Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 119
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- Capítulo 119 - 119 Entre Sombras y Seda
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119: Entre Sombras y Seda 119: Entre Sombras y Seda Desperté entre tinieblas suaves, envuelta en un calor que no me pertenecía pero que sentía tan mío como el aire que respiraba.
Mi cuerpo estaba pesado, saciado, cada músculo rendido después de la tormenta que había sido Lucian.
Apenas podía moverme, pero tampoco quería hacerlo.
Era como si mis huesos aún ardieran de fuego y mi piel estuviera tatuada con su boca.
Lucian me sostenía contra su pecho, como si no pudiera soltarme ni dormido.
Su brazo rodeaba mi cintura con fuerza, demasiado posesivo para ser un simple gesto de descanso.
Sentí el calor de su piel, firme, ardiente, y tuve la certeza de que me había convertido en algo que ya no pensaba dejar escapar.
Abrí los ojos lentamente.
La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por la luna que se colaba entre las cortinas.
Las sábanas de seda estaban frías en contraste con el calor de su piel.
Entonces lo vi.
Lucian me miró.
Pero no con la furia de siempre, ni con el hambre salvaje que solía encender en sus ojos cuando me reclamaba.
Era distinta.
Era algo que jamás había visto en él.
Sus sombras nos rodeaban, susurrando entre las paredes como centinelas oscuros, pero sus ojos… sus ojos parecían humanos.
Ardían todavía, sí, pero con un brillo que me estremeció: ternura.
Me quedé sin aire.
—Lucian… —mi voz fue apenas un suspiro ronco, gastado por los gritos de la noche.
Su mano, grande, áspera, callosa, me acarició el rostro.
No hubo brusquedad, no hubo amenaza.
Me apartó un mechón húmedo de la frente con la suavidad de un amante que, por primera vez, temía romper lo que sostenía.
—Duerme—susurró, y su voz no era orden ni condena.
Un extremo recorrió mi piel.
Nunca pensé escuchar eso de él, nunca pensé verlo así, viéndome no como trofeo ni como castigo, sino como si de verdad… nos perteneciéramos.
Mis labios esbozaron una sonrisa débil, casi culpable.
Porque aunque odiaba la prisión en la que me había convertido su luna, esa noche había algo que no podía negar: estaba saciada, cansada, sí… pero extrañamente feliz.
Me acurruqué más contra él, escondiendo mi rostro en su cuello, inhalando su aroma a humo, bosque y peligro.
Un aroma que me debería repeler, pero que esa noche me calmaba.
Lucian no apartó la mirada ni un segundo.
Me sostuvo como si temiera que desapareciera en la penumbra, como si después de marcarme y poseerme, aún necesitara convencer a su propio demonio de que no me dejará ir.
Yo, agotada, con el corazón latiendo lento y el cuerpo aún estremeciéndose por las brasas del placer, solo pude pensar una cosa antes de entregarme de nuevo al sueño: que tal vez, solo tal vez… estar entre sus brazos no era una condena, sino el único lugar al que siempre había pertenecido.
Desperté muchas horas después, con un peso delicioso en cada músculo, como si la noche me hubiera desarmado pieza por pieza y vuelto a reconstruir con fuego.
La habitación estaba impregnada de su aroma: esa mezcla oscura y embriagadora de su piel, de sus sombras, que parecía seguirlo incluso en el silencio de la madrugada.
No abra los ojos de inmediato.
Me quedé ahí, envuelta en la sensación, respirando el aire que sabía a él.
Cuando finalmente me estiré bajo las sábanas, sentí la tibieza del sol filtrarse entre las cortinas y el canto leve de los pájaros en el bosque que rodeaba la cabaña.
Era una mañana hermosa, casi engañosa en su calma.
Con un gesto lento, retire la cobija.
El cansancio todavía pesaba en mi cuerpo, y cada intento por mover una extremidad despertaba a mis músculos adoloridos, como si lloraran con cada estiramiento.
Un dolor punzante martillaba en mi cabeza, recordándome que la embriaguez de ayer no había sido solo un juego.
