Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 122
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- Capítulo 122 - 122 Es solo un baile
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122: Es solo un baile 122: Es solo un baile El murmullo del gran salón llegó a mí antes de que cruzáramos el umbral.
Voces superpuestas, risas que se mezclaban con el tintineo de copas, el suave roce de zapatos sobre el mármol, y un perfume denso, saturado de flores y especias, que casi me hizo marear.
La música flotaba como un hilo de plata en el aire, delicada, elegante, cargada de esa formalidad que pretendía cubrir los instintos más crudos de la manada.
Era la primera vez que Lucian me traía a este tipo de eventos, donde seria presentación como su Luna y sinceramente mis nervios estaban a flor de piel.
El salón parecía un océano de luces y susurros.
Candelabros de cristal pendían como coronas brillantes desde lo alto, derramando reflejos dorados sobre las columnas y el mármol pulido, que devolvía el resplandor como un espejo líquido.
El aire estaba cargado de calor y expectación, y yo flotaba en medio de él, consciente de cada movimiento de mi cuerpo, del roce del vestido sobre mis piernas, del ligero temblor de mis manos.
Intenté concentrarme en Lucian, en su puerta firme, de la manera en que su mirada no se desviaba de ningún punto concreto, como si el mundo entero fuese irrelevante frente a él… pero no pude.
Su sola presencia parecía marcar un territorio invisible a nuestro alrededor, y sin embargo, nada mitigaba el cosquilleo que me subía por la piel al sentirme observada.
Mientras avanzábamos, aunque no lo había visto, aunque aún no lo había visto, pordia sentir la mirada de Stephan.
No me soltaba ni un instante, siguiendo cada curva de mi espalda, cada giro de mi vestido, cada leve movimiento de mi cabello.
Era un peso invisible, y sin embargo fascinante, que me mantenía en un estado de alerta perpetua.
De pronto, un grupo de miembros de la manada se adelantó hacia nosotros.
Hombres y mujeres de distintas edades, impecablemente vestidos, con sonrisas que mezclaban cortesía y curiosidad.
Las copas en sus manos tintineaban suavemente, y sus miradas, aunque amables, tenían un brillo reverente, como si presenciaran algo más grande que ellos.
—Alfa —saludó uno de ellos, inclinando la cabeza.
Sus ojos, sin embargo, pronto se desviaron hacia mí, con una chispa de asombro contenida.
—La Luna de la manada —agregó una mujer de voz suave, inclinándose levemente, como si el gesto mismo fuese un acto sagrado.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
Sentí que toda la sangre se me agolpaba en el rostro, y por un instante quise esconderme detrás de Lucian.
Mis labios apenas lograron esbozar una sonrisa temblorosa, insegura.
Lucian, en cambio, permaneció sereno.
Su postura era la de un rey intocable, un equilibrio perfecto entre la solemnidad y la seguridad de quien no necesita demostrar su poder porque todos lo reconocen de inmediato.
Su mano descansó en mi cintura con un gesto tan discreto como firme, y cuando habló, su voz fue grave, resonante, como una campana que acallaba cualquier otra conversación.
—Conózcanla —dijo, con la naturalidad de quien dicta una verdad inamovible—.
Ella es mía.
El murmullo de los presentes se convirtió en un eco reverente.
Vi sonrisas que se inclinaban hacia mí, miradas que me examinaban con cuidado, casi con devoción.
Yo, sin embargo, solo podía sentir el latido acelerado en mis sienes y el peso ardiente de la mirada de Stephan, clavada en mi nuca como un hierro candente.
Intenté concentrarme en la música, en los murmullos, en los reflejos de los candelabros sobre el mármol brillante, pero el calor que me envolvía desde atrás no me dejaba.
Cada vez que lo sentía más cerca, mi respiración se aceleraba, y la certeza de que nada podría protegerme de su observación me hizo desear, por un instante, desaparecer entre la multitud.
Los miembros de la manada me acosaban con preguntas, de mi vida como humana, de mis planos como Luna, si implementaría algún cambio en la manada para la mejora de los súbditos; yo trataba de contestar lo mejor que podía, no conocía absolutamente nada de lo que me estaban diciendo, Lucian jamas se había preocupado por instruirme en algo.
Lucian permanecía firme a mi lado, su mano apretando la mía con suavidad, pero sin ceder un centímetro.
Su rostro era un enigma, impenetrable, y esa máscara de calma era tan amenazante como su agarre, como si pudiera sentir cada pensamiento que cruzaba mi mente y no necesitara palabras para marcar límites.
