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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 128

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  4. Capítulo 128 - 128 Bajo la bruma de plata
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128: Bajo la bruma de plata 128: Bajo la bruma de plata Los tres chicos guiaron a sus parejas hasta el borde del muelle con la calma de quien tiene el control absoluto de la noche.

El agua golpeaba suavemente el casco del yate anclado, reflejando las luces doradas que colgaban como luciérnagas suspendidas en el aire.

Un puente de madera los separaba de la embarcación, adornado con un pasamanos de cuerdas y pequeñas bombillas que titilaban al ritmo del viento marino.

Las chicas avanzaron entre risas, intentando que los tacones de aguja no quedaran atrapados en las rendijas del puente.

El aire olía a sal, perfume caro y un dejo de algo más… una energía que se sentía viva, salvaje.

Eliza tambaleó un poco, y Stephan estuvo allí, tan rápido que ni siquiera vio moverse su brazo.

La sostenida por la cintura, firme, con esa mezcla de ternura y dominio que la desarmaba.

Sus dedos se hundieron en el tejido suave de su vestido mientras la acercaba a su pecho.

Por un instante, ella se quedó sin aliento.

—Con cuidado —murmuró él, su voz grave y acariciante, tan cerca que la piel de su cuello se erizó—.

No querría que te lastimaras.

Ella ascendió, sintiendo el calor subirle al rostro.

No entendía por qué ese chico, con sus ojos ámbar y sonrisa perezosa, lograba desordenarle tanto el pulso.

Nunca se había enamorado.

Nunca había sentido algo así.

Pero con él… todo parecía inevitable.

Fueron guiados a través de los pasillos del yate, decorados con madera oscura, luces cálidas y el suave murmullo de música lejana.

Al llegar a la cubierta, Eliza tuvo que contener un suspiro: era un sueño flotante.

La mitad del espacio estaba al aire libre, con una pista de baile brillante bajo una cúpula de guirnaldas de cristal que reflejaban la luna.

La otra mitad estaba techada por una estructura de lona blanca, donde mesas redondas cubiertas de manteles marfil sostenían copas de champaña, fuentes con frutas exóticas y flores carmesí que despedían un aroma embriagante.

Una brisa templada movía las cortinas translúcidas y hacía bailar las luces.

En el pequeño escenario, una joven de cabello oscuro cantaba con una voz etérea, su vestido plateado casi transparente, como si la luna la vistiera.

Su melodía era suave, pero había en ella algo hipnótico, un ritmo que parecía latir con la sangre de los presentes.

Apenas pisaron la cubierta, Thiago y Adrian arrastraron a sus respectivas parejas entre risas y copas alzadas, dejándola sola con Stephan.

Eliza observó cómo todos parecían perderse en un frenesí elegante, risas, brindis, miradas que se sostenían demasiado.

—Veo que decide no esconderte esta vez —dijo Stephan, inclinándose hacia ella.

Su voz la envolvió como seda húmeda, peligrosa.

Sus ojos, dorados y profundos, recorrieron cada curva de su cuerpo con un hambre apenas disimulada.

Eliza sintió un nudo en el estómago.

La brisa marina rozaba su piel desnuda, y sin embargo, el verdadero calor provenía de la mirada de él.

Stephan levantó una mano y, sin prisa, la deslizó desde su hombro hasta su mano.

La yema de sus dedos ardía contra su piel.

Un escalofrío la recorrió, y sin entender por qué, las piernas le dejaron de temblar.

—No entiendo qué me haces sentir —murmuró ella, casi para sí, con la voz temblorosa.

Él irritante, ese gesto tan suyo que parecía una promesa y una amenaza al mismo tiempo.

—No tienes que entenderlo, caperucita —susurró cerca de su oído, tan bajo que su aliento le rozó la nuca—.

Solo sentirlo.

Eliza bajó la mirada, nerviosa, jugueteando con la hermosa gargantilla que él mismo le había obsequiado esa tarde.

Desde que la había puesto, no había podido quitársela.

El peso del metal sobre su piel la hacía sentir extrañamente… marcado.

—Supongo que era lo correcto —balbuceó con una sonrisa tímida, sin saber si quería alejarse o perderse más en esa sensación.

Stephan se inclinó aún más, su sombra mezclándose con la de ella bajo la luz plateada.

—No, Eliza —susurró, rozando con un dedo la línea de su cuello hasta detenerse justo sobre el colgante—.

No era lo correcto… era lo inevitable.

Su voz fue un suspiro de fuego que se le quedó grabado en la piel.

Ella no lo sabía, pero en los ojos de Stephan brillaba algo más que deseo.

Una promesa oscura.

Estaba a punto de lograrlo.

La gran loba dorada —la elegida de la diosa luna, la única capaz de portar la corona del Rey Alfa— por fin sería suya.

Y nada, ni la distancia ni los designios divinos, podrían arrebatarle el regalo que el destino, caprichoso y cruel, había puesto en sus manos.

Stephan observaba a Eliza con esa calma depredadora que tanto lo caracterizaba.

Ella, en cambio, brillaba como si no perteneciera a ese lugar; su piel parecía absorber la luz de la luna, y su cabello le caía en ondas suaves sobre los hombros desnudos.

Era inocente, joven, frágil y completamente ajena a lo que enrealidad estaba pasando.

Un camarero paso con una bandeja llena de copas, y Stephan tomó dos con delicadeza entre sus dedos.

-¿Vino?

—le ofreció él con una sonrisa que parecía inofensiva.

Eliza ascendió, agradecida.

Aceptó la copa entre sus dedos delicados y bebió con calma.

El líquido carmesí le rozó los labios y luego descendió con lentitud, dejando un nivel de calor en su garganta.

Sabía bien, quizás demasiado bien.

