Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 118
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- Capítulo 118 - 118 Atrapada en sus Garras
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118: Atrapada en sus Garras 118: Atrapada en sus Garras El baño era un caos perfumado de vapor y espuma, un escenario de exceso y deseo que me recibió con un golpe brutal al pecho.
El vapor lo llenaba todo, empañando los espejos y tiñendo el aire de un calor húmedo que se pegaba a la piel.
La espuma había desbordado la bañera y se esparcía por el suelo como una marea blanca, trepando por el mármol y ocultando las huellas de lo que había ocurrido ahí dentro.
Burbujeaba todavía, rebelde, como si el agua misma se riera de mi furia.
Y en medio de ese desastre, estaba ella.
Mi Luna.
Su cuerpo emergía entre las olas de espuma, como si hubiera sido esculpida para provocarme.
El aroma a champagne se mezclaba con el de su piel, dulzón, embriagador.
La botella vacía descansaba cerca, testigo del exceso.
Sus ojos, azules y brillantes, estaban dilatados, con ese brillo ebrio que no conocía límites ni precaución.
Reía, mareada, inconsciente de lo que despertaba en mí.
Mi rabia me había traído hasta aquí, dispuesto a reprenderla, a recordarle con crudeza que nadie desaparece de mi territorio sin pagar las consecuencias.
Había ensayado las palabras, la condena, el castigo.
Pero en cuanto la vi, todo eso se quebró.
Se quebró en el instante exacto en que el líquido dorado del champagne resbaló por su cuello, serpenteando entre sus clavículas y desapareciendo bajo la espuma que cubría su pecho.
El frío del vino aún brillaba en su piel.
Y no se lo permití.
Me acerqué con pasos lentos, pesados, como un depredador que acorrala a su presa.
La bañera crujió bajo mi peso al inclinarme sobre ella, mis manos firmes en los bordes de mármol, encerrándola, atrapándola donde la quería: bajo mi sombra.
Sus labios temblaron entre la risa nerviosa y el desconcierto, y fue allí cuando mi boca descendió.
No pedí permiso.
No lo necesitaba.
Mis labios siguieron la misma ruta del champagne, borrando con besos y mordidas el rastro ajeno.
La frialdad del vino se desvaneció contra el calor feroz de mi boca.
Mordí su cuello, suave al inicio, hasta que un jadeo le rompió la respiración.
Ese sonido me atravesó como una daga y se convirtió en gasolina para mi hambre.
—Mía —gruñí contra su garganta, la voz grave, vibrante, lo bastante fuerte como para hacer temblar el agua—.
Cada parte de ti… es mía.
Mis manos descendieron, hundiéndose en la espuma hasta atrapar su cintura.
La levanté contra mí con una firmeza que no admitía resistencia.
Ella, aún mareada, alzó los brazos de forma torpe, como si quisiera apartarme, pero no lo logró.
En el segundo en que mis labios reclamaron los suyos, se derritió.
El beso fue una hoguera.
Urgente.
Salvaje.
Un choque brutal de alientos donde mi furia y mi deseo se hicieron uno.
La devoré como quien arranca el aire del pecho ajeno.
Su sabor era un veneno exquisito: burbujas de champagne, espuma dulce y la esencia ardiente de su piel.
La besé como si quisiera arrancar de raíz cualquier sombra de Stephan, borrar su perfume de su piel hasta que lo único que quedara fuera yo.
Mis labios viajaron de su boca a su mandíbula, descendiendo por su clavícula, marcando cada línea, cada curva, hasta hundirme en el arco de sus hombros.
Besos, mordidas, caricias que estallaban contra la espuma, pegándose a mi barba y perfumando mi piel con ella.
El agua se agitaba bajo nuestros cuerpos, salpicando, desbordándose como si compartiera nuestra violencia.
El ruido de las olas se mezclaba con su respiración cortada, con mis gruñidos contenidos, con el eco de mi corazón golpeando contra mi pecho.
Me separé un instante, apenas un latido, para mirarla.
