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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 117

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  4. Capítulo 117 - 117 La ruina más hermosa
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117: La ruina más hermosa 117: La ruina más hermosa El atardecer comenzaba a filtrarse por la ventana alta de mi despacho, tiñendo los muros de piedra con tonos de cobre y púrpura.

Las sombras se alargaban sobre los tapices, y la luz acariciaba las estanterías repletas de pergaminos viejos, como si quisiera arrancar secretos de siglos pasados.

Había pasado todo el día escondiéndome de Selene.

Sabia que habia sido mi culpa, per sus risas agudas y su descaro estaba siendo insoportable, le habia dado la tarea de preparar la fiesta de bienvenida de Stephan para mantanerla un poco alejada, ya que su presencia se habia vuelto un ruido molesto que amenazaba con contaminar mis pensamientos.

Y yo no podía permitirme distracciones.

No con el recuerdo taladrándome el cráneo una y otra vez.

Mi hermano.

Stephan.

Las imágenes de Eliza sobre el, era suficiente para encender en mi interior un odio en bruto, como hierro ardiendo.

Y lo peor no era eso.

Lo peor era el maldito misterio que me estaba carcomiendo: ¿cómo había logrado retirar el anillo de su dedo?

Según todos los registros, todos los antiguos relatos que había devorado en noches de insomnio, un anillo sellado en sangre era inviolable.

Era un lazo de magia primigenia, exclusivo de un compañero destinado.

Ningún otro debería haber podido tocarlo, mucho menos arrancarlo de la piel de mi hembra.

Pero ahí estaba el hecho, clavado como una daga en mi orgullo.

El recuerdo de su aroma sobre ella me encendió la garganta con un gruñido contenido.

Ese olor… descarado, invasivo, marcando a mi compañera como si fuera suya.

Mi instinto me exigía arrancarle la cabeza y arrancar de su pecho cada aliento que hubiera compartido con ella.

Sabía que Eliza aún no comprendía del todo lo que significaba ser mía, que sus sentidos lobunos todavía no habia despertado, pero eso no le daba derecho a Stephan.

No lo disculpaba.

Al contrario: era un reto.

Un desafío lanzado en mi propia cara.

Frente a mí, sobre el escritorio de roble, reposaba el anillo que había mandado forjar para ella.

El metal parecía respirar con la luz del ocaso, cada hermoso diamante simbolizando la una flor.

Un símbolo de unión, de posesión, de destino.

Cada vez que mi mirada caía sobre él, solo veia a mi hermano burlándose de mi, el con todo su perfección hasta podía quitar el anillo embullido de magia a mi compañera.

Mi mano se cerró en un puño sobre el escritorio, los nudillos blancos, la madera crujiendo bajo la presión.

La furia me recorría como un río hirviendo, pero detrás, muy detrás, la imagen de Eliza, esa chica que habia visto en la facultad, con sus hermosos cabellos dorados y eso labios que solo me incitaban a besarla, esos ojos que me volvían loco y me incitaban a ahogarme en ellos, Estaba a punto de volver a los pergaminos cuando la puerta irrumpió en la calma con un golpe seco.

La madera contra el umbral sonó como una sentencia; un gruñido gutural escapó de mi garganta antes de que mi mente tuviera tiempo de ordenarlo.

Había dado la instrucción de no ser molestado.

Alguien había desobedecido.

—Te dije que no me interrumpieran.

—Mi voz fue un cuchillo frío que cortó el aire del despacho.

Jaxon apareció en el umbral como un animal acorralado.

No había rastro de su arrogancia habitual: los hombros le temblaban, el sudor perlaba su frente y sus ojos, grandes y agitados, no sabían dónde posar la culpa.

Había corrido hasta aquí, y lo demostraban las marcas en su túnica y la respiración entrecortada.

Entró con paso inseguro y cerró la puerta con cuidado, como si lo que fuera a decirme fuera un secreto que debía quemarme en privado.

Se detuvo a un par de pasos, tragó saliva y, sin bajar la mirada del suelo, dijo: —Alfa… —su voz fue apenas un hilo—.

De nuevo… no encontramos a Eliza.

El silencio que siguió cayó pesado, como una losa.

Solo el murmullo lento de la vela derramando cera rompía la tensión.

