Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 126
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- Capítulo 126 - 126 Tarde de chicas
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126: Tarde de chicas 126: Tarde de chicas El sol comenzaba a descender, tiñendo el horizonte con tonos anaranjados y dorados que se reflejaban sobre la superficie del mar.
Las olas rompían con suavidad, arrastrando espuma y sal, mientras el aire cálido del atardecer envolvía la costa con ese aroma inconfundible a verano y libertad.
La brisa jugaba con los mechones húmedos de las chicas, trayendo consigo el eco lejano de una guitarra y el murmullo de conversaciones que provenían del paseo marítimo.
Había pasado una semana desde la noche en el quiosco… y los chicos no habían vuelto a aparecer.
Ningún mensaje, ninguna señal.
Nada.
Era como si se los hubiera tragado la tierra.
Y, sin embargo, las chicas no habían tenido tiempo de aburrirse.
La semana había estado llena de planes improvisados: mañanas en el spa del resort, almuerzos en pequeños restaurantes frente al mar, noches en fiestas que parecían sacadas de una película, con luces cálidas colgando sobre terrazas de madera, copas de vino y risas que duraban hasta el amanecer.
Habían conocidos rincones ocultos de la ciudad costera, tiendas con aroma a coco y vainilla, y cafeterías donde los atardeceres se reflejaban en los ventanales como lienzos dorados.
Ahora, al caer la tarde, Madison y Ashley descansaban frente a la playa, aún con gotas de agua deslizándose por su piel.
Sus tablas estaban semienterradas en la arena, testigos silenciosos de una tarde de surf y confidencias.
Madison llevaba un bikini color esmeralda que resaltaba su piel tostada; su cabello castaño caía en ondas húmedas sobre sus hombros y unas gafas de sol descansaban en la punta de su nariz.
Ashley, en cambio, vestía un conjunto azul cielo con detalles de encaje blanco, un contraste perfecto con el rubor que teñía sus mejillas cada vez que alguien mencionaba a cierto chico.
Eliza, por su parte, era pura gracia sobre las olas.
Deslizándose con naturalidad, parecía parte del mar.
Su traje de baño era negro, elegante y ceñido al cuerpo, con tiras cruzadas en la espalda que acentuaban su figura.
La luz del sol se reflejaba en su piel como si la besara con cada movimiento, y por un instante, todo parecía detenerse: solo ella, el mar y la melodía del viento.
Pero por dentro… su mente era un torbellino.
No quería pensar en Stephan.
No quería recordar su mirada, ni la forma en que su voz había logrado calmarla y desarmarla a la vez.
Había sido un desconocido, y sin embargo, lo que sintió cuando él se marchó… fue tan real como el aire que respiraba.
Un vacío que la acompañaba incluso en sus momentos de risa.
—Si no fuera porque los vi con mis propios ojos, pensaría que me los imaginé —dijo Madison, dejando que el agua le lamiera los tobillos.
Su voz se mezcló con el sonido del mar.
Llevaba un collar de conchas que había comprado esa misma mañana en el mercado local, y los destellos dorados del sol jugaban sobre su piel bronceada.
—Tal vez eso fue lo mejor —respondió Ashley con un suspiro, sentada en la orilla mientras hacía garabatos en la arena con los dedos.
El reflejo del cielo anaranjado iluminaba su rostro, dándole un aire casi etéreo.
Pero en cuanto levantó la vista y observó a Eliza cabalgando la última ola, su expresión cambió; sus mejillas se tiñeron de un rosa vivo que no pasó desapercibido.
—Ashley… —canturreó Madison, arqueando una ceja divertida—.
No digas que no te afectó.
Ashley abrió la boca para replicar, pero terminó cubriéndose el rostro con ambas manos, escondiendo una sonrisa que la traicionaba.
—No fue por eso… bueno, tal vez un poco —murmuró entre risas, su voz amortiguada tras las manos.
Madison se dejó caer de espaldas sobre la arena tibia, suspirando.
—Pues si me preguntas a mí, estos días me han servido para reflexionar —dijo, apoyando las manos detrás de ella mientras cerraba los ojos y dejaba que los últimos rayos del sol le acariciaran el rostro.
—¿Respecto a Dante?
—preguntó Ashley con curiosidad, cargando la cabeza.
Madison se encogió de hombros.
—Sí —confesó tras un silencio—.
Hay algo que tengo que contarles.
El tono de su voz cambió, más serio.
Hizo una seña con la mano a Eliza para que se acercara.