El rostro de Eliza estaba enrojecido, sus labios hinchados y húmedos por mis besos, los ojos brillando con ese fuego que tanto me obsesionaba.
El alcohol aún teñía su mirada de imprudencia, pero lo que ardía debajo no era el vino: era ella, respondiendo a mí.
Solo a mí.
La furia me había traído hasta aquí.
Venía dispuesto a arrancarle cada risa, a recordarle con dureza que no podía escapar de mi lado sin consecuencias.
Pero en el momento en que la vi, perdida en su propio delirio, con la piel perlada de vino y espuma, comprendí algo que me golpeó con más fuerza que cualquier rabia: si seguía haciéndola a un lado… podía perderla.
Y eso jamás lo permitiría.
Me incliné sobre la bañera, apoyando las manos a cada lado de su cuerpo, atrapándola en una prisión de carne y mármol.
La espuma se deslizaba entre nosotros como un velo travieso, pero no podía ocultar lo que era mío.
Ella reía, aún mareada por el alcohol, inconsciente del peligro en el que estaba.
No me importó.
—No volverás a escaparte de mí… —gruñí, mi voz áspera contra su piel antes de hundirme en ella.
Bajé con besos, mordidas y caricias, reclamando cada centímetro de su cuello, de sus hombros, de su clavícula.
La marqué con mi boca como si cada trazo pudiera borrar más rápido el aroma de mi estúpido hermano, como si arrancar ese fantasma fuera cuestión de devorarla.
El frío del champagne se confundía con el calor de su piel, y su respiración rota era la música que me incendiaba los huesos.
Su cuerpo reaccionaba a mí, temblando, arqueándose.
Sus pequeños gemidos escapaban mezclados con el aroma dulce del vino.
Me embriagaba.
Me volvía loco.
—Mía —susurré, mis labios en el valle de sus pechos.
Ella se arqueó hacia atrás, ofreciéndome más, y sus manos, temblorosas, se aferraron a mi camisa como si al tocarme confirmara lo que ya sabía: que me deseaba.
Sonreí contra su piel.
Mi compañera me deseaba.
—Nadie más te tendrá aquí… —besé su costado, dejando mi huella en cada curva.
—Ni aquí… —lamí su vientre, saboreando los rastros del líquido embriagante.
—Y mucho menos aquí… Me hundí en su centro, devorándola con una adoración salvaje.
Su sabor era un manjar prohibido, un néctar de dioses que me arrancó un gruñido gutural.
Mi lengua jugó con su botón sensible mientras mis dientes la mordían con la medida justa de crueldad, arrancándole gritos quebrados, gemidos desesperados que resonaban entre los muros del baño como oraciones dirigidas a mí.
—Ohh… Lucian —jadeó, y mi nombre en su boca fue la condena.
No pude contenerme.
No quise contenerme.
Me aparté de golpe, y su puchero enrojecido, sus labios carnosos reclamando mi ausencia, fue una visión que destrozó lo poco que quedaba de mi control.
La giré en un movimiento brutal, aprovechando el suelo resbaladizo cubierto de espuma.
La empujé contra la orilla de la bañera y, liberando mi miembro, la empalé sin advertencia, hundiéndome en ella hasta lo más profundo, hasta arrancarle un grito ahogado que se mezcló con mi rugido.
La tomé del cabello, forzando su cabeza hacia atrás para exponer su garganta, mientras mi otra mano se clavaba en su cadera con violencia, dictando el ritmo feroz de mis embestidas.
La penetré con brutalidad, cada estocada rápida y ruda, cada choque de nuestros cuerpos era un recordatorio salvaje: no existía Stephan, ni destino, ni manada… solo nosotros dos.
Solo ella y yo.
Ella se aferraba a la orilla como podía, sus uñas arañando el mármol, dejando huellas sangrantes mientras la bañera crujía y el agua rebosaba en cascadas violentas sobre el suelo.
Su piel húmeda brillaba bajo las luces, cubierta de espuma, marcada por mis manos y mis colmillos.
