Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 115
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- Capítulo 115 - 115 Trote del pecado
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115: Trote del pecado 115: Trote del pecado La tarde se me había escapado de las manos sin que me diera cuenta.
El sol descendía perezoso detrás de los árboles y el cielo, antes azul, se teñía ahora de tonos rojizos y violetas que parecían incendiar la superficie tranquila del lago.
El aire fresco se colaba entre las ramas y rozaba mi piel, despejándome apenas un poco.
Aun así, la ligereza en mi cabeza me delataba: todo se movía más lento, como si el mundo hubiera decidido jugar a confundirme.
No estaba completamente ebria, no al punto de perderme en un vacío sin conciencia, pero sí lo suficiente para sentir ese cosquilleo tembloroso en el cuerpo, esa calidez que suaviza las sonrisas y derriba con sigilo las defensas.
—Ya es momento de que regrese —murmuré, tratando de sonar firme mientras me incorporaba.
El suelo me pareció menos estable de lo que recordaba, y la torpeza me acompañó hasta que logré encajar los pies en mis botas.
Stephan estaba apoyado contra la puerta principal de la cabaña, con los brazos cruzados, como si hubiera estado esperándome desde siempre.
La penumbra del atardecer perfilaba su silueta, y esa media sonrisa que se dibujaba en su rostro me sacaba de quicio.
Me miraba como si fuera un premio que aún no reclamaba, como si jugara conmigo en silencio.
—No puedes irte sola en este estado —replicó con calma, sin mover un músculo.
—Estoy bien —protesté, aunque mi voz sonó más ligera, casi risueña, traicionándome.
—Estás claramente borracha.
Su voz parecía juguetear con mi mareo: a veces la escuchaba demasiado cerca, a mi derecha, otras se deslizaba a mi izquierda.
—Solo un poco… mareada —admití con una risita que se me escapó sin permiso, mientras lo apartaba con el hombro para abrirme paso hacia el bosque.
El aire de la tarde, más fresco, me recibió con un escalofrío.
Escuche sus pasos firmes detrás de mí.
No me dejó avanzar sola ni un instante.
—Mareada, ebria o borracha —insistió—.
No pienso dejar que atravieses el bosque sola.
Me detuve, apretando los labios y sacudiendo la cabeza para reunir algo de firmeza.
—Tengo un caballo.
No estoy sola.
—Eliza… —su tono cambió, bajó la voz hasta volverla casi una caricia, persuasivo, imposible de ignorar—.
No puedo permitirme dejarte ir.
Mi caballo resopló a pocos metros, como si percibiera la tensión que nos envolvía.
El sonido fue un alivio, una excusa para apartar la mirada de Stephan.
Me acerqué, tomé las riendas con manos inseguras y coloqué un pie en el estribo, dispuesta a subir como siempre.
Pero antes de que pudiera hacerlo del todo, sentí unas manos firmes cerrarse en mi cintura.
—¡Esteban!
—reclamé, aunque mi voz salió rota por una risa nerviosa que no supe contener.
Me levanté con una facilidad que me resultó insultante, como si mi resistencia no significara nada.
Y, en efecto, no me acomodó en mi lugar habitual, sino en el suyo.
Me senté delante de él, y mi espalda chocó contra la solidez de su pecho.
El calor que desprendía su cuerpo me envolvió de inmediato, chocando con la brisa fresca de la tarde como un golpe de realidad que me hizo contener el aliento.
Sus brazos se extendieron a ambos lados de mí, seguros, decididos, para tomar las riendas.
La cercanía era abrumadora.
Mi corazón latía desbocado, y la mezcla de vino, aire frío y su proximidad me hacía sentir atrapado entre el vértigo y una extraña calma.
—Así puedo asegurarme de que no te pase nada —susurró contra mi oído.
Su respiración cálida me recorrió la piel, provocando un escalofrío que me estremeció entera.
Mi cuerpo se tensó, queriendo protestar, pero la sensación de estar atrapada entre su calor y la fuerza de sus brazos hizo que mis palabras se enredaran en mi garganta.