Eliza, aún con el cabello chorreando agua salada, remó hasta la orilla y se incorporó, el sol detrás de ella dibujando un halo dorado alrededor de su figura.
Caminó hacia ellas con pasos lentos, dejando huellas húmedas en la arena.
Su traje de baño negro brillaba bajo la luz cálida, y las gotas que resbalaban por su piel parecían diminutos fragmentos de cristal.
Tomó su toalla, secó los brazos y se sentó con ellas, aún jadeante por el esfuerzo.
— ¿Qué pasa?
—preguntó, con la voz suave pero curiosa.
Madison mordió su labio inferior, como si buscara las palabras correctas.
El mar rugía en la distancia, y una bandada de gaviotas cruzó el cielo justo cuando el sol tocaba el horizonte.
—Creo que… ya no quiero seguir con Dante —confesó al fin.
Eliza y Ashley se miraron sorprendidas, en silencio por un instante, mientras la brisa marina les revolvía el cabello y la sal les humedecía los labios.
El ambiente, cálido y tranquilo, parecía detenerse para escuchar la confesión que estaba por salir.
La marea subía lentamente, acariciando sus pies con espuma blanca.
Detrás de ellas, el cielo se teñía de matices anaranjados y violetas, un lienzo viviente que envolvía la playa en un abrazo melancólico.
Y a lo lejos, sin que ellas lo supieran, tres figuras masculinas las observaban desde las rocas del acantilado, con la mirada fija, paciente… depredadora.
Madison tragó saliva, las manos entrelazadas sobre las rodillas, la voz apenas un susurro que el viento se encargó de arrastrar.
—Dante ha estado engañándome.
Eliza y Ashley parpadearon, sorprendidas.
Ninguna habló de inmediato.
Madison rara vez se mostró vulnerable; siempre era la fuerte, la que tenía una respuesta para todo.
Pero ahora, sus ojos reflejaban una tristeza silenciosa.
Durante semanas lo había sospechado.
Dante se mostraba distante, nervioso, y sus excusas eran cada vez más torpes.
Pero cuando finalmente lo vio con otra, no supo cómo reaccionar.
Le avergonzaba confesar que el chico que prometió amarla, el que juró que su historia era para siempre, había traicionado su confianza.
— ¿Cómo te enteraste?
—preguntó Ashley, incrédula, con el ceño fruncido.
Madison bajó la mirada, jugando con la arena entre sus dedos.
—No lo vi directamente… pero no me hizo falta.
—Suspiró y se inclinó hacia adelante, bajando la voz como si temiera que el mar también la juzgara—.
Estaba en el club, hace casi un mes.
Me había invitado a la terraza, y justo cuando pasé por el estacionamiento lo escuché.
Su voz.
Riendo.
Y luego la de ella… —Hizo una pausa breve, los labios temblándole apenas—.
Era la recepcionista de ese bar al que iba con sus amigos.
La que tiene el tatuaje de mariposa en la clavícula.
Ashley abrió los ojos de par en par.
—¿La del perfume barato?
No… —murmuró horrorizada.
—Esa misma —confirmó Madison con una risa amarga—.
Ahora entiendo por qué iba casi todos los días a ese lugar.
“Partidas con los chicos”, decía.
Supongo que ahora sé con quién jugaba en realidad.
Eliza la observó en silencio.
Había en su mirada una comprensión profunda, como si entendiera demasiado bien lo que era perder algo que creías eterno.
Sabía lo que se sentía cuando alguien te robaba la calma… el suelo… el aire.
—Y ¿qué vas a hacer?
—preguntó Eliza finalmente, su voz serena, maternal, como si las palabras buscaran sostenerla.
Madison se encogió de hombros.
En el fondo, esta escapada había sido un respiro; una forma de poner distancia antes de tomar una decisión definitiva.
Dante, aunque era el infiel, seguía teniendo arrebatos de celos absurdos, como si ella fuera la culpable.
—Supongo que dejarlo.
Ya no quiero seguir con alguien que no sabe lo que tiene —dijo al fin, y al levantar la vista, el reflejo del fuego bailó en sus ojos con un brillo nuevo—.
Me merezco algo más que ser la sombra de un tipo que no sabe amar.
Eliza le apretó la mano, cálida y firme.
El viento las envolvía con un aroma a sal y promesas rotas, mientras el sol se despedía detrás del mar.
El sonido de las olas era el único que acompañaba el silencio entre las tres cuando una corriente de aire diferente se coló entre ellas.
Era más densa, más eléctrica.