Era mía, en cada jadeo, en cada estremecimiento, en cada gemido desgarrado que escapaba de su garganta.
—Grita mi nombre —ordené, hundiendo mis colmillos en su cuello, lacerando la piel lo justo para dejar que la sangre corriera mezclada con el agua—.
Haz que todos lo escuchen.
Que todos sepan a quién perteneces.
Y lo gritó.
Lo gritó con una desesperación ardiente, desgarradora, con un clamor tan intenso que me atravesó el alma y partió el aire en dos.
Su voz, mi nombre en sus labios, fue el sonido más salvaje y perfecto que jamás había escuchado.
Mis embestidas se volvieron frenéticas, inhumanas, hasta que su cuerpo convulsionó bajo el mío, rendido al fuego que yo había desatado en ella.
La marqué en ese mismo instante, mis colmillos hundiéndose con furia en su cuello, justo cuando el placer nos destrozó, cuando el agua estalló en vapor y la espuma se tiñó de rojo y blanco.
El castillo entero lo supo.
Mis sombras se desplegaron como un ejército implacable, serpenteando por cada pasillo, cada sala, cada rincón, llevando consigo el sonido de su clímax, de su voz gritando mi nombre mientras yo la reclamaba.
Fue un eco oscuro y eterno que retumbó en las paredes, en los huesos, en las entrañas de todos.
Sobre todo en él.
Que Stephan lo escuchara.
Que todos lo escucharan.
Que no quedara duda.
Ella era mía.
Eliza se derrumbó contra mí, su cuerpo tembloroso, exhausto, apenas sosteniéndose en mis brazos.
Sus labios aún estaban entreabiertos, húmedos, con rastros de la espuma y de mis besos.
Su respiración se volvió irregular, entrecortada, y comprendí de inmediato que no era solo el peso del placer el que la vencía: el alcohol seguía corriendo en su sangre, mareándola, arrastrándola hacia la inconsciencia.
—Eliza… —murmuré, sosteniéndola con más fuerza mientras sus párpados luchaban por mantenerse abiertos.
Un quejido suave, un balbuceo sin forma, y luego simplemente se dejó caer, rendida.
Su cabeza reposó en mi pecho, su piel húmeda y ardiente contra la mía.
Sentí el latido frenético de su corazón… y el miedo irracional de perderla me atravesó como una daga.
La levanté con cuidado, los restos agua y la espuma resbalaron de su cuerpo como un manto derrotado.
Mi mano recorrió su espalda, apartando los mechones rubios que se pegaban a su piel, mientras mis sombras se extendían para alcanzarme las toallas que aguardaban dobladas en un estante.
No necesitaba levantar la voz; las tinieblas respondían porque eran una extensión de mi.
La envolví en una de ellas, secándola con lentitud, con la paciencia de un depredador que ahora debía cuidar a su presa más valiosa.
Mis dedos recorrieron cada curva con devoción, eliminando la humedad, borrando cualquier rastro de fragilidad.
Ella se agitó apenas, gimió en sueños, sus labios murmuraron mi nombre.
Ese sonido, aunque apagado, fue suficiente para avivar de nuevo la llama que nunca se extinguía en mi interior.
—Descansa, Luna mía… ya no escaparás.
—Mi voz salió en un murmullo áspero, más promesa que consuelo.
—Es nuestra —Gruño Luca dentro de mi.
Por fin el tambien estaba en paz.
La tomé en brazos, y la llevé a través de los pasillos aún cargados con el eco de lo que habíamos hecho.
Empujé las puertas que daban a la habitación con el hombro y la deposité sobre la cama, con la delicadeza que nadie jamás me había visto tener.
Su cuerpo se hundió en las sábanas de seda, su piel aún resplandeciente bajo la luz tenue de la luna que se filtraba por la ventana.
Me quedé observándola, con el pecho agitado, con la sangre aún rugiendo en mis venas.
El vacío en su mano izquierda me devolvió el recuerdo que tanto me carcomía: el anillo.
Ese maldito vacío que Stephan había provocado.