La noche apenas comenzaba, y ya estaba atrapada en un juego de poder silencioso, de miradas y promesas veladas, donde cada gesto era un aviso, cada roce de aire un preludio de lo que vendría.
Y mientras avanzábamos por el salón, entre murmullos y destellos de luz, supe que esta velada no terminaría con un simple baile… sino con algo mucho más intenso, más oscuro, y posiblemente, más peligroso de lo que jamás había imaginado.
Cuando Lucian consideró que era suficiente de hablar con los invitados, se excuso de los invitados para arrastrarme a la pista de baile.
Apenas había tenido tiempo de guiarme hasta el centro cuando uno de sus hombres apareció a su lado, murmurándole algo urgente al oído.
Su rostro no cambió, seguía siendo la misma máscara fría de siempre, pero supe que era importante porque soltó mi mano con un gesto seco.
—Quédate aquí.
—Su voz fue un mandato más que una petición.
Y antes de que pudiera replicar, ya se lo habían llevado, engullido entre la multitud de hombres de negro que lo seguían como sombras.
Me quedé inmóvil, un poco perdida, el corazón golpeando contra mi pecho como si quisiera escapar.
Intentaba convencerme de que la ausencia de Lucian era un alivio, un respiro… hasta que sentí esa presencia.
El aire cambió.
La música seguía sonando, la gente seguía riendo, pero yo lo supe.
Era como si el salón entero se hubiera inclinado hacia mí, y entonces lo vi.
Esteban.
Apenas a unos pasos de distancia, apoyados con una tranquilidad casi insolente contra una columna.
La copa en su mano reflejaba la luz de los candelabros, pero sus ojos estaban fijos en mí, cargados de esa chispa peligrosa que me hacía sentir como si todo lo demás dejara de existir.
—Vaya… —su voz llegó hasta mí como un murmullo lleno de picardía, aunque ni siquiera había abierto la boca lo suficiente para que otros lo escucharan—.
Y yo que pensé que tendría que robarte para verte de cerca.
No me había dado cuenta de que estaba sonriendo hasta que lo hizo: esa curva torcida, juguetona, que no encajaba con el peso solemne de la velada.
Sentí que mi respiración se aceleraba, los nervios y el cosquilleo se mezclaban como vino dulce en mi sangre.
Giré apenas la cabeza, buscando a Lucian, preguntándome si estaba cerca, si había notado que Stephan estaba a escasos centímetros de mí.
Pero no había rastro de él.
Nada.
Stephan aprovechó mi titubeo para moverse.
Un segundo estaba a distancia prudente y al siguiente, su mano cerraba con suavidad —pero con firmeza— mi muñeca.
—No tienes idea de cuánto me he aburrido aquí, caperucita —susurró, con ese tono juguetón que era casi un reto.
Y sin darme tiempo de protestar, me arrastró hacia la pista de baile, como si la sala entera existiera solo para que él me guiara.
No le importaron las miradas, no le importó Lucian.
No me importó a mí… aunque debía.
El cosquilleo se volvió fuego.
Y mientras sus dedos ardían contra mi piel, yo solo podía pensar en lo mismo: que estaba entrando a un juego del que no iba a salir ilesa.
Stephan me arrastró hasta el centro de la pista, y apenas pusimos un pie sobre el mármol reluciente, la música parecía volverse más lenta, como si el salón mismo contuviera la respiración.
Su mano seguía sobre la mía, firme y segura, pero su mirada… su mirada era un imán que me atrapaba en su juego, divertida, provocadora, y con un fuego que no podía ignorar.
Los murmullos comenzaron apenas nos acomodamos frente a frente.
Las doncellas, los hombres de la manada, incluso algunos invitados menos cercanos, dejaron de moverse y empezaron a observarnos.
—Miren eso —susurró a alguien detrás de mí, apenas audible—.
Se ven… perfectos juntos.
Otro murmullo siguió —Y la luna… parece brillar justo sobre él, como si estuviera bendiciéndolos.
Cada comentario era como una chispa que me encendía por dentro, mezclando miedo y emoción, y yo apenas podía respirar con normalidad.
Stephan no soltaba mi mano, su pulso firme y cálido atrapando el mío, y mientras inclinaba levemente su cabeza hacia mí, su sonrisa me hizo perder el equilibrio, aunque no aparentemente.
—Te ves increíble —murmuró al oído, y su cercanía me hizo estremecer—.
¿Sabes lo peligroso que es verte así?