Mis ojos buscaron el anillo sobre el escritorio, la filigrana de oro blanco, la piedra en forma de flor, brillando con una insolencia que me provocó un resentimiento instantáneo.

Era un recordatorio inmóvil de lo que debía ser y no era.

Un calor duro me subió por el pecho, aguzando cada músculo.

Mis manos se cerraron sobre el borde del roble hasta que la carne me dolió y la madera gimió bajo la presión.

De nuevo.

Otra vez.

Siempre lo mismo: escapar, desafiar, burlarse de mis límites y de mi paciencia.

Le clavé la mirada a Jaxon.

Su respiración era corta, como si tuviera delante a un depredador dispuesto a saltar.

Porque lo tenía.

—Explícame —dije, y cada palabra cayó más grave que la anterior—.

¿Cómo demonios es posible que ninguno de ustedes la encuentre dentro de mi propio castillo?

Me mantuve sentado, la figura inmóvil en el escritorio, la mano sosteniendo la Montblanc con un gesto que pretendía ser casual y que ardía por dentro.

Jaxon, sin levantar los ojos, habló atropelladamente, como si las palabras se le atragantaran —La vieron por última vez cuando Corina, la dejó lista por la mañana —dijo, tragando saliva antes de continuar—.

Cuando le llevaron su merienda… ya no estaba.

Intenté calmar la ráfaga de sangre que golpeaba mis sienes.

No era la primera vez que Eliza desafiaba mis órdenes; su actitud era un corte deliberado a mi autoridad, un juego peligroso que no soportaría por mucho tiempo.

—¿Y cómo es que nadie notó que salió del castillo?

—presioné, dejando que el filo en mi voz se clavara.

Jaxon vaciló, buscó excusas que no encontré convincentes.

—Todos estábamos ocupados con los preparativos de la fiesta de Stephan —balbuceó—.

Su aroma está algo leve por el castillo, pero es como si se hubiera… teletransportado fuera del territorio.

No podemos rastrear su estela.

La frase fue una gota de ácido en mi calma fingida.

La Montblanc crujió entre mis dedos como si el metal compartiera mi cólera.

Y entonces, sin aviso, la pluma se partió con un chasquido seco; la punta se quebró y la tinta se volcó en cascada sobre los pergaminos y los libros antiguos.

Las letras negras se corrieron en el papel como sangre derramada, pero no me importó.

La pérdida material era trivial frente a la afrenta.

Me levanté como un resorte.

La silla cayó hacia atrás con violencia; Jaxon fue un borrón en mi visión cuando salí del despacho en un paso que no admitía retrasos.

Respiré hondo apenas crucé la puerta; la noche me golpeó la cara con aire frío, y por primera vez desde que había comenzado la búsqueda, permití que mis fosas nasales trabajaran con libertad.

Su aroma se colaba por las paredes del castillo; era la estela de ella, de su locura reciente.

Lo olí, lo seguí con la precisión de quien sabe leer la sangre de su presa.

Pero el rastro estaba impregnado de otra cosa, el olor de mi hermano, pesado, rudo, como una insolencia permanente.

La mezcla debiera haber sido un mapa claro.

En su lugar, las notas se interrumpían, se cortaban y desaparecían en corredores donde no debía haber nada.

La rabia creció, oscura y voraz, alimentada por la confusión del anillo, por la humillación de que alguien se atreviera a tocarlo, por la idea de que mi compañera se deslizara entre manos ajenas.

Cada recuerdo de Eliza —su risa, su torpeza, el calor de su piel— era una llama que avivaba una posesión ardiente, una necesidad primitiva que amenazaba con devorar cualquier razón.

Di la orden con voz de hierro —Registro completo, inmediatos puestos de control y nadie sale del castillo.

Y… —mis palabras se volvieron cuchillo—.

Búsquenlos a ambos.

Ahora.

Mientras las sombras se activaban en respuesta a mi mandato, la furia que me consumía tenía nombre, olor y presencia.

Y yo, dominado por ese fuego, supe que nada en la noche —ni el anillo, ni la desobediencia, ni mi hermano— quedaría sin respuesta.El olor de Eliza estaba allí, pero no solo.

Se mezclaba con la impronta de Stephan y con algo más: rastros de madera barnizada, de cuero, de establo— como si hubieran pasado por las caballerizas— y, entre todo, una estela más difusa que me hizo fruncir el ceño.

