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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 125

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125: A un suspiro del peligro 125: A un suspiro del peligro —Hola —dijo el chico, su voz suave, casi musical, con un timbre que se le quedó vibrando en la piel—.

Soy Stephan.

Eliza recordó respirar, aunque su cara ya ardía como un tomate.

—Eh… hola —balbuceó, con la sensación absurda de que la había pillado fuera de lugar.

Stephan la miraba con esos ojos color miel, brillantes bajo la luz de la luna, mientras añadía con una media sonrisa: —Mis amigos y yo estamos aquí por el spring break, pero nos quedamos sin luz porque uno de nosotros olvidó pagar la casa.

Eliza parpadeó, sin saber si estaba sorprendida, divertida o un poco cauta.

Abrió la boca para contestar, pero Marisol apareció de golpe, escuchando lo suficiente como para intervenir.

—¡Claro que sí!

—exclamó con entusiasmo, justo a eso habían venido, a divertirse—Estamos comiendo malvaviscos en el patio trasero, pueden unirse.

El chico no despegaba la mirada de Eliza.

Sonrisa lobuna, coqueta, como si nada más existiera en ese instante.

—Iré por mis amigos —dijo, antes de girarse.

—Dejaré la puerta abierta… —logró decir ella, casi en un susurro que apenas se oyó por encima del crepitar del fuego.

Stephan caminó con pasos seguros hasta dos casas más abajo.

Tal como había dicho, estaba a oscuras.

—Espero que sus amigos estén igual de guapos que él… —murmuró Madison, devorándolo con la mirada.

Eliza sintió una punzada extraña en el pecho.

No tenía sentido sentir celos, ni siquiera conocía a Stephan.

Pero aun así, prefirió callar y regresar con Ashley a la fogata.

Madison, sin darse cuenta de la incomodidad de su amiga, se unió de nuevo al círculo.

—Tenías que haberlo visto… —suspiró, todavía soñadora.

Eliza tomó el libro que había dejado de lado por la tarde, momento perfecto para evitar sumarse a esa conversación que la inquietaba.

—Madison, recuerda que tienes novio —sentenció Ashley, alzando una ceja.

Madison agitó la mano como si el comentario no mereciera atención.

Poco después, Stephan apareció acompañado de dos chicos, quienes siendo de lo mas caballerosos se presentaron ante las chicas El primero, Adrian, alto y robusto, con el cabello oscuro recogido en un moño bajo y ojos de un gris acerado que parecían leer cada detalle a su alrededor.

Su porte dejaba claro que estaba acostumbrado a mandar era el beta Stephan, el habia decidido dejar la manada, para seguirlo en la búsqueda de su compañera.

El segundo, Thiago tenía una apariencia más relajada, cabello castaño con mechones dorados que caían desordenados sobre su frente, y una sonrisa confiada que contrastaba con su mirada felina, clara y penetrante.

Él era el hijo del alfa y de la luna de la manada Bruma de Plata, en México.

Aunque las chicas no lo sabían y como podían saberlo, ellas habian dejado entrar a tres lobos a su casa esa noche.

—Bienvenidos a nuestra pequeña locura —dijo Madison, riendo mientras les señalaba los cojines alrededor del fuego—.

Acérquense, pero cuidado con los malvaviscos, que están ardiendo.

Eliza levantó apenas la vista por encima del borde de su libro.

Stephan ya la estaba mirando de nuevo, con esa expresión divertida y una sonrisa resplandeciente que le revolvió el estómago.

Con naturalidad, se acomodó en el cojín libre justo a su lado, tan cerca que el calor de su cuerpo pareció fundirse con el de la fogata.

—Gracias por dejarnos unirnos —dijo Stephan con una sonrisa ladeada, recostándose apenas hacia atrás.

Su voz tenía un tono tranquilo, casi perezoso, pero cargado de una confianza que rozaba la arrogancia—.

Prometo que esto va a ser divertido.

El fuego chisporroteó, lanzando destellos dorados que danzaban sobre sus rostros.

El sonido del mar acompañaba la escena, suave y rítmico, como un corazón latiendo a lo lejos.

