Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 114
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- Capítulo 114 - 114 El delicioso placer del chocolate
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114: El delicioso placer del chocolate 114: El delicioso placer del chocolate Pasé por el marco de la puerta que Stephan sostenía abierta para mí.
Tenía esa mirada pícara y descarada que últimamente había decidido mostrar sin vergüenza alguna, como si disfrutara del efecto que provocaba en mí.
El calor de la cabaña me envolvió al instante, y con él, ocurrió lo imposible: tanto mi ropa como mi cabello, aún empapados, se secaron de golpe, como si nunca hubieran tocado el agua.
Stephan cerró la puerta que daba al lago con suavidad.
La sonrisa que curvaba sus labios era tan peligrosa y luminosa que podía derretir glaciares enteros si él así lo deseaba.
No sabía si reaccionara a mi desconcierto, o si disfrutaba viéndome al borde de desarmarme con cada secreto suyo que salía a la luz.
Quizás, solo quizás, estaba dispuesto a compartir conmigo lo que otros se empeñaban en ocultarme.
—¿Cómo…?
—pregunté apenas en un susurro.
—Magia —respondió, como si fuera lo más trivial del mundo.
Deje mis botas junto a la entrada.
Aunque estaban completamente secas, caminar descalza sobre el suelo cálido de madera me provocó una sensación extraña: cosquillas en la planta de los pies y, al mismo tiempo, una inesperada tranquilidad.
Stephan, sin decir palabra al principio, cruzó el salón.
El fuego de la chimenea proyectaba su sombra alta contra la pared, haciendo parecer aún más imponente.
Se detuvo frente a una repisa y tomó un frasco pequeño de cristal.
Dentro, un líquido ámbar atrapaba la luz como si estuviera vivo, lanzando destellos dorados sobre sus dedos largos.
Fue entonces cuando me fijé en su atuendo.
Llevaba una camisa blanca amplia, de esas que se abomban en el pecho y las mangas, como sacadas de un retrato antiguo de piratas.
Encima, un chaleco de cuero café marcaba la línea de sus hombros y su cintura.
El pantalón negro, ajustado, remarcaba la firmeza de sus movimientos, y al girarse un poco para alcanzar dos copas, vi asomar sobre su espalda la empuñadura de cuchillos bien ocultos en un arnés.
No eran simples adornos.
Stephan parecía estar preparado para la guerra.
Incluso aquí que parecía ser un refugio fortificado con Magia.
—Bebe un poco de esto —dijo, acercándose a mí y extendiéndome una copa con la seguridad de quien sabe que no le dirán que no.
— ¿Qué es?
—pregunté, mi voz más baja de lo que esperaba, como si la cabaña devorara mis palabras.
Él se inclinó un poco más, fijando sus ojos miel en los míos sin apartarse ni un instante.
La distancia entre nosotros desaparecía como arena arrastrada por el mar.
Por un momento regresó a aquella tarde de verano cuando lo conocí.
El calor abrasador caía sobre la playa de Rosarito, y el aire olía a sal, cerveza y humo dulce de marihuana.
Había cuerpos bronceados riendo en la orilla, tablas clavadas en la arena y música distorsionada que competía con el rugido del oleaje.
Yo apenas me levantaba sobre la tabla, tratando de tomar la ola, cuando las puntas de nuestras tablas colisiaron y la ola termino arrastrándonos en un torbellino de espuma y sal.
Salimos a la superficie forcejeando, él intentando sujetarme creyendo que era un chico.
Un jalón, un respiro agitado, y en el momento en que me empujó contra la tabla para estabilizarme, sus ojos se toparon con los míos.
Azules, brillando bajo el sol y el agua.
Ahí se quedó quieto, mudo, como si todo el ruido de la playa hubiera desaparecido.
Fue la primera vez que vi esa sonrisa suya, dulce y arrolladora, como si acabaría de encontrar algo que llevaba demasiado tiempo buscando.