Busqué con más fuerza, obligando al lobo a bajar aún más la guardia, a raspar entre las fibras del aire.

No era solo que fueran dos aromas distintos pegados; era la sensación de movimiento reciente, de una dirección que se perdía entre un laberinto de corredores.

El hedor del heno, la humedad y el cuero me golpeó en cuanto crucé el umbral de las caballerizas.

Rienda en mano, avancé sin vacilar; los olores me hablaban con la brutal honradez de la naturaleza.

Revolví cada box, metí las manos en la paja, forcé las sombras con la punta de la lengua hasta sentir que la garganta me ardía por el esfuerzo.

Allí estaba la impronta de Stephan: sudor oscuro, cuero caliente, la marca de sus botas en la madera.

Pero nada de ella.

Ni un hilo de su perfume, ni una hebra de su cabello en la paja.

Era como si se la hubieran tragado las sombras.

El castillo se volvió un mapa a destrozar.

La biblioteca olía a polvo y tinta seca; en un pergamino mal enrollado encontré un resto de aroma que dejé escapar con un siseo de rabia.

La cocina respiraba humo, especias y voces apagadas; la galería de retratos exhalaba siglos de miradas ajenas; las alcobas de invitados solo mostraban camas revueltas y velas consumidas.

Esperaba encontrarla recostada en algún rincón —su risa, una prenda abandonada, el calor de su presencia— y en cada espacio solo hallaba ecos, puertas cerradas y la posibilidad de que alguien jugara conmigo.

Mi olfato trató de recomponer la estela, pero algo la entorpecía: ráfagas discordantes, como borrados y remiendos en el aire.

Huellas que saltaban, se perdían y reaparecían donde no tenían sentido.

¿Habrían salido juntos?

¿La habían llevado contra su voluntad?

Cada idea me atravesaba como una daga.

El pensamiento de Stephan cerca de ella, ajeno a cualquier ley, hacía que la sangre me herviera con una furia primitiva.

Iba a la torre de guardia, interrogaba a los centinelas sin esperar respuestas pulcras: nombres, horarios, cualquier detalle servía.

Nadie había visto a Stephan volver solo.

Nadie había visto a Eliza salir.

Recorriendo los jardines, la fronda crujía bajo mis botas; la noche solo me devolvía hojas húmedas y la misma frustración: pistas que se volvían burlas.

Subí, arranqué cortinajes, olí cojines, rosé telas con la punta de los dedos.

Los aromas me rozaron y se evaporaron como un mal sueño.

La rabia crecía, lenta, implacable.

Primero fue un calor sordo en el pecho; luego, un zumbido en las sienes; finalmente, la urgente necesidad de respuestas.

Volví al despacho con pasos que sonaban a sentencia.

El anillo seguía sobre la mesa, imprudente y frío; su presencia me recordaba lo que debía ser y aún no era.

Tomé aire, clavé la vista en los centinelas que se movían como hormigas fuera de mi alcance y dicté órdenes con voz de hierro: registro completo, puestos de control, nadie sale del castillo, búsquenlos a ambos, ahora.

Salí otra vez a los corredores, agudizando el sentido que nunca me ha fallado.

Fue entonces, cuando las respectivas pistas parecían difuminarse, que un aroma nuevo me golpeó con sorprendente claridad: jabón dulce, burbujeante… y champagne.

Corrio hecho una furia a nuestra habitacion; habia tenido que trasladar todas sus cosas ahí, para evitar que se escapara y seguía desafiendame.

Empujé la puerta sin ruido más que el que dicta la necesidad, y la visión que me alcanzó me detuvo un instante, habia un charco enorme humeante, lleno de burbujas dispersas que salían debajo de la puerta del baño.

La furia seguía allí, latente, pero ahora se mezclaba con otra corriente —algo afilado y cálido— que no supe nombrar.

Cerré la puerta de un golpe seco detrás de mí y me quedé, inmóvil, en el umbral, sintiendo cómo lo que debía ser una simple búsqueda se convertía en algo mucho más personal y peligroso.

Camine con cautela, no sabia que iba a encontrar, ¿y si esta chica en su locura me estaba esperando con un cuchillo?

Abrí la puerta con cautela.

