Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 121
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- Capítulo 121 - 121 Sombras en la antesala
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121: Sombras en la antesala 121: Sombras en la antesala El agua tibia me envolvía como un refugio prestado, perfumada con esencias de rosas oscuras que impregnaban el aire con un aroma denso, casi hipnótico.
Pétalos carmesí flotaban a mi alrededor, pegándose a mi piel húmeda como si quisieran marcarme con su fragancia.
Mis dedos, distraídos, jugueteaban con la espuma, creando pequeñas formas efímeras que se deshacían al instante, un intento vano de acallar el murmullo de voces que se filtraba desde mi habitación.
Podía escuchar a Corina, su voz firme y precisa cortando el aire con órdenes rápidas, como un general dirigiendo a su ejército.
Movía a las demás doncellas con la exactitud de quien domina cada detalle, piezas en un tablero que ella gobernaba sin titubeos.
A ratos, el eco de risas nerviosas, pasos apresurados y el roce inconfundible de telas agitadas llegaban hasta mí, recordándome con cruel insistencia aquello que había intentado enterrar en el olvido.
El baile de bienvenida de Stephan.
Todos en la manada lo veneraban, lo amaban incluso.
Desde el momento en que el castillo se había vestido de gala —manteles bordados desplegados, candelabros pulidos hasta brillar, corredores impregnados de flores frescas y especias dulces—, no había escuchado otra cosa que su nombre.
Stephan, el hermano de Lucian, el Alfa que parecía cargar en su presencia la promesa de equilibrio frente a la oscuridad implacable de estas murallas.
Su sola existencia despertaba admiración genuina, como si fuese una luz capaz de suavizar las aristas del hierro.
Y sin embargo, la idea de encontrarme con él me helaba el estómago.
Lo había evitado desde aquel paseo a caballo, donde su cercanía me había dejado más preguntas que respuestas.
Pero ahora ya no había escondite posible.
No más pretextos.
No más excusas.
Era inminente.
Me deslicé un poco más en la bañera, hundiéndome hasta que el agua me cubrió los hombros, cerrando los ojos como si el calor pudiera protegerme de lo inevitable.
El líquido abrazaba mis músculos, disolviendo por momentos la rigidez que me atenazaba, pero la calma no llegaba del todo.
El nerviosismo era un animal inquieto, vivo bajo mi piel, rascando desde dentro con zarpas invisibles.
Un recordatorio constante de que en pocas horas tendría que enfrentar miradas, sonrisas falsas, y sobre todo… a él.
Las voces en el pasillo se hicieron más nítidas, filtrándose entre los muros como corrientes de aire que no podía detener.
Corina discutía con la firmeza de una reina de guerra sobre el color de las cintas que colgarían de las columnas del gran salón, y más allá se escuchaba el correteo de doncellas cargando cajas de velas, frascos de perfumes, ramos de flores frescas.
Todo era movimiento, un pulso festivo que contrastaba brutalmente con la lentitud pesada de mis pensamientos.
Inspiré profundo, intentando que el vapor cargado de rosas me llenara de calma.
El perfume era dulce, sofocante, casi empalagoso, y aun así no lograba cubrir el ruido en mi pecho.
Me repetí que todo sería soportable, que bastaba con vestirme, con sonreír en el momento adecuado, con fingir indiferencia.
Pero las imágenes me traicionaban: Stephan, su aroma, sus ojos, buscándome en medio de la multitud.
Sabía que tarde o temprano lo haría, y cuando eso ocurriera no habría escondite, ni bañera, ni puerta cerrada que me salvara.
El agua había perdido su tibieza, enfriándose en torno a mi piel como un recordatorio de que el tiempo se agotaba.
Con un suspiro resignado me incorporé, y las gotas comenzaron a resbalar por mi cuerpo hasta morir en la superficie inquieta de la bañera.
Afuera, Corina alzó la voz con un tono imperativo, esa nota final que me anunció el fin de mi tregua.
La puerta se abrió de golpe.
Corina irrumpió con la fuerza de una tormenta: un torbellino de perfume, determinación y energía inquebrantable.
—¡Al fin!
—exclamó, como si hubiera vencido una batalla solo por arrancarme de mi escondite.
En menos de un latido me cubrió con una toalla de lino grueso, el roce áspero sobre mi piel húmeda arrancándome un escalofrío.