Madison y Ashley estaban totalmente absortas en los amigos de Stephan, eran todo risas y coqueteos; Madison fue la primera en desaparecer dentro de la casa con Adrian, cuando Eliza la miro de reojo ella simplemente le giño el ojo.

Thiago y Ashley era otro tema; el la tomo entre sus brazos y entre bromas y juegos se sumergieron en la alberca, jugando con pelotas de playa y nadaban persiguiéndose uno a otro.

Eliza había dejado a un lado su libro, distraída.

Sostenía una manzana cubierta de caramelo, brillante bajo el reflejo del fuego.

Sabía —lo sentía con cada fibra de su piel— que Stephan no apartaba la mirada de ella.

Su atención era como una caricia invisible, intensa, imposible de ignorar.

Eliza nunca había sentido algo así.

Su corazón latía más rápido de lo que debía, y la brisa salada del mar no era suficiente para enfriar el rubor que le subía por el cuello.

No sabía si aquello era miedo o emoción.

¿Así se sentía enamorarse?

No lo sabía.

Nunca había tenido un novio.

Nunca había sentido interés real por nadie.

Pero los ojos de Stephan… esos ojos color miel con vetas doradas la miraban como si ya la conocieran desde siempre, como si leyeran cada pensamiento que intentaba esconder.

Dio una mordida a la manzana.

El crujido del caramelo se mezcló con el sonido del fuego, y un hilo de jugo escarlata se deslizó por su barbilla.

Su lengua lo atrapó, inocente, sin imaginar el efecto que causaba.

Stephan la observó fijamente, sus pupilas se dilataron apenas, y una chispa predatoria cruzó su mirada.

Él no lo planeó.

Solo actuó.

Con un movimiento lento, casi reverente, le tomó la barbilla con los dedos y giró su rostro hasta tenerla frente a él.

Eliza apenas respiró.

Su corazón golpeaba como si intentara escapar de su pecho.

Durante un segundo, el mundo se redujo a eso: el contacto, la cercanía, el fuego reflejándose en sus ojos.

Entonces, algo cambió.

Una energía invisible pareció recorrer el aire entre ellos, un estremecimiento que no era solo humano.

Y dentro de Eliza, muy, muy lejos, en un rincón de su mente, una voz susurró: —Compañero.

Ella no lo escuchó conscientemente… pero cada centímetro de su cuerpo lo sabia.

Stephan sí lo sintió.

Una sonrisa lenta se formó en sus labios, cargada de satisfacción y peligro.

Lo supo sin dudar la había encontrado.

La loba dorada de la profecía… y la diosa Luna lo bendencia, ella era su compañera destinada.

—Compañera… —gruñó su lobo interior, Rhaegor, desde las sombras de su mente—.

Es nuestra.

Debemos marcarla.

Stephan cerró los ojos un instante, obligando a su bestia a callar.

«No todavía», pensó con frialdad.

«Primero, que confíe en nosotros» Cuando volvió a mirarla, la dureza de su mirada había desaparecido, reemplazada por un brillo travieso, casi encantador.

—Tienes caramelo aquí —murmuró, señalando la comisura de su labio.

Eliza, torpe y nerviosa, se limpió con los dedos y soltó una risa suave, sonrojada hasta las orejas.

En ese momento, su teléfono vibró.

Un mensaje de su madre iluminó la pantalla: “Buenas noches, cariño.

Cuídate mucho.

Te amo.” Eliza sonrió con ternura, respondió con un simple emoji —una carita sonriendo y un corazón— y apagó el celular.

Cuando levantó la vista, Stephan la observaba aún.

Solo que ahora su mirada se había detenido en el pequeño rastreador que ella sostenía distraídamente en la mano.

—¿Te gusta andar vigilada, princesa?

—preguntó con un tono que oscilaba entre la burla y la curiosidad peligrosa.

Eliza tragó saliva, apretando el pequeño dispositivo y muy avergonzada admitio —Mi mamá… se preocupa mucho —murmuró.

Stephan inclinó la cabeza, su sonrisa apenas torcida.

—Entiendo.

—Su voz bajó un tono, grave, envolvente—.

Pero esta noche… prométeme que no mirarás atrás.

Stephan se inclinó apenas hacia ella, su mano extendiéndose para tomar suavemente la de Eliza.