Volví en mí de golpe, el fuego de la chimenea devolviéndome al presente.
Stephan seguía ahí, tendiéndome la copa, y su mirada tenía exactamente la misma intensidad de aquella tarde.
—Algo que calmará el frío —contestó con suavidad, aunque su tono me erizó la piel, porque no estaba segura de si hablaba del frío en mi cuerpo… o en mi alma.
El rubor me toco de inmediato.
Tragué saliva y acepté la copa.
El líquido ardió en mi lengua como fuego líquido antes de deslizarse tibio por mi garganta.
Una ola de calor recorrió mi pecho y mis brazos, obligándome a cerrar los ojos.
Cuando los abrí, Stephan ya estaba más cerca.
No lo había escuchado moverse, pero su sombra se proyectaba ahora junto a la mía, unidas en la pared iluminada por el fuego como si fueran inseparables.
—No creas que no tenemos que hablar —murmuré, apretando la copa contra mí, intentando usarla como un muro, como si el cristal pudiera mantener a raya.
Él me regaló una sonrisa ladeada, peligrosa y encantadora a la vez.
Se recargó con naturalidad en uno de los postes de la cabaña, con los brazos cruzados y la sonrisa perfecta jugando en sus labios.
Sus ojos miel, atentos, se clavaban en mí como si el resto del mundo careciera de importancia.
—Dime, Caperucita —susurró con un brillo juguetón que me hizo estremecer.
El apodo me golpeó con fuerza, porque era así como me llamaba Lucian.
Y sin embargo, en sus labios sonaba distinto, más íntimo, más suyo—.
Responderé todas las preguntas que quieras.
—¿Por qué no me dijiste que eras de la manada?
—pregunté con las manos en la cintura, la furia regresando en oleadas, empujada por todas las dudas que me carcomían.
Él se separó del poste con un movimiento lento y seguro, caminando hacia la pequeña sala junto a la chimenea.
—No sabía que tú conocías a mi manada —contestó, dejándose caer en el sillón rojo de terciopelo, que lo recibió como amor—.
Ven aquí, junto al calor.
Rodé los ojos, convencida de que estaba evadiendo mis preguntas, ganando tiempo con esa sonrisa suya que parecía disfrutar de mi impaciencia.
Dejé la copa sobre la isla de la cocina —un tronco pulido que brillaba bajo la luz cálida del fuego— y caminé hasta la pequeña sala.
Me senté en el suelo, con las piernas cruzadas en forma de indio, frente a él y con la chimenea a mi costado, como si así pudiera demostrar que estaba en control.
Pero lo cierto era que, por dentro, sabía perfectamente que no lo estaba.
—Esta es tu cabaña?
—pregunté, aun sabiendo la respuesta, aunque en ese momento me sorprendió darme cuenta de que no estaba tan molesta con él como había esperado.
—Sí —respondió con una voz aterciopelada, tan suave y deliciosa que fue como un susurro acariciándome por dentro—.
Hace muchos años la encontré y la restauré.
Se deslizó con calma desde el sillón hasta quedar sentado frente a mí.
Su movimiento fue tan natural que no tuve tiempo de apartarme.
Una de sus piernas quedó peligrosamente cerca de mi cuerpo, tan cerca que el calor de su piel atravesaba la tela de mi vestido.
Cuando se inclinó hacia delante, su respiración rozó la mía, envolviéndome con un aroma salado y fresco, como el mar al atardecer.
Ese olor me arrastró sin compasión a los recuerdos de aquellas tardes de verano en la playa, donde todo parecía posible.
— ¿Cómo soportas estar lejos del mar?
—pregunté sin pensar.
Las palabras se escaparon de mis labios antes de que pudiera detenerlas.
Tal vez era algo que me había estado atormentando en silencio, y solo hasta ese instante lo reconocí.
Él arqueó una ceja y me regaló una de esas sonrisas ladeadas que encendían mi estómago como brasas.