Sus manos hábiles giraron y apretaron hasta encerrar mi cabello en un turbante improvisado, y antes de que pudiera protestar, ya me había envuelto en una bata de seda que se ceñía a mi cintura como una segunda piel, ligera pero implacable en su propósito.
Me tomó de la muñeca con la misma firmeza con que otros empuñan un arma y me arrastró hacia el tocador.
Aún no me acostumbraba a esa energía que siempre me desbordaba.
El espejo ocupaba casi toda la pared, rodeado de luces encantadas que parpadeaban como estrellas domésticas, creando un resplandor cálido que me hacía sentir observada desde todas las direcciones.
El asiento mullido parecía hecho para convertir a cualquiera en una muñeca dócil bajo el escrutinio de un ejército invisible.
Corina no perdió tiempo.
Sus dedos, firmes pero extrañamente delicados, comenzaron a trabajar en mi cabello húmedo.
Lo recogía con destreza, entrelazando mechones, asegurándolos con alfileres invisibles, pero siempre dejando algunos rizos sueltos que caían con estudiada rebeldía sobre mis sienes y en la curva vulnerable de mi cuello.
Y entonces la vi.
Sobre el tocador, descansando como si esperara su momento, brillaba una corona.
No era una diadema cualquiera: su delicadeza era casi engañosa, porque en ella vivía un poder crudo.
El metal negro estaba trabajado con filigranas que atrapaban la luz en destellos profundos, como brasas apagadas, y entre esas líneas resplandecían diminutos diamantes oscuros, gotas de noche incrustadas en la estructura.
En el centro, dominando la pieza, se alzaba la figura de un lobo plateado, feroz y majestuoso, sus ojos tachonados con diamantes que parecían mirar directamente hacia mí.
Tragué saliva.
La sola visión de aquella corona era un recordatorio de lo que esperaba afuera: no una simple fiesta, sino una noche de exhibiciones, de declaraciones silenciosas, de promesas y amenazas envueltas en música y danza.
Y yo, con el corazón temblando en mi pecho, estaba a punto de convertirme en la pieza central de ese juego.
—Perfecta —murmuró Corina, colocándola con un gesto ceremonial.
Luego vino el vestido.
Cuando lo extendieron frente a mí, el aire se escapó de mis pulmones.
Era un sueño oscuro, salido de un cuento prohibido.
El corset se ceñía con precisión cruel a mi cintura diminuta, tallado para dejar mis pechos apenas velados, expuestos bajo tirantes tan delicados que parecía que un suspiro podría desgarrarlos.
La falda caía hasta el suelo en oleadas imposibles, cada capa formada por pétalos iridiscentes que parecían vivos, destellos encantados que cambiaban de tono entre el rosa pálido y el rojo encendido cuando la luz los acariciaba.
Al moverlo, daba la impresión de que un jardín prohibido florecía alrededor de mis piernas.
Me levanté, temblando un poco, y al verme reflejada en el espejo no pude evitar abrir la boca, anonadada.
No me reconocía.
No era la chica escondida en una bañera, ni la que intentaba pasar desapercibida: era algo más.
Un espejismo entre lo divino y lo mortal, hecho de seda, piel y magia.
Corina, detrás de mí, sonrió con suficiencia.
—El Alfa mandó hacerlo especialmente para ti.
—Su voz era un filo suave que me atravesó de golpe—.
Nada menos que un vestido digno de su compañera.
Mi corazón dio un vuelco.
El reflejo en el espejo brillaba, hermoso y temible… y yo no estaba segura de si quería ser la dueña de esa imagen, o su prisionera.
La confesión de Corina todavía ardía en mis oídos cuando la puerta se abrió sin previo aviso.
El aire de la habitación cambió en un solo instante, denso, como si las paredes hubieran contenido el aliento esperando esa entrada.
Lucian apareció en el umbral.
Vestía un traje negro impecable, el corte preciso marcando la anchura de sus hombros y la fuerza contenida en su cuerpo.
La camisa, azul marino, atrapaba la luz como un mar profundo, contrastando con la corbata plateada que parecía un fragmento de luna helada.
En los pies, unos mocasines negros brillaban con discreción, el detalle final de una figura que exudaba poder y control.
