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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 120

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120: Furia 120: Furia El salón de guerra respiraba oscuridad.

Las antorchas clavadas en hierro producían lenguas de luz que apenas alcanzaban a morder los contornos de las lápidas de piedra y los estandartes raídos; el resto quedaba tragado por una penumbra espesa que olía a hierro, humo viejo y sudor contenido.

El eco de pasos lejanos y el crujir de las tablas parecían medir el tiempo entre acusaciones no pronunciadas.

Sobre la mesa central, un mapa extendido dominaba la habitación: pergamino marcado con líneas negras, manchas de sangre seca que relucían como carcomas oscuras y dagas clavadas en posiciones como agujas en un cuerpo herido.

Él permanecía al frente, rígido como una estatua en movimiento, impecable aun en la penumbra.

La tela de su abrigo rozaba la madera con un sonido sordo; la coraza bajo la túnica atrapaba la luz de las antorchas en reflejos fugaces.

Había en su postura la perfecta economía del peligro: nada innecesario, todo preparado para la embestida.

Sus hombres —los de mirada fría, los que no preguntaban— formaban semicírculo, sombras humanas que parecían adheridas a su voluntad.

No se atrevieron a levantar la vista hasta que él rompiera el silencio.

—¿Alguno ya tiene más información sobre los bastardos que atacaron a los Sangre de Hierro?

—la voz que salió fue baja y grave, una cuerda tensa que vibró en el aire y encendió pequeñas chispas de inquietud en los presentes.

El silencio respondió como un golpe.

La ausencia de respuestas le apretó la garganta y lo irritó; una corriente de irritación fría le recorrió la nuca.

Lucian entrecerró los ojos.

La sombra a su alrededor pareció alargarse, como si las mismas paredes se retirasen ante su presencia.

—Se nos adelantaron —dijo, y apoyó las palmas en el borde desgastado de la mesa con una fuerza contenida que hizo crujir la madera—.

¿Quién demonios tiene la fuerza para atacar así?

La respuesta vino lenta, arrastrada desde la apatía de uno de los suyos.

—No digas tonterías —murmuró Luca, con la voz pastosa de quien evita implicarse—.

No estás molesto por que atacaron la manada; estás molesto porque Eliza salió lastimada.

El nombre cayó como ácido en la sala.

El recuerdo le atravesó la mente con la precisión de un cuchillo: el cabello rubio pegado a la nuca, la blanca camisa teñida de oscuro, los ojos que habían implorado sin comprender del todo.

La mandíbula de Lucian se tensó hasta que pudo oír los propios dientes.

Dolor y algo más —una mezcla indecible de furia y un calor que no admitía rendición— lo alimentaba por dentro.

—La muerte de ese anciano fue un premio menor —escupió—.

Un paso en el camino.

Habló con desdén, con una frialdad que parecía borrar cualquier remordimiento.

Pero en la línea de su mandíbula se dibujaba otra cosa: una satisfacción dura, amarga, que no podía llamarse victoria y sin embargo se asomaba como un sello.

—Pero ahora… —sus ojos se encendieron, dorados, ferales— la manada se ha recluido como ratas heridas.

Se esconden.

Se vuelven más difíciles de quebrar.

Un soldado, los hombros temblorosos, se atrevió a romper el velo del silencio.

—Mi señor… algunos rumores dicen que fue obra de una facción rebelde, lobos sin manada, mercenarios.

Otros apuntan a que Sangre de Hierro tiene traidores en sus filas.

La boca de Lucian se curvó en una sonrisa que no alcanzó a ser humana: un gesto felino que olfatea sangre.

No había humor en él; había cálculo frío y hambre.

—Rumores —replicó—.

Aire inútil.

Yo quiero nombres.

Rostros.

Quiero la carne de los que tocaron a mi hembra.

A su orden, las sombras parecieron inclinarse; la habitación se llenó de un silencio acordado, cargado de consecuencias.

Algunos hombres no pudieron sostener la intensidad de su mirada y apartaron los ojos, como si se encontrasen ante el borde de un abismo.

Lucian se incorporó con lentitud y circundó la mesa, dejando que sus botas repasaran el pergamino con un roce que sonaba a sentencia.

Cada paso era un martillo en el pecho de la sala.

—Escúchenme bien —bajó la voz hasta convertirla en un susurro gélido, más letal que cualquier grito—.