La furia todavía me palpitaba en las venas, en cada músculo crispado.

Mi mano había empujado la madera con la fuerza suficiente para que chocara contra la pared como un trueno.

Estaba preparado para gritar, para arrancarle un rugido a la pequeña loba y recordarle lo que significaba desafiarme.

Pero el aire me golpeó distinto.

La imagen de lo que tenia frente a mi era glorioso, estaba delante de una ninfa de enormes proporciones.

Me arrancó el aliento.

Todo el baño estaba cubierto de burbujas, invadiendo el mármol como una marea que había perdido el control.

Y en medio de aquel caos ridículo y hermoso, estaba ella.

Su cabello mojado caía en mechones dorados, pegados a su espalda, suplicándome que los jalara; su piel húmeda brillaba bajo la luz encantada; las burbujas se pegaban a su cuello y a la curva de su pecho como si fueran joyas vivientes.

Cuando abri la puerta, pude ver su clara intención de terminar el liquido de esa botella, pero mi intromisión la hizo girar y veo la gloria.

El liquiso dorado se derrama sobre su piel, corriendo en hilos por su clavícula, bajando entre la espuma que apenas cubría la cubría, me dejo ver sus hermosas aureolas, rosadas, con los pezones duros.

El sonido ahogado que escapó de su garganta me atravesó más que cualquier provocación.

Por un segundo, mi rabia se quebró como cristal.

Yo, que había salido del despacho dispuesto a arrancarle la vida a cualquiera que la hubiera ocultado, me quedé anclado en el umbral como un idiota.

Mi pecho subía y bajaba con violencia, mi mandíbula seguía tensa, pero la visión frente a mí lo estaba sofocando todo: la furia, la sospecha, incluso el recuerdo de Stephan en cada parte de su piel.

¿Por qué demonios seguía oliendo tanto a él?

¿Por qué ese rastro no se desvanecía?

Era imposible.

Y, sin embargo, en ese instante, nada en mí supo sostener la rabia.

Lo único que podía hacer era mirar.

Ella, empapada, cubierta de burbujas y vino, riéndose todavía con un dejo de ebriedad en los labios.

Una visión peligrosa, absurda y perfecta que me arrancaba la respiración como si yo fuese el que acababa de sumergirse en agua helada.

No dije nada.

Mis botas se hundieron en la espuma que ya cubría el suelo, cada paso un recordatorio de que estaba cruzando una frontera peligrosa.

El agua caliente me lamía los tobillos, empapando la tela de mis pantalones, pero nada de eso importaba.

Mis ojos no podían apartarse de ella.

Eliza levantó la vista, todavía con esa chispa divertida en los labios, inconsciente —o desinteresada— de la tormenta que hervía en mi interior.

Su risa me golpeaba como un arma suave, como si en vez de temerme quisiera provocarme con la misma inocencia descarada que me estaba desquiciando.

Mi respiración se volvió más lenta, más profunda.

Cada inhalación me llenaba del contraste imposible de su aroma: champagne, jabón… y Stephan.

Siempre Stephan.

Ese maldito rastro no cedía, como si estuviera tatuado en su piel.

Y aun así, lo que más me enloquecía era la nota debajo, más tenue pero devastadora: el eco íntimo de su placer.

Mis manos se cerraron en puños.

Una parte de mí quería sacudirla, recordarle quién era yo, a quién pertenecía.

La otra quería hundirse en esa espuma, en esa piel perlada, y marcarla tan profundo que no hubiera sombra ni aroma que la reclamara nunca más.

Di otro paso, la penumbra de la puerta quedando atrás, y la luz encantada del baño me envolvió junto a ella.

Eliza inclinó la copa vacía como si todavía brindara, y esa sonrisa, tan ridícula como peligrosa, me hizo olvidar por un instante que venía a enseñarle obediencia.

No entendía cómo lo lograba, pero ahí estaba: desarmándome.

Yo, Lucian, Alfa de la Sombra, reducido a un hombre que contenía el aliento frente a su hembra cubierta de burbujas.

Mi furia seguía ahí, rugiendo por debajo, pero su visión la domaba como ninguna otra fuerza conocida.

Y mientras avanzaba hacia ella, me descubrí preguntándome si lo que me quemaba era rabia, deseo… o la certeza de que, al final, ella sería mi perdición.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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