—Esto no es necesario… —dije al fin, aunque sonó más como un suspiro que como una objeción.
—Claro que lo es —replicó él, y con un ligero movimiento de las riendas, el caballo comenzó a andar, llevándome con él hacia el sendero oscuro del bosque.
El caballo avanzaba a un trote ligero, constante, que hacía vibrar cada músculo bajo la montura.
El ritmo me obligaba a equilibrarme suavemente contra Stephan, demasiado cerca, demasiado consciente de su cuerpo pegado al mío.
—Curioso —murmuró con un deje divertido, su voz rozándome la nuca—.
¿Sabías que este caballo es mío?
Parpadeé, sorprendida.
—¿Tuyo?
-Si.
Fue bastante interesante descubrirlo cuando fui a buscarlo a las caballerizas y no lo encontré.
—Su pecho vibró contra mi espalda con una risa grave, casi provocadora—.
Me pregunto cómo llegaste a él.
El rubor me subió a las mejillas, aunque no estaba segura si era por su comentario o por la cercanía sofocante entre los dos.
El trote del animal no ayudaba: cada sacudida suave me hacía rozar aún más con Stephan, y el calor entre nuestros cuerpos se volvía insoportable.
Intenté mantener la espalda recta, la compostura intacta, pero pronto lo sentí… el leve, inconfundible bulto que presionaba contra mí centro con cada movimiento del caballo.
Mi respiración se entrecortó, y apreté los labios con fuerza, tratando de no delatarme.
Él, en cambio, tensó la mandíbula.
Su agarre en las riendas se aguantó apenas, como si luchara contra algo.
El silencio se volvió pesado, cargado de un deseo reprimido que ni la brisa fresca del bosque podía disipar.
Me mordí el labio, reprimiendo un escalofrío que no venía del frío.
El equilibrio del trote nos mantenía unidos de una forma que no podía considerarse un accidente.
Sentía su respiración hacerse más profunda, más pesada contra mi cabello, y su cuerpo endurecido detrás del mío era la prueba de que él también estaba atrapado en esa tortura silenciosa.
No dije nada.
No podía.
Porque si lo hacía, temía que mi voz delatara el temblor que recorría mi cuerpo entero.
El trote seguía, cadencioso, y yo luchaba por no perder la compostura.
Stephan aflojó ligeramente el control del caballo, guiándolo ahora con una sola mano en las riendas.
La otra, descarada, se deslizó a mi cadera, sujetándome con firmeza como si temiera que me escapara.
—Con ese equilibrio… —susurró contra mi oído, su voz baja y aterciopelada— no sé cuánto más vas a poder resistir, pequeña caperucita.
El calor me subió al rostro de inmediato.
Sentí su palma presionar mi costado, el calor de su mano atravesando la tela de mi vestido, quemando.
El roce era tan evidente que un escalofrío recorrió mi piel y tuve que morderme el labio para no soltar un gemido.
De pronto, lo sentí más cerca.
Su pecho duro contra mi espalda, su respiración profunda contra mi cabello.
Hundió la nariz entre mis hombres sueltos, aspirando mi aroma con una intensidad que me hizo estremecer.
El aire frío del bosque se volvió irrelevante; lo único que existía era esa boca tan cerca de mi cuello, ese calor masculino pegado a mi cuerpo.
Cada vez que sus dedos se movían en mi cintura, un fuego eléctrico se encendía en mi piel.
Me recorrió con un toque lento, descarado, que subía apenas por mis costillas antes de volver a bajar hasta mi cadera, dejándome sin aire, atrapada entre el caballo y él.
Creí que solo buscaba sujetarme, mantenerme firme.
Pero entonces noté cómo se pegaba aún más, me había percatado cuando estábamos en San Diego que era algo que le gustaba hacer.
Él sonoramente contra mi cuello, la curva de sus labios rozando mi piel sensible, y una risa grave se escapó de su garganta, vibrando directo en mi cuerpo como un eco interno.