—No lo hago —confesó con una sinceridad tan ligera como devastadora—.
Por eso me marcho por largos períodos.
Un enjambre de mariposas descaradas revoloteó en mi vientre, obligándome a apartar la mirada hacia las llamas de la chimenea, como si el fuego pudiera salvarme de esa intensidad que me derretía desde dentro.
— ¿Eso es todo?
—dijo con descaro, una sonrisa pintada en sus labios como si disfrutara del juego—.
Creí que me atacaría con preguntas.
No entendía qué me ocurría.
Sentía mi cuerpo relajado, como si todas las cargas que llevaban hubieran desaparecido: mi abuelo muerto, mi madre atrapada en un manicomio, Lucian con su sombra y sus secretos.
Nada de eso importaba en ese instante.
Solo me importaba el calor delicioso de la chimenea, el murmullo constante de la cascada a lo lejos, el suave canto de los pájaros y el crujido del viento meciendo las ramas del bosque.
Todo estaba impregnado de un aroma embriagador que parecía envolvernos, etéreo, casi mágico.
Stephan soltó una carcajada suave que me arrancó de mi ensoñación.
El sonido me recorrió como una caricia.
—Eso, querida Caperucita —susurró, inclinándose hacia mí, mientras tomaba mi barbilla entre sus dedos con un gesto delicado pero firme—, es el efecto que tiene mi cabaña.
Parpadie un par de veces tratando de entender lo que me estaba diciendo, el deslizo su dedo índice por mi quijada y bajo por mi cuello suavemente, una corriente eléctrica atravesó mi espina dorsal mientras su dedo seguía bajando por mi hombro desnudo, ahogue un gemido indente mordiendo mi labio, sus ojos seguían sin apartarse de mi.
—Toda esta cabaña esta impregnada de magia.
Con un gesto, casi perezoso, subió la manga caída de mi vestido a su lugar, como si quisiera recordarme que era dueño del juego lento, que él decidió hasta dónde llegamos.
Yo me quedé inmóvil, con el corazón desbocado y los labios secos, odiando y amando al mismo tiempo la forma en que podía desarmarme con un solo roce.
Tenia que recordarme constantemente que yo era una mujer casada y nada menos que con su hermano.
—¿Magia?
¿Qué clase de magia?
—pregunté, atrapada en esos ojos que parecían tragarse el fuego de la chimenea y devolverlo multiplicado.
—De la que puede darte todo lo que necesitas —susurró él, y cada palabra fue acompañada por el roce lento de su dedo sobre mi piel—.
Calor… protección… privacidad… calma.
—Aparte de mi cuello un mechón húmedo, dejándolo al descubierto, y mi respiración se trabó al sentir el aire frío acariciando la marca de Lucian—.
Y si quieres… hasta podrías esconderte de tu compañero.
Su rostro descendió con una lentitud calculada, y antes de que pudiera apartarme, su mano se cerró firme en la parte posterior de mi cabeza, sosteniéndome con autoridad sin llegar a lastimarme.
La otra se apoyó en mi hombro mientras su nariz se deslizó descaradamente contra la piel de mi cuello.
Aspiró profundo, como si quisiera grabar mi aroma en lo más hondo de su ser.
El calor de su aliento me erizó hasta el último vello del cuerpo.
Entonces su lengua rozó mi piel, lenta, provocadora, lamiendo justo sobre la cicatriz de la marca de Lucian.
Un gemido se formó en mi garganta, que logré reprimir apretando los labios, pero mis temblores me delataron.
Stephan rió suavemente contra mi cuello, el sonido grave y vibrante que me recorrió entera.
Sus dientes dieron pequeños mordiscos juguetones a la marca, como si se burlara de la autoridad de mi compañero, y luego enterró su nariz en mi cabello, inhalando con descaro una última vez.
Finalmente, me soltó con una naturalidad insultante, como si no hubiera hecho nada, como si no hubiera incendiado cada fibra de mi cuerpo.