—Ven —dijo con un susurro que parecía al mismo tiempo una orden y una invitación.

Eliza dudó un instante, pero antes de que pudiera reaccionar, los dedos de Stephan se entrelazaron con los suyos, firmes, cálidos… y peligrosamente seguros.

No la apretaba, pero la guía en su toque era imposible de ignorar, como si la corriente de su voluntad la arrastrara sin que ella pudiera resistirse.

El sendero hasta el quiosco estaba bañado por la luz tenue de unas pequeñas lámparas y el resplandor distante de la fogata.

La brisa salada del mar se colaba entre sus cabellos, despeinándolos con suavidad, mientras el murmullo de las olas acompañaba sus pasos como un secreto compartido.

Cuando llegaron, Stephan la soltó sólo para hacerla girar sobre sí misma, lento, casi reverente, hasta que sus cuerpos quedaron frente a frente.

Sus ojos color miel se posaron en ella con una atención que la desarmó por completo.

Había en su mirada una mezcla extraña —diversión, curiosidad… y algo más oscuro, un destello de peligro que le erizó la piel.

El corazón de Eliza latía con fuerza, cada pulsación resonando en su pecho como un tambor desbocado.

El calor de su mano aún permanecía en la suya, contrastando con la frescura de la noche que los envolvía.

—¿California, verdad?

—preguntó él, apoyando un brazo en la baranda del quiosco.

Su postura era relajada, pero su presencia llenaba el espacio entre ellos.

Había algo en su voz, en el ritmo bajo y rasposo con que hablaba, que hacía imposible no escucharlo—.

He oído que de allí vienen las mejores historias.

Eliza sintió que el rubor le subía al rostro, una ola cálida que la dejó sin aire.

Intentó sonar natural, pero su voz tembló, traicionando el torbellino que la agitaba por dentro.

—Eh… sí, algo así —murmuró—.

Entre playas y ciudades grandes.

Stephan ladeó la cabeza, con una media sonrisa que parecía saborear su timidez.

Su mirada se deslizó hacia el horizonte, donde el mar se confundía con el cielo.

—¿Y tú de dónde eres?

—preguntó ella, más por romper el silencio que por verdadera curiosidad.

Él bajó la vista hacia ella, los labios curvándose apenas.

—Yo voy donde me lleven las olas —dijo con un tono casi poético, aunque en su voz había una promesa velada—.

No me importa de dónde vengo… solo lo que encuentro en el camino.

Eliza asintió, sin sospechar la doble intención en sus palabras.

Había una calma peligrosa en él, una serenidad que parecía esconder algo indomable.

Su corazón aún palpitaba con fuerza, pero se sentía extrañamente cómoda, como si su cercanía fuera un refugio y una amenaza al mismo tiempo.

—¿Y… eso significa que viajas mucho?

—preguntó con timidez, alzando la vista.

Stephan inclinó la cabeza, y una chispa de diversión brilló en sus ojos.

—Depende de las mareas —respondió, con un susurro cargado de ambigüedad—.

Me gusta conocer a la gente… aprender de ellos… y ver hasta dónde pueden llevarme.

Ella sonrió sin entender del todo, sin notar cómo sus palabras la envolvían, cómo él la estudiaba con la paciencia de un depredador que ya había elegido a su presa.

Stephan se apoyó contra la madera del quiosco, cruzando los brazos, aunque una de sus manos siguió rozando los dedos de Eliza, en un contacto sutil, casi accidental… pero constante.

Sus ojos miel no la soltaban, examinándola como si intentara leer cada emoción que pasaba por su rostro.

—Cuéntame algo —dijo al fin, con voz baja y firme.

No era una petición, era una orden envuelta en dulzura—.

¿Qué te gusta hacer?

Eliza tragó saliva, sorprendida por la intensidad con que la observaba.

—Bueno… me gusta ir a la playa, leer… pasar tiempo con mis amigas.

Nada muy emocionante —respondió, nerviosa.

Stephan dejó escapar una risa suave, grave, que la hizo estremecerse.

—Sencillo —murmuró, inclinándose apenas hacia ella, lo suficiente para que su aliento le rozara la mejilla—.