Pero al poco rato, sentí algo extraño.

Un leve mareo, como si el mundo girara un poco más lento, como si la música se volviera más profunda, más envolvente.

“Qué raro”, pensó.

Ella estaba acostumbrada al vino; Podía beber tres o cuatro copas sin sentir nada.

Pero esa noche, con una sola, su piel parecía arder y su respiración se volvía inconstante.

Stephan lo notó.

—Todo bien, caperucita?

—murmuró, inclinándose hacia ella.

Su voz rozó su oído como una caricia peligrosa.

—Sí… sólo un poco de calor.

—Debe ser la luna —susurró él, y su sonrisa se volvió apenas perceptible, cargada de un secreto que ella aún no comprendía.

A unos metros, Thiago reía con una copa en la mano, arrastrando a Ashley hacia la pista de baile improvisada.

La música se mezclaba con el rumor del mar, un sonido antiguo, como si el océano mismo celebrara algo que las chicas aún ignoraban.

Ashley se movía con soltura, su vestido plateado capturando la luz mientras Thiago la tomaba de la cintura con descarada familiaridad.

Adrian, más reservado, se encontraba platicando con Madison, ella se ve claramente feliz y enamorada, cosa que realmente sorprendió a Eliza.

Entonces, la música cambió.

El ritmo alegre se transformó en algo más lento, profundo, casi tribal.

Los tambores retumbaron como un corazón gigante latiendo bajo el cielo.

Stephan alzó la mirada hacia la luna, y sus labios dibujaron una línea casi reverente.

—Ya es hora —dijo, con un tono grave que hizo que la piel de Eliza se erizara.

Un hombre se adelantó entre la multitud.

Vestía una bata marrón oscura, el rostro cubierto por una capucha.

Era el padre de Thiago, el Alfa de la manada Bruma de Plata aunque nadie se atrevía a pronunciar su nombre con familiaridad.

Su presencia imponía silencio; Incluso el viento pareció detenerse.

A su alrededor, las luces del yate se fueron apagando poco a poco, hasta quedar reducidas a un resplandor ámbar que titilaba como si respirara.

Las sombras se alargaron, y el murmullo del mar se mezcló con un aroma denso a incienso, sal y vino derramado.

La luna, enorme y perfecta sobre el horizonte, bañaba el agua con un brillo de plata líquida, como si el océano se inclinara ante ella.

Varias parejas comenzaron a reunirse en la terraza descubierta, formando un círculo.

Nadie te hablaba; los murmullos se habían extinguido, devorados por el sonido grave de un tambor que golpeaba a intervalos, marcando un ritmo primitivo, casi hipnótico.

El aire estaba cargado.

Denso.

Vibrante.

Adrian, Thiago, Marisol y Ashley observaban desde atrás, inmóviles, con una atención que rozaba la devoción.

Pero Stephan no esperó.

Tomó la muñeca de Eliza con suavidad —aunque la fuerza bajo sus dedos la inmovilizó por completo— y la condujo hasta el centro del círculo.

— ¿Qué es esto?

—preguntó ella con la voz baja, apenas audible.

Su respiración temblaba.

—Un ritual… mexicano —mintió él con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—.

Para atraer la buena suerte.

Eliza quiso creerle.

Quizás porque la mirada de Stephan tenía algo hipnótico, o porque el vino le pesaba en la sangre y el aire se sentía espeso.

Pero en el fondo, una parte de ella sabía que eso no era solo una fiesta.

Aun así, se dejó guiar.

El hombre de la túnica oscura —el padre de Thiago— se adelantó, levantando las manos al cielo.

La tela marrón se movía con el viento, y bajo la capucha, apenas se distinguían los destellos de unos ojos antiguos.

Comenzó a recitar en un idioma que Eliza no comprendía.

Cada palabra vibraba en el aire, grave, envolvente, como si el sonido se filtrara en los huesos.

Las llamas de las antorchas parpadearon.

El resplandor dorado se expande sobre las parejas sentadas, cubriéndolas con un velo cálido que parecía latir con vida propia.

Eliza tragó saliva.

Sentía la piel sensible, el corazón golpeándole las costillas.

El aire mismo parecía murmurar algo.

Entonces lo sintió: una corriente invisible recorrió su cuerpo, un escalofrío que comenzó en la nuca y descendió por su espalda como una caricia helada.

Stephan giró el rostro hacia ella.

Su mirada ambarina brillaba con una intensidad casi animal, y en ella había algo… antiguo, peligroso y hermoso a la vez.

Tomó su mano, entrelazando sus dedos con los de ella.

Su contacto era cálido, firme, casi posesivo.

—Confía en mí —susurró, y sus labios rozaron el borde de su oreja, tan cerca que el aliento le erizó la piel.

Eliza lo miró, perdida entre el mareo, la fascinación y una sensación extraña que no podía nombrar.

El pulso le temblaba en las muñecas.

Todo en ella gritaba que debía alejarse, pero su cuerpo… su cuerpo no obedecía.

El tambor volvió a sonar, más fuerte.

La voz del Alfa resonó en el aire, grave, solemne.

El círculo entero parecía latir con cada palabra, como si algo antiguo despertara bajo sus pies.

Esa noche no era una simple fiesta.

Era un ritual de unión.

Y la luna, testigo silenciosa de los destinos, ya había elegido.

Eliza no lo sabía aún, pero con cada respiración compartida, con cada palabra pronunciada por el Alfa, el sello se forjaba en silencio.

Su destino y el de Stephan se entrelazaban bajo la bendición de la diosa —una unión que no nacía del amor, sino del designio oscuro de la sangre y del deseo.

La loba dorada pertenecía al lobo que había jurado reclamarla.

Y aunque el cielo ardiera, esa noche… él cumpliría su promesa.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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