Me incorporé con esfuerzo, y entonces, como una cascada inevitable, los recuerdos comenzaron a caer sobre mí.
Lo había hecho… había pasado el día entero en la cabaña de Stephan, bebiendo de aquel líquido oscuro y delicioso cuyo origen aún desconozco.
En ese momento me pareció divertido, un juego peligroso para molestar a Lucian, pero ahora la duda me carcomía.
¿Qué había sido realmente esa bebida?
Y luego… oh, por dioses.
Recordar lo que había sucedido en el caballo con Stephan me hizo estremecer de vergüenza.
Después, Luciano.
Él me había tomado con furia, con un deseo tan ardiente que me atravesaba todavía, un eco en mi piel.
Fue como revivir el día en que me reclamó frente a toda la manada, solo que ahora no había caballero alguno en él, sino un hombre marcado por la rabia y el deseo, que seguía siendo mi compañero, mi Alfa… y de alguna forma, mi ruina.
Pasé mis manos por el cabello, intentando deshacer los nudos, cuando un sobresalto heló mi sangre: mis dedos se atoraron en algo que no había visto, pero que reconocí al instante.
Con cuidado lo liberé y bajé la mirada.
La mano me temblaba.
Era el anillo.
El anillo que Lucian me había colocado el día de nuestra boda.
El aire se me atoró en la garganta.
Era precioso, hipnótico.
Los diamantes parecían mutar ante la luz, pasando de un blanco puro a un rojo sangre en el centro, formando la silueta de una flor.
Una joya magnífica y cruel: símbolo de lo que me ataba para siempre a él, a mi destino, a mi Alfa.
Un crujido interrumpió lejos mi contemplación.
Pasos.
Me tensé de inmediato, los dedos aún aferrados al anillo.
El silencio del castillo se llenó con ese sonido que se acercaba, cada vez más firme.
No sabía a quién tendría delante en esta mañana: ¿al Alfa enemigo?
¿Al compañero que la luna me había dado?
¿Al esposo que me ató en un ritual oscuro?
¿O simplemente al hombre del que alguna vez me enamoré?
La puerta se abrió con un leve chirrido, y mi corazón dio un salto tan violento que sentí que iba a escaparse de mi pecho.
Lucian apareció en el umbral.
No vestía la armadura de Alfa ni la puerta imponente del enemigo temido, sino una camisa negra, sencilla, de lino suave que se ceñía a su torso y dejaba entrever la fuerza de sus músculos.
Las mangas arremangadas hasta los codos revelaban sus antebrazos curtidos, y sus pantalones oscuros, desprovistos de todo adorno, lo hacían ver más humano de lo que estaba acostumbrada a aceptar.
Su cabello, aún húmedo, caía desordenado sobre la frente, como si hubiera salido de la ducha apresuradamente.
Llevaba entre las manos una bandeja.
Sobre ella, un vaso de jugo de naranja que brillaba con el resplandor matinal, unas pastillas cuidadosamente dispuestas en una pequeña servilleta blanca y una tostada de aguacate adornada con semillas y rodajas finas de tomate.
El contraste era desconcertante el hombre que tantas veces había representado peligro ahora me acercaba un gesto doméstico, casi tierno.
Sus ojos me buscaron de inmediato.
Y no eran los ojos helados del estratega ni la mirada ardiente del amante, sino algo distinto: ternura.
Una ternura que me desarmó más que cualquier sombra suya.
Avanzó con paso seguro, cada movimiento impregnado de esa autoridad natural que siempre lo envolvía, aunque esta vez no había dureza en su rostro.
Sus facciones parecían suavizadas, como si hubiera dejado la máscara del Alfa implacable fuera de la habitación.
Llevaba una bandeja en las manos; el suave tintinear del vaso al posarse sobre la mesita cercana a la cama rompió el silencio espeso.
Sobre ella había un jugo fresco, unas pastillas y una tostada de aguacate, como si hubiera pensado en cada detalle de lo que podría necesitar.
