Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 116
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116: Burbujas 116: Burbujas El repiqueteo de los cascos contra la piedra anunció nuestra llegada a las caballerizas.
El sonido se mezclaba con el murmullo del viento nocturno, cargado con el perfume áspero del heno fresco, el cuero curtido de las monturas y la tierra húmeda tras el rocío.
Aromas que normalmente me reconfortaban, que hablaban de hogar y de rutina, pero aquella noche solo avivaban mi mareo.
Mis piernas temblaban todavía, incapaces de distinguir si era por el licor que Stephan había deslizado en mi copa o por lo que acababa de suceder sobre ese mismo caballo.
El calor de su cuerpo seguía grabado en mi piel, un recuerdo ardiente pegado a la espalda.
Me bajó de la montura con la misma facilidad con la que me había subido, como si fuera apenas un peso sin importancia en sus brazos.
Mis botas tocaron el suelo, pero la firmeza me falló; el mundo giró un poco más rápido de lo que podía manejar y casi caí de rodillas sobre el heno.
Una risita torpe se escapó de mi garganta cuando tuve que aferrarme a su brazo para no terminar desplomada en el suelo.
—Shhh, menos ruido —murmuró él, inclinándose hacia mí con esa sonrisa maldita que era pura provocación—.
No querrás despertar a media caballeriza.
—No estoy haciendo ruido… —protesté, demasiado alto para ser un susurro, demasiado suave para sonar convincente.
El tono exagerado me traicionaba y solo conseguía que mi propia queja pareciera un chiste.
Él me guió con calma por el pasillo lateral que conectaba con los jardines traseros.
El castillo se alzaba ante nosotros, solemne y altivo bajo el cielo nocturno.
Sus torres parecían tocar el manto oscuro tachonado de estrellas, y las antorchas encendidas dibujaban sombras titubeantes sobre las paredes de piedra.
Algunas ventanas todavía dejaban escapar la calidez de la luz interior, como ojos vigilantes que podían delatarme en cualquier momento.
Cada sombra me parecía sospechosa, cada crujido de madera un recordatorio de lo fácil que sería que alguien —él— descubriera lo que estaba haciendo, lo que estaba permitiendo.
—Escucha, pequeña fugitiva… —su voz descendió en un murmullo que me erizó la piel, tan cerca de mi oído que tuve que contener una carcajada nerviosa—.
Vas a seguir este pasillo hasta la galería de mármol.
Gira a la izquierda cuando veas el cuadro enorme de tu abuelita con cara de pocos amigos… —No es mi abuelita —me reí, llevándome la mano a la boca como si pudiera tapar el sonido antes de que escapara y retumbara en los muros del castillo.
—Está bien… mi bisabuela —corrigió él con fingida solemnidad, aunque la chispa de diversión le bailaba en los ojos—.
Igual jamás me ha gustado su cara de pocos amigos.
Después de subir las escaleras, segunda puerta a la derecha.
Ahí está tu jaula, mi querida Luna.
Rodé los ojos, aunque la sonrisa se me escapó inevitable, más fuerte que cualquier intento de parecer seria.
—No es una jaula —repliqué, aunque el eco de mi voz en el pasillo y el tambaleo leve de mis pasos me hacían sentir precisamente eso: un pájaro torpe, con las alas mojadas, tratando de volar en línea recta.
—Claro que lo es —murmuró Stephan, inclinándose apenas más, tan cerca que su sombra se confundía con la mía—.
Pero lo bueno de las jaulas es que siempre tienen una llave escondida.
Me mordí el labio para no responderle, porque sabía que si lo hacía iba a terminar perdiendo otra batalla.
Así que me limité a resoplar y dar un par de pasos torpes hacia el pasillo.
—¿Podrás llegar sin romperte la cabeza?
—preguntó, divertido, observando cómo me tambaleaba un poco con las botas sobre el mármol.
—Perfectamente —aseguré con una dignidad fingida, como si estuviera presentándome ante un jurado.
Claro que esa dignidad se desplomó en el instante en que casi choqué de frente contra una columna.
Tuve que extender los brazos como si fueran alas para recuperar el equilibrio, y un bufido de risa se me escapó.
Su tumba carcajada retumbó detrás de mí, persiguiéndome como una caricia burlona.
