cargado de magia.

Lo sentía palpitar en cada mota de luz que danzaba sobre la superficie del lago, en cada hoja que se mecía como siguiendo un compás secreto.

Y, de pronto, me invadió un deseo arrollador, infantil y puro: quería sentir el agua en mi piel.

Quería que ese mundo perfecto me tragara un instante y borrara todo lo demás.

Sin pensarlo demasiado, llevé mis dedos al corsé y comencé a desatarlo.

La seda resbaló sobre mis hombros con un susurro suave, las botas cayeron pesadas sobre la madera, la ropa interior se deslizó como un pétalo rendido al viento.

Una a una, las prendas quedaron atrás, se dispersaron sobre el porche, hasta que mi piel quedó desnuda, erizada por una mezcla de timidez y libertad.

El primer contacto con el agua me arrancó un jadeo.

Estaba tibia, envolvente, como si la cascada hubiera guardado calor del sol solo para mí.

Avancé despacio, dejándome cubriera hasta la cintura, hasta el pecho, hasta hundirme por completo.

El mundo se apagó bajo la superficie: solo quedaba el tamborileo de mi corazón y el burbujeo suave rodeándome.

Emergí con los rizos dorados pegados a mis mejillas, gotas resbalando por mi rostro, y una risa suave escapó de mis labios.

Por primera vez en mucho tiempo, no me sentí prisionera, ni vigilada, ni marcada.

Era solo yo.

Yo y un lago que parecía guardar secretos antiguos en cada ola luminosa.

Me dejé flotar boca arriba, los brazos abiertos, el sol acariciando mi rostro como una caricia materna.

A ratos me giraba y nadaba de frente, cortando la superficie con lentitud, sintiendo cómo el agua acariciaba cada curva de mi cuerpo.

Era ligera, ingrávida, libre.

Cerré los ojos un instante, flotando, y murmuré al aire como si nadie pudiera escucharme: —Podría quedarme aquí para siempre… No esperaba respuesta.

Y, sin embargo, llegó.

—No imaginé encontrarte aquí.

El corazón me dio un vuelo.

Abrí los ojos de golpe, salpicando agua al incorporarme.

Giré la cabeza, y allí estaba.

Esteban.

De pie, a pocos pasos de la orilla, bajo la sombra de los árboles.

Su figura se recortaba contra la luz filtrada, alta, firme, como si el bosque mismo lo hubiera invocado.

Sus ojos me atravesaban con una mezcla de sorpresa y picardía, como si el agua que me cubría no bastara para ocultarme de él.

Instintivamente crucé los brazos sobre mi pecho, aunque el lago ya me cubría hasta los hombros.

El rubor subió rápido a mis mejillas, junto con el pulso desbocado en mi garganta.

—¿Qué… qué haces aquí?

—pregunté con un hilo de voz, odiando lo vulnerable que sonaba.

Él no respondió al instante.

Avanzó un poco más, lo justo para que la luz del sol acariciara sus facciones, y entonces lo vi: la media sonrisa dibujada en su rostro.

No era burla, no era ternura.

Era peligrosa.

Como si hubiera descubierto algo que no debía.

La voz de Stephan me atravesó como un susurro prohibido.

— Deberías hacerte la misma pregunta.

Este lugar… no es precisamente fácil de encontrar.

La corriente del lago se arremolinó suavemente a mi alrededor, como si intentara protegerme, pero yo sabía que no era el agua la que me envolvía: era él.

Stephan tenía esa forma extraña de llenar el espacio, de hacerlo más pequeño, más denso, hasta que cada respiración parecía compartida.

Me giré, dándole la espalda mientras flotaba de nuevo, intentando que el murmullo de la cascada acallara mi corazón desbocado.

Pero era inútil.

El lago, que momentos antes me había parecido infinito, ahora parecía reducido al espacio exacto donde me alcanzaba su mirada.

Lo escuché avanzar.

El crujido de la hierba húmeda bajo sus botas fue suficiente para tensar cada músculo de mi cuerpo.

—¿Qué hace la Luna del castillo tan lejos… y sin guardias?