Su cabello, apenas desordenado, era un gesto extraño en él: como si hubiese intentado suavizar su presencia, aunque el efecto fuera el contrario… lo hacía ver aún más peligroso, un lobo disfrazado de hombre.
Cuando sus ojos se posaron en mí, todo mi cuerpo se tensó.
Primero brillaron con un destello curioso, como si no terminara de reconocerme.
Luego, lentamente, mientras su mirada descendía por mi cuello, el corset ajustado, las cintas frágiles de los tirantes, la curva de mis caderas acentuadas por la falda de pétalos encantados, se oscurecieron.
Era un eclipse en progreso: del dorado cálido al brillo feroz del depredador.
Un escalofrío recorrió mi espalda desnuda, y no fue solo miedo.
Había en ese mirar algo que me envolvía, que me reclamaba, que me hacía consciente de cada rincón de mi piel como si sus manos ya me tocaran.
Él dio un paso al interior, cerrando la puerta tras de sí.
El silencio se alargó, tenso, hasta que su voz quebró el aire, grave y baja.
—Eres un arma… y lo sabes.
Mi garganta se secó.
El reflejo en el espejo me mostraba temblando, atrapada entre la incredulidad y algo más oscuro, más prohibido.
Lucian extendió una mano hacia mí.
No había dulzura en su gesto, pero sí una autoridad que no admitía rechazos.
—Ven.
—Sus dedos esperaban, firmes, con la promesa de arrastrarme a esa noche.
Mis piernas dudaron, el vestido agitándose con un suspiro de pétalos encantados.
Quise resistirme, decir algo, pero cuando su mirada volvió a encontrar la mía, la fuerza se deshizo en mi interior.
Lo único que pude hacer fue colocar mi mano en la suya.
El contacto fue un incendio.
Yo sabía que solo pretendía conducirme hacia el baile, pero lo que mis nervios imploraban en secreto era otra cosa: que no se detuviera ahí.
Que dejara de contenerse, que se aventurara más allá de esa cortesía tensa.
Que cumpliera lo que su mirada oscura prometía.
Lucian me sostuvo la mano con firmeza, acercándose lo suficiente para que su aliento rozara mi oído.
—Hoy será nuestro primer evento formal — una sonrisa divertida adornaba su rostro — Espero esto sea como en los cuentos de hadas que amas.
El pasillo estaba cubierto de alfombras carmesí, iluminado por antorchas y lámparas mágicas que parecían flotar suspendidas en el aire.
El eco de nuestros pasos era lo único que se atrevía a llenar aquel silencio.
Lucian caminaba a mi lado, erguido, con el rostro impasible de siempre, una máscara de acero que no dejaba entrever nada.
Ni emoción, ni duda, ni siquiera orgullo: solo esa calma que ocultaba una tormenta.
Yo, en cambio, sentía el corazón desbocado.
Cada paso me acercaba a la multitud, a los ojos que me escrutarían, y el corset parecía apretarse un poco más con cada inhalación.
Mis dedos, atrapados en la firmeza de su mano, estaban fríos.
Entonces, ocurrió.
Un aroma distinto me golpeó de improviso, suave pero inconfundible: sal de mar.
El olor fresco, como la brisa que acaricia un puerto al amanecer, invadió mis fosas nasales, llenando mis pulmones con una sensación tan familiar como extraña.
Me detuve un instante dentro de mí misma, aturdida.
Ese aroma me rodeaba como si una corriente invisible se hubiera abierto paso hasta abrazarme, como si Stephan estuviera allí mismo, caminando a mi lado aunque yo no pudiera verlo.
El nerviosismo se transformó en algo más: anticipación, un cosquilleo ansioso que me erizó la piel bajo la seda del vestido.
Me atreví a mirar de reojo a Lucian.
Sus rasgos seguían duros, incólumes, como si nada hubiera cambiado.
Él no parecía haber percibido nada; sus ojos fijos al frente, su mandíbula relajada en apariencia, su andar tan controlado como siempre.
El alivio fue instantáneo, aunque efímero.
Y mientras Lucian avanzaba con la seguridad de un rey llevando a su reina, yo no podía dejar de sentir que la verdadera batalla de esta velada no ocurriría en la pista de baile, sino dentro de mí.
Y cada paso que nos acercaba al salón era también un paso hacia él.
Estaba claro que esta noche algo saldría mal… muy pero muy mal.
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