Pero a veces lo simple… es lo más fascinante.

Eliza bajó la vista, intentando esconder su sonrisa, pero él la notó.

La inocencia en su gesto lo fascinó, lo atrapó.

Disfrutaba cada mínima reacción, cada respiración contenida, cada temblor que ella intentaba disimular.

—¿Y tus amigas?

—preguntó, con un dejo de burla suave—.

¿Son tan encantadoras como tú?

—Madison siempre está planeando algo —dijo, riendo nerviosa—, y Ashley… bueno, ella es más responsable.

Nos cuida a las dos.

—Entonces supongo que tú eres la que necesita que la cuiden —susurró Stephan, sin apartar la vista de ella.

Eliza levantó la mirada, insegura de si debía reír o sentirse aludida.

Pero cuando sus ojos se cruzaron con los de él, el mundo pareció detenerse.

El aire entre ambos se volvió espeso, vibrante, como si una corriente invisible los conectara.

Podía sentir su propia respiración entrecortada, el calor subiendo a sus mejillas, el pulso desbocado contra su garganta.

Stephan no se movió; solo la observó con esa calma hipnótica que parecía leerle el alma.

Disfrutaba del efecto que provocaba en ella: el ligero temblor de sus manos, el brillo ingenuo en su mirada, el rubor que teñía su piel como una confesión muda.

Eliza mordió suavemente el borde de su labio, intentando ocultar su nerviosismo.

—No… no siempre, supongo —murmuró—.

A veces solo quiero hacer lo que me da la gana.

Él arqueó una ceja, divertido.

—Eso me gusta —susurró, inclinándose apenas, tan cerca que su voz rozó su oído como un roce invisible—.

Alguien que se atreve a desobedecer… me resulta interesante.

Eliza contuvo la respiración.

Su perfume la envolvió —una mezcla de sal marina y algo amaderado, cálido— y por un segundo creyó que el tiempo se diluía.

Bajó la mirada, jugando con los dedos, sin darse cuenta de que cada palabra suya quedaba grabada en la mente de Stephan.

Él la estudiaba sin prisa, memorizando sus gestos, midiendo su inocencia como quien saborea lentamente una fruta prohibida.

—¿Y tu familia?

—preguntó él de pronto, suavizando el tono.

Sus palabras fueron una caricia en el aire, cuidadosas, casi protectoras—.

Veo que tu madre puede ser… un poco invasiva.

Su mirada descendió sutilmente hacia el rastreador en la muñeca de Eliza.

Ella notó el gesto y soltó una risita ligera.

—Algo así… —admitió, girando la cabeza para mirarlo a los ojos—.

Siempre está preocupada por todo.

Rodó los ojos al recordar todo lo que tuvo que prometerle para que la dejara venir aquella noche.

—Mi padre murió antes de que yo naciera.

Así que siempre hemos sido mi madre, mi abuelo y yo.

Stephan asintió, y una sonrisa lenta, casi imperceptible, se dibujó en sus labios.

Había algo distinto en su mirada; una sombra, una chispa de satisfacción, aunque disfrazada de empatía.

—Debe ser difícil para ella —comentó, con voz baja y un matiz de ternura calculada—.

Criarte sola, preocuparse por ti… supongo que teme que alguien te haga daño.

Eliza asintió, sin captar la doble intención en sus palabras.

—Sí, siempre dice que confío demasiado en la gente.

—Tal vez tenga razón —dijo él, acercándose apenas un paso más, suficiente para que la brisa que los separaba se volviera una línea difusa—.

Hay personas que saben aprovecharse de eso.

Ella alzó la vista, confundida por el cambio en su tono.

Pero entonces Stephan sonrió, disipando cualquier tensión con una calidez engañosa.

—Aunque también es lo que te hace especial —añadió, y sus ojos brillaron con una dulzura que la desarmó por completo.

Eliza sintió un nudo en el estómago.

No entendía por qué cada palabra de él la hacía sentir expuesta, ni por qué su cercanía parecía alterar el aire mismo.

—Dime —empezó él, inclinando la cabeza, su voz ahora apenas un murmullo—.

¿Cuántos años tienes?

La pregunta la tomó por sorpresa.