—preguntó, con un brillo en los ojos que jamás le había conocido.

Tragué saliva, luchando por mantener la voz firme.

—Nunca tengo guardias conmigo.

Mis palabras fueron un hilo de aire.

Me dirigí hacia el porche, chapoteando suavemente, mientras él caminaba en paralelo por la orilla.

No me rozaba, no me hablaba, y aun así cada uno de sus pasos tenía el peso de una vigilancia que no podía sacudirme de encima.

Era como si no me dejara escapar.

Al llegar a la escalera de madera, el calor subió a mis mejillas hasta doler.

El vestido esperaba sobre una roca, doblado con precisión casi cruel.

Inspirado hondo.

—Stephan… por favor, voltéate.

Él me mantuvo la mirada un segundo demasiado largo.

En sus ojos oscuros había algo indescifrable, como si disfrutara al ponerme al límite.

Al final, con un gesto lento y cargado de tensión, obedeció.

Su espalda recta se convirtió en un muro imponente frente al lago.

Emergí del agua con torpeza, el aire frío erizando mi piel desnuda.

El agua resbalaba en hilos brillantes por mi cuerpo, marcando cada curva con descaro antes de caer en la madera.

Me apresuré a tomar el vestido, pero mis manos temblaban tanto que apenas podía atar el corsé.

La seda mojada se pegaba, torciéndose, y mi cabello empapado chorreaba sin piedad sobre la tela clara.

—Ya está… —murmuré, aunque el desorden de mi atuendo me delataba.

Giré apenas para recoger mis botas… y lo vi.

Stephan ya no me daba la espalda.

Sus ojos me recorrían con una calma letal, oscura, como si el bosque entero lo hubiera convocado solo para presenciar ese momento.

No había burlado en su mirada.

No había lujuria vulgar.

Era algo peor: deseo de contenido, hambre de posesión.

Reconocí en él un eco de Lucian, pero distinto, más silencioso, más peligroso.

El calor me subió hasta la garganta.

La tela mojada revelaba demasiado: los pechos delineados con descaro, la curva de la cintura marcada, las caderas insinuadas a cada movimiento.

Quise cubrirme con los brazos, pero el daño ya estaba hecho.

Stephan arqueó una ceja, y esa leve mueca bastó para que la sangre me hirviera de vergüenza.

Pero en vez de hacer un comentario, se acercó.

Su andar era lento, calculado, como si cada paso fuera un desafío.

Cuando estuvo a un palmo de mí, alargó la mano y, con una suavidad insultante, me tomó de la barbilla.

El contacto fue un choque eléctrico.

Mi respiración se entrecortó al sentir cómo su pulgar rozaba apenas mi piel húmeda, obligándome a alzar el rostro hacia el suyo.

Su cercanía era abrumadora: el aroma salino de su ropa, el calor de su cuerpo, la intensidad de su mirada quemándome por dentro.

—Tengo algo que puede ayudar con ese problema… —dijo, su voz grave deslizándose como una caricia peligrosa.

No apartó la mano de mi barbilla.

Esperó, como si quisiera ver hasta dónde me atrevía a sostenerle la mirada, hasta dónde llegaba mi resistencia antes de quebrarme.

Luego, sin darme opción a responder, se apartó con la misma calma y caminó hacia la cabaña.

Su figura era una sombra que la luz filtrada apenas podía tocar, y aún así dejaba un rastro magnético detrás.

—Sígueme.

Mi corazón martillaba, desbocado.

Sabía que si Lucian se enteraba de aquello, el mundo entero estallaría en llamas.

Pero mis pies se movieron solos, siguiéndolo hacia la puerta trasera.

El olor a sal de mar me tocó apenas cruzar el umbral.

Reconocí de inmediato ese detalle: la cabaña era suya.

Y yo… yo había sido arrastrada hasta ella como si el destino me hubiera atado a su órbita desde el principio.

Las dudas se agolpaban en mi mente, pero una certeza ardía más fuerte lo que se había encendido entre Stephan y yo no iba a extinguirse fácilmente.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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