Eliza lo sintió antes de escucharlo: un cambio en el ambiente, como si el mar mismo contuviera el aliento.
—¿Lo sienten?
—murmuró Ashley, girando la cabeza.
Madison levantó la vista, y su expresión se transformó en un gesto entre sorpresa y desconcierto.
Tres figuras se acercaban desde el extremo del muelle, avanzando con paso tranquilo, como si el mundo les perteneciera.
Stephan iba al frente.
La camisa blanca de lino que llevaba abierta a la altura del pecho dejaba entrever el tono dorado de su piel, aún húmedo por el baño reciente en el mar.
El pantalón de tela caía suelto sobre sus pasos descalzos, y la luz tenue del atardecer realzaba cada línea de su cuerpo atlético.
A su lado, Adrian —alto, de mirada tranquila y mandíbula marcada— llevaba una camisa celeste remangada hasta los codos y un aire sereno, casi imposible de leer.
El tercero, Thiago, era todo lo contrario: sonrisa descarada, cabello revuelto por el viento, una cadena dorada en el cuello que centelleaba cada vez que la brisa la movía.
—¿Pero…?
—susurró Ashley, apenas audiblemente, su voz temblando entre sorpresa y emoción.
Eliza quedó inmóvil.
Su corazón dio un vuelco traicionero al ver a Stephan.
Había pasado una semana sin verlo, una semana entera intentando convencerse de que su ausencia no importaba.
Pero bastó un segundo, una simple mirada, para que todo lo que había tratado de enterrar regresara con una fuerza devastadora.
Stephan se detuvo frente a ellas, a solo unos pasos.
El crepitar del fuego pareció apagarse bajo su presencia.
—Parece que eligieron el mejor lugar para ver el atardecer —dijo, con esa voz baja y áspera que siempre sonaba entre amenaza y caricia.
Madison carraspeó, intentando romper el silencio.
— ¿Qué hacen aquí?
—preguntó, más por reflejo que por desconfianza.
Adrian irritante, inclinándose apenas hacia adelante, divertido.
—Digamos que estábamos cerca y vimos a tres chicas hermosas —Claro —añadió Adrián, con una sonrisa cortés—.
Stephan insistió en que nos acercáramos.
Eliza notó cómo Stephan desviaba apenas la mirada hacia el atardecer, y luego a ella.
Sus ojos, miel se encontraron con la tormenta azul de los suyos, y por un instante el mundo se redujo a ese intercambio silencioso.
Ella estaba terriblemente nerviosa.
—¿Van a alguna parte esta noche?
—preguntó Thiago, rompiendo el hechizo con un tono ligero.
Ashley negó con la cabeza, todavía un poco nerviosa.
—No teníamos planes… Thiago suena más amplio, mostrando un destello travieso en los ojos.
—Perfecto.
Entonces vengan con nosotros.
Hay una fiesta esta noche en el yate del puerto norte.
Música, luces, vino… —alzó las cejas— y una vista del cielo que no se olvida fácilmente.
—¿Un yate?
—repitió Madison, arqueando una ceja con interés—.
¿De quién?
—De Stephan —respondió Adrian antes de que el propio Alfa hablara.
Eliza lo miró de reojo, sorprendida.
Stephan no había dicho una sola palabra, pero su mera presencia bastaba para llenar el silencio.
Finalmente, él habló, con esa calma que se sentía como un rugido contenido.
—No tienen que ir si no quieren… pero sería una pena perderse la noche más hermosa del verano.
Eliza sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
No por miedo, sino por la intensidad en su tono, por la forma en que sus palabras parecían tener un doble filo, una promesa y una advertencia al mismo tiempo.
Madison fue la primera en reaccionar, con una sonrisa que buscaba romper la tensión.
—Bueno, después de todo lo que ha pasado, creo que una noche de distracción no nos vendría mal.
Ashley ascendió, aún sonrojada.
Eliza, en cambio, se limitó a sostener la mirada de Stephan, sin poder evitarlo.
—Y ¿qué se supone que debemos llevar a una fiesta en un yate?
—preguntó al fin, intentando sonar ligera.
Stephan suena apenas, un gesto casi imperceptible.
—Solo vayan.
Yo me encargo del resto.
El viento sopló con más fuerza, apagando casi por completa la fogata, y por un momento, entre la penumbra del crepúsculo, la figura de Stephan pareció fundirse con la noche.
Y mientras las olas rompían contra la orilla, el destino —ese que siempre parecía tener sus propios aviones— empezaba a mover sus piezas.
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