Quien encuentre al culpable tendrá mi bendición eterna.

Quien regrese con las manos vacías… no volverá a ver la luz del amanecer.

El convencimiento colectivo se manifestó en un gesto: manos cerradas sobre empuñaduras, mandíbulas apretadas, la promesa de sangre pegada a los dedos.

No hubo dudas —solo la precisión del decreto—.

Lucian volvió a su lugar y, con la mirada fija en el mapa manchado, trazó en silencio la ruta de una masacre que aún no había ocurrido.

—Esta guerra no ha terminado —murmuró, más para sí que para los demás—.

Apenas está comenzando.

La penumbra alrededor de su figura se agitó como respuesta; las sombras no eran solo ausencia de luz sino extensión de su voluntad.

Afuera, la noche cerraba las ventanas del mundo, y dentro, en ese santuario de hierro y planes, ya se estaba forjando la próxima tormenta.

La reunión terminó, pero la oscuridad no se disipó.

Afuera, la luna colgaba pálida sobre el bosque, bañando de plata las torres de piedra de la fortaleza.

El aire estaba cargado, inmóvil, como si la misma noche temiera respirar demasiado fuerte.

Lucian salió del salón de guerra con pasos medidos, seguido por sus lobos de élite.

El silencio se extendía a su paso, roto solo por el crujir de las armaduras y el murmullo de las antorchas.

El patio central los esperaba: un círculo amplio de tierra endurecida, cercado por columnas y gargolas ennegrecidas.

—Formen un círculo —ordenó, con la voz tan fría como el filo de un cuchillo.

Los soldados obedecieron sin titubear.

La disciplina era su religión, y él, el dios que no admitía ofrendas a medias.

Lucian desenvainó su daga.

El acero brilló a la luz lunar con un destello afilado, y la levantó con un gesto solemne.

—Hoy probaremos la lealtad.

—Sus palabras cayeron con el peso de un juramento—.

Sangre por sangre.

Uno de los más jóvenes tragó saliva.

Lucian lo vio; lo olió incluso, el miedo dulzón que se escapaba de su piel.

Una presa débil entre depredadores.

—Acércate.

—La orden fue un látigo.

El muchacho vaciló, pero dio un paso al frente.

Sus ojos buscaban anclaje en las sombras, como si allí hubiera misericordia.

No la había.

Lucian le tendió la daga.

—Tu vida, tu manada, tu lealtad… todo está ligado a una sola cosa: obedecer.

—Sus ojos dorados brillaron con amenaza—.

Muéstrame tu compromiso.

El silencio se volvió insoportable.

El joven temblaba, la hoja pesaba en su mano como si cargara con el mundo entero.

Finalmente, cerró los ojos y se hizo un corte profundo en la palma.

La sangre cayó en la tierra con un sonido húmedo, alimentando al suelo oscuro.

Lucian sonrió apenas.

—Bien.

—Le arrebató la daga y, sin previo aviso, se la hundió en el hombro.

El muchacho gritó, cayendo de rodillas.

Los demás soldados ni se inmutaron.

Solo observaron cómo el Alfa retiraba el arma lentamente, manchada de rojo.

—Que tu dolor sea un recordatorio.

—La voz de Lucian fue un trueno contenido—.

Si alguno de ustedes falla, si alguien me trae excusas en lugar de resultados… su sangre no será un sacrificio: será un desperdicio.

El soldado herido bajó la cabeza, aceptando su destino sin atreverse a protestar.

Lucian se giró hacia los demás, y el eco de su presencia los atravesó como una daga invisible.

—Encuentren a los culpables —ordenó, limpiando la hoja en su abrigo oscuro—.

Destruyan sus guaridas, arranquen sus nombres de la tierra.

Y cuando los tengan… tráiganlos ante mí.

Las sombras se agitaron en torno a él, vivas, reptando como serpientes que reconocen a su amo.

Lucian alzó la mirada hacia la luna.

La imagen de Eliza herida volvió a clavarle garras en la memoria: su sangre, su fragilidad, el dolor en sus ojos.

Lo quemaba por dentro, más que cualquier herida.

Mi hembra…, pensó con rabia contenida.

El mundo aprenderá lo que significa tocar lo que me pertenece.

La noche pareció inclinarse ante esa promesa.

Y los lobos, en silencio, aceptaron que la guerra estaba a punto de devorar más que territorios: devoraría almas.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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