Intenté desviar la mirada, buscando en el salón un rastro de Lucian, un signo de que él podría aparecer en cualquier momento, pero todos los ojos estaban sobre nosotros, y la sensación de estar exhibida me hizo consciente de cada detalle: cómo mi vestido acariciaba mis caderas, cómo los rizos que Corina había dejado sueltos caían sobre mis hombros, cómo la corona brillaba bajo la luz de los candelabros.
Stephan, ajeno a cualquier interrupción, comenzó a girar suavemente conmigo, y cada movimiento era un pequeño desafío.
No era solo un baile; Era un juego de control y deseo, y yo era la pieza que ambos, sin saberlo, querían reclamar.
Los murmullos se intensificaron —¡Mira sus ojos!
—alguien comentó—.
Ella está perdida…
y él lo sabe.
—Si Lucian viera esto —susurró otro—… no sabría dónde meter la cara.
El cosquilleo en mi estómago se transformó en un nudo de anticipación y miedo.
Cada segundo que pasaba bajo la mano de Stephan, con sus dedos entrelazados a los míos, era un recordatorio de que este baile no era inocente.
Y mientras girábamos una y otra vez, me di cuenta de que la luna no solo brillaba sobre él: también iluminaba la batalla silenciosa que se estaba librando en mí, entre lo que deseaba y lo que sabía que podía ser peligroso.
Mi mirada buscó inconscientemente a Lucian, deseando, esperando, pero no había rastro de él.
Y eso me hizo comprender algo: estaba completamente a merced de Stephan, y me encantaba.
Stephan giró suavemente conmigo una vez más, y esta vez la cercanía era demasiado.
Su rostro se inclinó, acercando su aliento a mi oído, y un escalofrío recorrió mi columna como un hilo eléctrico.
Sentí cómo sus dedos apretaban ligeramente mi muñeca, marcando territorio con un gesto que era a la vez juguetón y dueño absoluto de mí.
—Parece que nadie más puede apartarte de mi vista esta noche —susurró, y su voz era baja, grave, provocadora—.
Incluso la luna se inclina para mirarnos.
Mi corazón se disparó, y por un segundo olvidé respirar.
Los murmullos de la manada se intensificaron detrás de nosotros.
—¿Vieron eso?
—alguien murmuró—.
Está a centímetros de ella… y ella no puede apartar la mirada.
—Se le ve la emoción… ¡y la tensión!
—comentó otro—.
Como si estuvieran jugando a un juego que todos podemos ver… excepto Lucian.
El cosquilleo de mi estómago se mezcló con un calor que no sabía controlar.
Intenté disimular, me incliné un poco hacia atrás, pero él lo sintió.
Su sonrisa se volvió más traviesa, y su rostro rozó mi mejilla mientras me guiaba suavemente en otro giro.
El aire entre nosotros era denso, cargado de electricidad.
—Cuidado… —susurré, más para mí que para él—.
Esto es peligroso… —Oh, lo sé —dijo, su aliento rozando mi cuello—.
Pero hay algo en verte así… tan nervioso, tan viva… que no puedo resistirme.
Mi cuerpo se estremeció, y un escalofrío subió desde mi nuca hasta mis hombros.
La sensación era indescriptible: miedo, deseo, anticipación… todo mezclado en un solo latido.
Mientras tanto, los ojos de la manada no se apartaban, y los murmullos crecían en intensidad.
—La luna parece brillar solo para él —murmuró alguien—.
Es… hipnotizante.
—Y ella… se le ve fascinada —dijo otro—.
Por un momento, parece que el mundo entero desapareció.
Stephan inclinó la cabeza más cerca, sus labios casi rozando mi oído, y su voz bajó a un tono que era casi un roce de su boca contra mi piel: —Ves?
No hay nadie que pueda detenernos ahora… Sentí un extremo que no podía contener.
Mi respiración era entrecortada, mi mente un caos, y la pista de baile parecía haberse reducido a un espacio donde solo existíamos él y yo.
Cada murmullo, cada mirada desde la multitud, solo intensificaba lo que sentía: un juego peligroso, ardiente, imposible de ignorar.
Y mientras me mantenía entre su mano firme y su aliento cercano, entendí algo: esta noche, la batalla no era solo de miradas ni de juegos.
Era una guerra silenciosa entre lo que podía y no podía desear, y yo estaba completamente atrapada.
Mientras Stephan seguía jugueteando a centímetros de mí, guiándome suavemente en la pista, sintió un cambio en el aire.
Un escalofrío recorrió mi espalda, distinto al que provocaba Stephan: más profundo, más pesado, cargado de amenaza y presencia.
Lo supe antes de verlo.
Lucian estaba allí.
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