No se movió, no me siguió; solo se quedó allí, apoyado en las sombras, disfrutando de mi espectáculo.
—No te caigas antes de llegar, caperucita —murmuró, y yo decidí ignorarlo.
El pasillo se abría frente a mí con sus paredes de mármol pulido, iluminadas apenas por antorchas que proyectaban sombras largas y caprichosas.
Cada paso mío resonaba demasiado fuerte en la soledad, como si el castillo quisiera burlarse de mi torpeza.
Me tambaleaba un poco, pero eso no impedía que todo me pareciera más divertido que peligroso.
Pasé junto a un pequeño carrito de servicio abandonado: bandejas de plata con copas vacías, un jarrón con flores mustias y, para mi sorpresa, una cesta con panes olvidados.
La visión me sacó una risa tonta.
—Banquete fantasma —susurré, inclinándome hacia las flores y aspirando su aroma apagado.
Estornudé de inmediato, lo que me provocó otra carcajada, que tuve que ahogar con la mano.
Seguí caminando, arrastrando un poco los pies por el mármol, hasta que encontré otro carrito con botellas de vino alineadas como soldados en formación.
Estuve a punto de detenerme a robar una, pero me acordé de Stephan y de su sonrisa maldita, y apreté los labios para no darle más motivos de burla.
Al subir las escaleras, el mareo se intensifica.
Cada peldaño parecía más alto de lo normal, como si el castillo jugara conmigo, alargándose a propósito.
Me aferré al barandal, riendo bajito cada vez que tropezaba con mis propias botas.
—Perfectamente… —repetí para mí misma, convencida de que si lo decía lo suficiente, se haría realidad.
Por fin llegué al pasillo superior.
La galería de mármol estaba iluminada por un par de candelabros, y ahí estaba el enorme retrato de la bisabuela de Stephan, mirándome con su eterno gesto de desdén.
Me incliné exageradamente ante ella, como si estuviera en plena corte.
—Con permiso, señora de cara larga… —murmuré con solemnidad teatral, antes de dar la vuelta hacia mi habitación.
El mareo me hacía sentir ligera, casi flotando, como si el castillo entero se hubiera vuelto un escenario en el que yo era la única actriz.
Finalmente, empujé la puerta de mi cuarto y la cerré con un suspiro de alivio, apoyando la frente contra la madera unos segundos.
El silencio me envolvió, cálido y denso, como si hubiera cruzado una frontera invisible.
Me reí sola, bajito, incapaz de contenerlo.
Había llegado.
Y no me había roto la cabeza.
Un logro digno de celebrar, pensé, tambaleándome todavía por la mezcla de cansancio y vino.
Dentro, el silencio era un bálsamo.
Las lámparas mágicas proyectaban una luz dorada y suave que se deslizaba sobre las cortinas de seda y el dosel de la cama, como si el cuarto respirara un resplandor íntimo.
Me quité las botas con torpeza, apoyándome en la pared para no perder el equilibrio, y casi caí de espaldas en el intento.
El golpe nunca llegó, pero mi carcajada tonta sí, rebotando en la habitación vacía hasta perderse como un eco burlón.
Necesitaba un baño.
Algo que me borrara el mareo, el olor del bosque pegado a mi piel… y tal vez, también, los recuerdos indecentes de lo que había pasado con Stephan.
Entré a mi baño y déjé que la bañera se llene lentamente, el murmullo del agua expandiéndose como una canción tranquila.
El vapor empezó a adueñarse del espacio, acariciando los espejos y formando un velo que difuminaba los mármoles oscuros y los detalles de cristal.
La fragancia mineral del agua caliente se mezclaba con el perfume tenue de los frascos alineados sobre el tocador de mármol, y el contraste me hizo suspirar.
Me despojé de lo último de ropa y me hundí en el agua.
El calor me envolvió como un abrazo denso, llevándose con él la tensión de mis músculos, el polvo del día y hasta las ideas enmarañadas de mi cabeza.
Cerré los ojos, exhalando profundamente, sintiendo que el mundo se deshacía a mi alrededor.
Entonces, apareció el pensamiento brillante —y absurdo, en mi estado—: mi garganta estaba seca.