Tragué saliva, intentando fingir indiferencia, obligando a mis labios a formar palabras aunque mi voz se quebró, impregnada del deseo que no pude ocultar.
Quise sonar firme, pero cada sílaba revelaba lo que sus caricias acababan de despertar en mí.
—¿Tienes magia… como Lucian?
—Sí —su voz descendió un tono, grave, con una oscuridad que me erizó la piel—.
La heredada de mi familia, la Oscura.
—Hizo una pausa, su dedo vagando desde mi clavícula hasta levantar de nuevo mi barbilla—.
Pero también tengo la otra.
—¿La otra?
—Mi curiosidad me traicionó, escapándose antes de que pudiera controlarla.
—La que se manifiesta.
La que hizo que tu furia se apagara hace un momento.
—Sonrió de lado, con esa tranquilidad descarada que lo hacía parecer dueño de todo lo que me rodeaba—.
La que logra que te relajes… incluso ahora.
Un estremecimiento me recorrió la espalda.
Tenía razón.
Esa extraña calma que había sentido al llegar… era obra suya.
—¿Por qué te escondes aquí?
—pregunté, con voz más suave de lo que hubiera querido.
—No me escondo, caperucita.
—Sus dedos regresaron a mi barbilla, obligándome a sostenerle la mirada—.
Este es mi refugio.
Y ahora… también puede ser el tuyo.
Iba a protestar, a apartar su mano, a decir algo que recuperara terreno, pero en ese instante, frente a nosotros, apareció una charola de plata que casi me robó el aliento.
Sobre ella se acomodaban bombones esponjosos, manzanas bañadas en caramelo rojo brillante, fresas frescas que parecían recién cortadas, galletas doradas y barras de chocolate que esperaban derretirse entre ellas.
También había otra copa llena de aquel líquido ámbar que él me había ofrecido antes, brillando como fuego embotellado.
La tomé casi con desesperación y el bebe de un solo trago.
El calor me recorrió de inmediato, encendiendo mis mejillas en un rubor que no pude ocultar.
Stephan soltó una carcajada profunda, cálida, que me erizó aún más la piel.
—Tranquila, caperucita… —dijo mientras llenaba de nueva mi copa—.
Si sigues así, no te quedará más remedio que dormir aquí conmigo esta noche.
Sentí que el calor me subía hasta la raíz del cabello.
Aparté la vista, pero no pude borrar la sonrisa torpe de mis labios.
Él tomó una manzana cubierta de caramelo, la partió con un movimiento ágil de la daga que llevaba a la espalda, y me ofreció un trozo, sosteniéndolo con dos dedos frente a mi boca.
Dudé, mi pulso retumbando en mis sienes, hasta que el brillo juguetón de sus ojos me hizo inclinarme.
El azúcar se pegó a mis labios, y cuando mi lengua lo rozó, Stephan soltó una risa grave.
—Eso es… así me gusta.
La vergüenza me abrasó las mejillas, y para disimular el tomé de sus manos y mastiqué rápido.
Pero él no me dio respiro.
Colocó un bombón sobre una galleta, derritió el chocolate en el fuego y lo dejó caer con descaro, provocando que el dulce líquido chorreara por sus dedos.
—Tu turno —dijo, y antes de que pudiera tomarlo, él mismo lo acercó a mis labios.
El chocolate tibio me ensució la comisura y él lo limpió con su pulgar, rozando suavemente mi boca antes de llevarse el dedo a los labios y probarlo él mismo.
El aire se volvió demasiado espeso.
Mis manos temblaban sobre mis rodillas, mi respiración se aceleraba sin control.
Todo en él, desde la forma en que reía hasta el modo en que sus ojos me devoraban sin disculpas, era un recordatorio cruel de que Stephan no solo jugaba conmigo.
Poco a poco, estaba reclamando un lugar dentro de mí.
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