Parpadeó un par de veces, llevándose un mechón de cabello detrás de la oreja, intentando disimular el rubor que se extendía por su cuello.

—Quince… recién cumplidos —contestó en un susurro.

Stephan guardó silencio unos segundos.

Un brillo extraño cruzó sus ojos, mezcla de sorpresa y algo más oscuro, más profundo.

“Demasiado joven…”, pensó.

Su instinto, siempre infalible, había fallado esa vez.

No entendía cómo no lo había percibido antes.

—Quince —repitió, saboreando la palabra, probando su peso, su límite—.

Eres más joven de lo que esperaba.

Eliza tragó saliva.

—¿Eso es malo?

Stephan la observó por un largo instante, sus labios curvándose lentamente.

—No —dijo por fin, su voz baja, grave, casi un ronroneo—.

Solo significa que hay cosas que aún no conoces… y eso, Eliza, puede ser muy peligroso… o muy interesante.

Eliza no supo qué responder.

Sus mejillas ardían, su corazón palpitaba con fuerza, y sin darse cuenta, había dado un paso más hacia él.

Stephan no se movió.

Solo la miró, y sonrió con esa calma que escondía algo mucho más oscuro que sus palabras.

El silencio entre ambos se volvió casi insoportable, como si cada segundo estirara los límites de lo permitido.

Eliza dio un paso hacia atrás, más por nervios que por decisión, y el suelo húmedo bajo sus pies la traicionó.

Resbaló levemente, soltando un pequeño jadeo, y antes de que pudiera caer, unas manos firmes la sujetaron por la cintura.

El contacto fue un relámpago.

Stephan la atrajo hacia sí con reflejos precisos, sus dedos hundiéndose apenas en la tela del vestido, rozando su piel como una caricia involuntaria.

Eliza quedó atrapada entre su pecho y el aire frío de la noche, sintiendo el ritmo pausado —demasiado seguro— del corazón de él contra el suyo.

—Cuidado… —murmuró Stephan, su voz ronca, grave, tan cerca que la palabra pareció rozarle los labios.

Eliza levantó la vista.

Sus rostros estaban a un suspiro de distancia.

Podía ver el brillo dorado de sus ojos bajo la tenue luz del quiosco, la sombra que le marcaba la mandíbula, el hilo de deseo contenido en la forma en que la miraba.

Su respiración se volvió temblorosa.

Una corriente invisible tiraba de ella, y por un instante creyó que si se inclinaba apenas un poco más, sus labios se encontrarían.

Stephan no se movió.

Solo la sostuvo, observando cómo el rubor le cubría las mejillas, cómo su inocencia temblaba entre el miedo y la curiosidad.

Y entonces, justo cuando el mundo pareció inclinarse hacia ese punto inevitable… —Stephan.

La voz irrumpió como un balde de agua fría.

Ambos se giraron.

Thiago se acercaba desde el sendero, el cuerpo aún goteando agua de la piscina.

La camiseta pegada a su torso dejaba marcas oscuras sobre la tela, y el cabello mojado le caía sobre la frente.

Había algo urgente en su mirada, algo que rompía por completo la atmósfera que acababa de formarse.

—Recibimos el mensaje que esperábamos —anunció con un tono respetuoso, pero firme—.

Dicen que tenemos que marcharnos.

Stephan cerró los ojos un segundo, exhalando con calma antes de soltar lentamente a Eliza.

Sus manos se deslizaron de su cintura con la lentitud de quien no quiere romper un hechizo, pero sabe que debe hacerlo.

—Entendido —respondió, sin apartar del todo la vista de ella.

Eliza dio un paso atrás, tratando de recuperar el aliento.

El corazón le golpeaba el pecho como si quisiera escapar.

No sabía si lo que había sentido era real o solo producto del momento, pero el calor en su piel no mentía.

Stephan sonrió apenas, una sonrisa que parecía una promesa.

—Nos veremos pronto, pequeña—murmuró, con esa voz que sonaba a peligro envuelto en seda.

Y mientras Thiago lo esperaba unos pasos más allá, el aire entre ellos siguió vibrando, suspendido entre lo que casi fue… y lo que aún estaba por venir.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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