Abrí los ojos y mis pupilas encontraron de inmediato la pequeña cava empotrada en la pared, junto al tocador.
Una fila de botellas resplandecía bajo la luz, frías, prohibidas, tentadoras.
Mordí mi labio inferior, pensativa.
Lucian nunca me había dicho nada sobre tomar lo que quisiera… pero tampoco me había dado permiso.
No quería tentar a la suerte.
O quizás sí.
Tal vez era el alcohol que ya corría en mi sistema el que me daba ese coraje mareado, esa sensación de invulnerabilidad absurda.
Nota mental: preguntarle a Stephan qué demonios me habían servido esa noche.
Dos copas no deberían sentirse como veinte.
Me puse de pie tambaleándome, el cabello húmedo pegado a mi espalda ya mis clavículas, sin preocuparme por el charco que iba dejando en el suelo.
Crucé hasta la cava y tomé una botella de champagne.
El cristal estaba frío, cubierto de un empañado que se deslizaba en gotitas por mis dedos.
Sonreí, traviesa, como si estuviera cometiendo un crimen delicioso.
—Esto sí es vida —murmuré, y destapé la botella.
El corcho salió disparado con un estallido que hizo eco en las paredes.
El proyecto rebotó en el marco del espejo y casi me da en el frente.
Me eché a reír tan fuerte que terminé encorvada, abrazándome el estómago.
Regresé al agua a pasos torpes y me dejé caer de nuevo en la bañera, salpicando espuma y vapor a mi alrededor.
Hundí la botella en los labios y bebí directo, sin copa, sintiendo cómo las burbujas explotaban en mi lengua y el cosquilleo ardiente bajaba por mi garganta hasta estrellarse en mi estómago.
El calor del alcohol se mezcló con el del agua, y el mareo se volvió dulce, juguetón, envolvente.
De pronto decidí que necesitaba más espuma.
Mucha más espuma.
Tomé un frasco de jabón perfumado con flores nocturnas y vertí un chorrito en el agua.
Observé las primeras burbujas levantándose, brillando bajo la luz, y sonreí satisfecha.
—Un poco más… —susurré, inclinándome otra vez.
Otro chorrito.
Y luego otro.
Para cuando levante la mano, la mitad del frasco ya estaba vacía.
Las burbujas crecieron como un bosque blanco alrededor de mí, subiendo hasta cubrir mis hombros, mis brazos, trepando por mis rodillas.
Cogí un puñado y lo sople hacia arriba, viendo cómo se deshacían en el aire con risas atolondradas.
Me dejé hundir en el agua hasta que solo la mitad de mi rostro quedó fuera, los ojos brillantes, los labios húmedos de champagne, el cabello flotando como un río oscuro alrededor de mí.
Sentí que el baño entero giraba conmigo, envuelto en calor, alcohol y espuma.
Definitivamente… esto sí era vida.
Al principio fue una gloria absurda: las burbujas nacían y crecían a mi alrededor como un bosque de algodón, cubriéndome hasta los hombros y regalándome la sensación ridícula de flotar en una nube hecha a medida.
Reía sin control, con la garganta caliente por el vino y el champagne, y cada carcajada me hacía marearme un poco más, como si la habitación girara en una danza lenta y complaciente.
Pero la espuma decidió volverse desobediente.
Trepó por los bordes de la bañera como si tuviera vida propia, desparramándose en crestas brillantes que rodaron hacia el suelo en olas espumosas.
Intenté empujarla hacia dentro con las manos, atrapando burbujas entre los dedos y soplándolas al aire; Me sentí infantil, feliz, peligrosa en mi torpeza.
Era imposible detenerla: la espuma se multiplicaba, y con ella mi risa se hacía más suelta, menos consciente.
-Oh, no…!
—jadeé entre risas cuando las primeras capas de espuma tocaron el suelo de mármol y empezaron a deslizarse formando un camino blanco hacia la puerta.
El agua siguió los pasos de la espuma, filtrándose por la rendija y formando un hilo plateado que se escabullía hacia mi habitación.
La bañera, que hasta hacía un momento había sido un refugio, se había convertido en la fuente de un pequeño diluvio doméstico.