En lugar de mantenerse erguido, como siempre hacía para marcar distancia, se sentó frente a mí.
Lo bastante cerca como para que el calor de su cuerpo atravesara el espacio y me envolviera.
Mi respiración se volvió inquieta, desacompasada, al sentirlo allí, demasiado presente, demasiado distinto.
Me controlé sin decir nada durante unos segundos que se me hicieron eternos.
Sus ojos dorados recorrían cada gesto de mi rostro, cada temblor en mis manos, cada exhalación irregular.
Sentí que estaba desnudando mi alma con esa mirada, pero no había juicio en ella… sino algo más que no lograba descifrar.
Finalmente, habló.
Su voz fue baja, aterciopelada, cargada de una suavidad que jamás pensé escucharle.
—¿Cómo te sientes?
Un escalofrío me recorrió la espalda.
Su tono era tan ajeno a la crudeza con la que solía dirigirse a mí que no supe cómo reaccionar.
—Estoy… bien —mentí, nervioso, incapaz de sostenerle la mirada por mucho tiempo.
Él no replicó enseñanza.
Se limitó a mirarme, con una paciencia que me desarmaba.
No estaba acostumbrada a ese silencio sereno en él; Lucian era tempestad, fuego, sombra.
¿Qué era esto?
Pasaron unos segundos antes de que volviera a hablar: —Sé que las cosas han estado extrañas… —su voz se quebró apenas en un matiz de honestidad—.
Pero cambiarán.
Algo en su tono me dijo que lo decía en serio, y eso me asustó más que cualquier amenaza.
Tragué saliva, sintiendo un nudo en la garganta.
—Y… ¿qué pasa con Selene?
—pregunté al fin, el nombre quemándome los labios.
La pregunta salió con un hilo de voz, entre el miedo y la rabia contenida.
Parte de mí esperaba que lo negara, que lo evadiera, que me diera otra excusa.
Pero no lo hizo.
—La hice retirar de la mano.
Me quedé helada.
Lo miré incrédula, buscando alguna señal de burla, algún destello cruel que confirmara que solo jugaba conmigo.
Y sin embargo, lo único que encontré fue la dureza solemne de su verdad.
Su boca se curvó en una ligera sonrisa al notar mi desconcierto, como si disfrutara de mi incapacidad para creerlo.
Apreté las cobijas entre mis dedos, intentando no temblar.
—¿Te irás con ella?
—pregunté, casi en un susurro, mordiéndome el labio inferior hasta lastimarlo.
Lucian se inclinó hacia mí, acortando la distancia hasta que el aire entre ambos desapareció.
Sus dedos atraparon con firmeza, aunque con una delicadeza insólita, mi barbilla, obligándome a alzar el rostro.
Y entonces ocurrió: el choque de nuestros ojos, su dorado incendiando mi azul, me dejó sin hablar.
Siempre me ocurriría.
Era como si con una sola mirada pudiera arrebatarme la voluntad.
—Nunca más —murmuró, antes de inclinarse y rozar mi frente con un beso tan suave que me parecía irreal.
Mi corazón se desbocó.
—Descansa un poco.
Sus palabras fueron una orden disfrazada de ternura.
Se levantó con calma, dándome la espalda mientras se dirigía a la salida.
Mi pecho se contrajo con una mezcla de alivio, confusión y rabia.
No soportaba que siempre fuera él quien decidía la distancia, el ritmo, los silencios.
—¿Por qué?
—escapó de mis labios antes de poder contenerme.
Él se detuvo.
Su mano descansó en el pomo de la puerta.
Durante un segundo creí que respondería, que esta vez me daría la verdad que tantas veces me había negado.
¿Por qué nuestra relación tenía que ser un constante estire y afloje?
¿Por qué no podíamos fluir como una pareja normal?
¿Por qué debía sentirme atrapada entre la dulzura inesperada de su voz y la sombra de todo lo que había hecho?
Pero no dijo nada.
Solo abrió la puerta y salió, dejándome con todas mis preguntas resonando en la habitación vacía.
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