—No… —gruñí, y mis sombras se agitaron, con un simple movimiento abri una pequeña brecha entre mi escritorio, meti la mano y tome el delicado anillo entre mis dedos.
Me incliné sobre Eliza.
Ella dormía profundamente, con los labios entreabiertos, su cuello marcado por mis colmillos.
No opuso resistencia cuando deslicé la joya en su dedo.
El metal se ajustó, sabia quien era su legitim propietaria Me recosté a su lado, no podía dejar de observarla… no recordaba siquiera porque vivía apartándola de mi lado, estaba claro que éramos el único para el otro.
*** El castillo reposaba en un silencio solemne, casi ritual, como si cada piedra aguardara expectante el regreso de Stephan.
En el comedor de los soldados, los hombres se encontraban reunidos alrededor de largas mesas de madera.
El tintinear de las jarras y el murmullo de conversaciones apagadas llenaban el ambiente con una calma rutinaria.
Había risas contenidas, planes de caza, apuestas triviales sobre quién bebería más en la fiesta de bienvenida.
Todo se detuvo en seco cuando, de pronto, un gemido desgarrado atravesó la sala.
No era un gemido cualquiera.
Era el clamor de una hembra en el éxtasis más puro, pronunciando un nombre con la desesperación de un grito sagrado, de su Alfa.
—¡Lucian!
Las jarras cayeron de las manos, el vino se derramó en charcos oscuros sobre las mesas, y un silencio tenso, casi reverencial, se apoderó de los soldados.
Nadie se atrevió a respirar demasiado fuerte, porque todos sabían lo que aquello significaba.
Su Alfa había reclamado.
En el salón principal, donde las doncellas colgaban guirnaldas plateadas y las lámparas eran encendidas una a una, Selene supervisaba con gesto calculador, soñando en secreto con el puesto que alguna vez creyó merecer: ser la compañera de Lucian.
Sus manos sostenían un delicado candelabro cuando el eco del placer de Eliza se extendió por el aire, transportado por las sombras que reptaban como serpientes invisibles por las paredes y los techos.
El grito la golpeó en el pecho como un puñal.
Sintió cómo se le quebraba el aire en los pulmones y, en un arrebato de furia, lanzó el candelabro contra el suelo.
El metal rebotó, las velas rodaron, y el sonido metálico se mezcló con el jadeo inconfundible de Eliza, que seguía resonando en todo el salón como una burla.
—¡Maldita perra!
—escupió Selene, con los ojos llenos de rabia y de lágrimas contenidas—.
Los sirvientes bajaron la cabeza, aterrados, porque sabían que ni ella ni nadie podía cambiar lo que ya estaba escrito en la carne de Eliza, era la Luna del Alfa.
Y en lo alto, en la sala privada donde Stephan aguardaba su gran fiesta, la humillación tomó forma de furia.
Se había preparado para volver como héroe, como el hijo que todos festejarían, convencido de que tarde o temprano Eliza le pertenecería, porque la había olido, porque la había sentido en su piel.
Pero lo que escuchaba en ese momento lo destrozaba.
El placer de su hermano… mezclado con los gritos de ella.
Los gemidos húmedos, los jadeos salvajes, el murmullo gutural de Lucian rugiendo su victoria.
Stephan golpeó la mesa con tal fuerza que partió el borde en astillas.
Los criados que estaban arreglando la sala huyeron despavoridos al verlo.
—¡Bastardo!
—rugió, con los ojos encendidos, el pecho agitándose por la rabia.
Pero no importaba cuánto bramara.
El eco de Eliza gimiendo el nombre de Lucian seguía retumbando en las paredes, como un juramento grabado en piedra, imposible de borrar.
El castillo entero había sido testigo.
Pero Stephan no habia regresado por la paz, el quería la guerra, el queria hordas de saldados destruyendo todo a su paso, conquistando el mundo para el, con el poder de la gran loba dorada.
El prevalecería, y si tenia que robar una mujer marcada, lo haría.
Estaba dispuesto a todo.
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