Mi piel ardía, cada respiración suya era un roce invisible que me incendiaba por dentro.
Intenté alejarme, inclinándome hacia adelante, casi abrazando al caballo.
En el mismo instante me arrepentí: mi vestido se deslizó aún más arriba, dejando mis muslos expuestos, apenas cubierta por la tela ligera de mi ropa interior.
El aire frío golpeó mi piel, pero el calor que Stephan irradiaba contra mí lo devoró de inmediato.
El gruñó, un sonido bajo, áspero, que me erizó hasta el último rincón del cuerpo.
Antes de que pudiera procesar lo que ocurría, sentí el cambio un roce firme, caliente, imposible de ignorar.
Mi aliento se quebró en un gemido torpedo.
El movimiento del caballo —ese trote rítmico, cadencioso— hacia que su enorme bulto diera deliciosas descargas de placer en mi clítoris.
—Steff… —jadeé, mi voz un ruego apenas disfrazado, escapándose con un sonido gemido que no logré contener.
Su mano se cerró sobre mi hombro, firme, posesiva, mientras mantenía las riendas con la otra.
El castillo apareció a lo lejos entre los árboles, recordándome todo lo que estaba en juego.
El miedo me tocó de pronto: ¿y si Lucian podía sentir esto?
¿Y si sus sentidos de lobo lo traicionaban y descubría lo que yo estaba haciendo, lo que estaba permitiendo?
Temblé, atrapada entre la culpa y el placer, sabiendo que estaba disfrutando descaradamente la compañía de su hermano.
La voz de Stephan me envolvió, grave, oscura, tan cerca de mi oído que la sentí recorrerme la piel: —No te estoy tomando ahora mismo solo porque no quiero que sea de esta manera —susurró, cada palabra impregnada de deseo contenido—.
Pero eso no significa que no vayas a disfrutar del momento.
Las riendas resbalaron de sus manos, cayendo como si el mundo dejara de importar.
Aun así, el caballo no se alteró, avanzaba dócil, como si estuviera acostumbrado a ser testigo mudo de pecados.
Su otra mano se apoderó de mis caderas, sujetándome con una fuerza que no admitía resistencia, y me pegó contra él hasta borrar cualquier espacio entre nuestros cuerpos.
El trote del animal se volvió más intenso, cada sacudida encajaba con precisión cruel, haciendo que su erección presionara cada vez más fuerte contra mí.
Un gemido ahogado se me escapó sin remedio, mi voz quebrada por el placer que me invadía en oleadas.
Stephan comenzó a moverme con intención descarada sobre él, guiándome como si mi cuerpo le perteneciera, como si hubiera estado esperándolo toda su vida.
El roce era un tormento exquisito.
Cada embestida del caballo avivaba una chispa tras otra dentro de mí, encendiendo un fuego que me consumía desde adentro.
Intenté morderme los labios, contenerme, pero mi respiración se volvió errática y pronto los gemidos escaparon sin pudor, sin importar que el bosque pudiera devolverme el eco, sin importar si alguien nos escuchaba.
Me rendí.
El placer me arrastró con la fuerza de una tormenta, y cuando me alcanzó lo hizo de golpe, violento, arrancándome un grito ronco que rompió el aire entre los árboles.
Mis piernas temblaron, mi espalda se arqueó contra su pecho, y la vergüenza se disolvió en la certeza de que ya no podía fingir.
Me movía yo misma, desesperada, buscando más, reclamando lo prohibido con un hambre que no reconocía como mía.
Sentí el jadeo áspero de Stephan en mi oído, el temblor de su cuerpo contra el mío, y su respiración entrecortada a punto de romperse.
Con un par de embestidas más, lo escuché estremecerse detrás de mí, sus músculos tensándose contra mi espalda mientras su propio placer estallaba.
Fue como si el bosque entero contuviera el aliento, sellando nuestro secreto en las sombras, mientras el castillo aguardaba, mudo y eterno, con la promesa de un castigo que tarde o temprano nos alcanzaría.
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