Me incorporé atropelladamente, la visión empañada por el vapor y por el alcohol que subía como una marea perezosa desde mi estómago hasta la cabeza: los pensamientos se volvieron más lentos, las sensaciones más grandes, y el calor me hacía cosquillas por dentro.
Salí de la bañera como en cámara lenta —los movimientos ya no eran exactos— y casi resbalo en el suelo resbaladizo.
Preferí sentarme en el mármol frío en vez de caerme de bruces; el contraste entre el agua caliente y la piedra me dio un pequeño vértigo delicioso.
La botella de champagne seguía en mi mano como un trofeo: pesada, fría, con gotas que brillaban como pequeñas lunas sobre el cristal.
—Genial, Eliza… —me dije entre carcajadas que subían desde el pecho—.
Has convertido tu baño en una maldita cascada de burbujas.
La cabeza me daba vueltas de forma amable; Sentí el cosquilleo del alcohol en las extremidades, esa levedad que te hace confundir el tiempo.
Todo parecía más absurdo, más emocionante: el brillo del vapor en el espejo, la forma en que una burbuja gigante se posó sobre mi rodilla antes de explotar, el eco amortiguado de mi propia risa rebotando en las paredes.
Por un segundo, contemplé la idea de dormirme allí mismo, entre espuma y borbotones, dejar que el mundo se reorganizara sin mí.
Entonces la botella empezó a pesar menos en mi mano.
Miré el nivel del líquido con curiosidad torpe: quedaba poco.
Una ola de decisión borracha me atravesó —una idea luminosa y estúpida a la vez— y en vez de guardarla, levanté la botella como si brindara por mi propia imprudencia.
El frío del vidrio se mezcló con el calor que me subía por el cuello; di un último sorbo grande, dejando que las últimas burbujas exploten en mi lengua.
En ese instante, sin anunciarlo, la puerta se abrió de golpe.
El sonido fue como una cuerda que estalló en la calma: la madera que golpeó la pared, el chirrido seco, el ruido de pasos que venían como una avalancha.
Un sobresalto me sacudió de raíz.
Giré la cabeza con demasiada rapidez, el mareo traicionero obligándome a mover el cuello en un arco brusco.
Pero mi mano no obedeció el resto del cuerpo: la botella, aún alzada, volcó su último contenido.
El champagne se derramó en una cascada fría que me bañó desde el cuello hasta el pecho, describiendo líneas brillantes sobre mi piel y mezclándose con la espuma.
El líquido corrió por mis clavículas, se filtró entre las burbujas y cayó en el agua caliente, enviando pequeñas salpicaduras en todas direcciones.
El contraste —el frío del vino en la piel ardiente, el cosquilleo del gas tocando cada poro— me arrancó una exclamación ahogada.
Lucian estaba en la puerta.
Lo vi en el instante mismo en que la última burbuja se estalló frente a su silueta.
Su figura quedó recortada contra la penumbra del pasillo, la furia clavada en cada línea de su cuerpo; sus ojos brillaban como piedras afiladas.
Esperé el reproche, el estruendo de una voz que me reprendiera por idiota, por imprudente, por irrespetuosa.
Esperaré el golpe de su ira.
Pero su rostro cambió en un latido.
La furia que había en él —esa marea negra que yo conocía demasiado bien— titubeó cuando el champagne recorrió mi piel.
La dureza de su expresión se ablandó, de forma tan sutil que casi no lo noté al principio: sus cejas, que deberían estar fruncidas, se relajaron apenas; sus labios, que buscaban palabras cortas, se comprimieron en una línea nueva, cargada de algo que no supe definir al instante.
Fue un destello: sorpresa, algo parecido a la confusión… y debajo, muy abajo, algo más peligroso que el enojo: un interés crudo, sorprendido, que hizo que mi corazón se moviera sin control en el pecho.
Mi risa se vació de súbito, sustituida por un silencio que me dejó desnuda ante su mirada.
El agua fría del champagne en mi piel me recordó que estaba expuesta, y por un segundo fui consciente de cada gota, de cada reflejo dorado en el vapor.
Él no había entrado todavía; se quedó parado en el umbral, atrapado entre lo que iba a decir y lo que en realidad veía.
Yo, empapada, cubierta de espuma y vino, lo miré y no supe si debía reír, disculparme o inventar una manera de desaparecer bajo el agua.
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