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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 129

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  4. Capítulo 129 - 129 Todo se fue por la borda
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129: Todo se fue por la borda 129: Todo se fue por la borda Las horas transcurrieron envueltas en música y risas, como si el ritual nunca hubiera ocurrido.

Las copas de champaña se llenaban sin descanso, y el ambiente resplandecía con un dorado decadente que envolvía el yate entero.

Luces cálidas colgaban de los mástiles, reflejándose en la superficie del mar como un millar de luciérnagas danzantes.

El aire olía a perfume caro, a vino derramado ya sal, mezclado con algo más… algo metálico, apenas perceptible.

Las tres chicas —ya más cómodas en esa atmósfera envolvente— comenzaron a soltarse, riendo con una ligereza que solo el vino podía dar.

Ashley, la más animada, ya no caminaba: flotaba.

Su risa clara se elevaba por encima de la música, mientras Thiago la guiaba por la pista de baile improvisada.

Sus cuerpos se movían al compás de una melodía lenta y sensual, tan cerca que el roce parecía una confesión.

—¡Thiago!

—exclamó entre risas, tambaleándose cuando él la giró.

—Te atraparía antes de que tocaras el suelo —murmuró él con voz baja, tan segura que parecía una promesa.

Sus dedos se deslizaron por la cadera desnuda de la chica, marcando el ritmo con la yema de sus dedos, como si tocara un instrumento destinado solo para él.

Madison, por su parte, descansaba contra la baranda del yate, con una copa de vino tinto entre los dedos.

La brisa marina le revolvía el cabello, y la luna se reflejaba en sus ojos con un brillo incierto.

Fingía observar el mar, pero sentía —sin necesidad de mirar— la presencia de Adrian detrás de ella.

Él no dijo mucho.

Solo se mantenía cerca, con esa calma inquietante que ocultaba una energía latente, contenida.

Cada vez que sus miradas se cruzaban, algo invisible parecía tensar el aire.

Era una atracción muda, peligrosa, imposible de ignorar.

Eliza, en cambio, se sintió… diferente.

El vestido le ceñía la piel como si hubiera sido tejido para ella, y el peso de la gargantilla sobre su cuello le recordaba a cada instante la mirada de Stephan.

Quizás era el vino, o la forma en que él la observaba desde el otro extremo de la cubierta, mientras intercambiana unas palabras con el padre de Thiago, ella no lo sabia; pero justo esa noche se acababa de iniciar una cadena de eventos que la llevaría a las garras de la manda hermanos de la sombra.

A su alrededor, la fiesta había cambiado.

Lo que antes era alegría ahora parecía algo más oscuro, más íntimo.

Las risas eran más bajas, las miradas más largas.

Los invitados —todos ellos extrañamente hermosos— se movían entre sombras y destellos, con una naturalidad que la inquietaba.

Bailaban demasiado cerca.

Sus movimientos tenían una cadencia casi animal.

Eliza parpadeó, creyendo que el vino le jugaba una mala pasada… hasta que lo vio.

A unos metros, una pareja se inclinaba sobre un sofá.

Él —alto, de ojos marrones— no la besaba en los labios, sino en el cuello.

No fue un beso.

Fue una mordida.

La chica gimió, su risa quebrada en placer, mientras sus manos se aferraban a la camisa del hombre.

El sonido fue tan real, tan carnal, que un escalofrío helado recorrió la columna de Eliza.

Intentó apartar la vista, pero otra escena, más obscena aún, capturó su atención.

En una esquina de la cubierta, una de las chicas que había estado con ella en el círculo ritual montaba sobre el regazo de su acompañante.

Sus cuerpos se movían al unísono, sin pudor, perdidos en una especie de frenesí instintivo.

Las risas se habían convertido en jadeos, y entre ellos, los destellos de colmillos brillaban bajo la luz de la luna.

La chica inclinó la cabeza hacia el cuello del chico… y mordió.

No suavemente.

No con ternura.

Con hambre.

Eliza sintió que el estómago le revolvía.

Apartó la mirada, mareada.

El aire parecía más denso, más caliente, más vivo.

El corazón le latía con fuerza, y una sensación punzante comenzó a crecer en su pecho.

Todo había cambiado desde el ritual.

Hacer.

Un presentimiento oscuro comenzó a anidar en su mente.

Giró lentamente, buscando a Stephan entre la multitud, pero él ya no estaba donde lo había visto antes.

Las luces titilaban, las sombras se movían con vida propia, y la luna, enorme y blanca, parecía observarla con un ojo antiguo y sabio.

Eliza tragó saliva.

Algo dentro de ella —una voz instintiva, una chispa que no comprendía— le dijo que corriera.

Pero sus piernas no respondieron.

Y entonces lo sentí.

Una mirada.

Intensa, quemándole la piel como un roce invisible.

La misma que la había seguido desde el primer instante en que lo conoció.

La de Stephan.

Solo que esta vez, en sus ojos ámbar ya no había coquetería.

Solo hambre.

Una hambre vieja, primitiva, vestida de calma.

Eliza respiró hondo, tratando de convencer a su cuerpo de que no había nada extraño.

Pero el aire pesaba.

El vino sabía distinto, más amargo, y el sonido del mar parecía más cercano, como si el yate flotara sobre el filo de algo desconocido.

Se llevó la copa a los labios, intentando disimular su incomodidad.

El cristal tembló ligeramente entre sus dedos.

—Todo bien?

—La voz de Stephan la sorpresa.

Estaba a su lado, tan cerca que no entendía cómo no lo había escuchado llegar.

Su tono era grave, aterciopelado, como una promesa que podía romperla o salvarla.

Eliza giró lentamente, encontrándose con sus ojos.

—Creo que bebí demasiado —respondió, forzando una sonrisa nerviosa.

Él ladeó la cabeza, con una media sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

—O quizás estás viendo lo que siempre ha estado ahí.

Eliza soltó una risa leve, pero algo en su pecho se contrajo.

—¿Qué significa eso?

Stephan se inclinó, tan cerca que su respiración le rozó la oreja.

—Nada… todavía.

Su voz era una caricia con filo.

Cada palabra caía despacio, pesada, cargada de intención.

Eliza sintió que el corazón se le aceleraba sin razón aparente, una corriente eléctrica subiendo desde su estómago hasta su garganta.

El silencio entre ambos era denso, casi tangible.

Los ojos de Stephan bajaron hacia su cuello.

El colgante de luna que descansaba sobre su piel brillaba suavemente, reflejando la luz plateada del cielo.

Eliza notó el peso del metal, pero esta vez… lo sintió vivo.

Una vibración leve, un pulso.

Como si tuviera corazón propio.

Stephan alzó una mano, y por un segundo ella creyó que iba a tocarlo.

Pero se detuvo a medio camino, sus dedos suspendidos en el aire, tan cerca que el calor de su piel la alcanzó.

Sus ojos se alzaron lentamente hacia los de ella, y Eliza sintió que el suelo se movía, que el aire se volvía líquido, que todo lo que la rodeaba desaparecía.

—Te ves… perfecta bajo la luna —murmuró él, apenas audible—.

Como si hubiera sido hecha para brillar solo esta noche.

Sus palabras la envolvieron con un tono tan dulce como venenoso.

Y, aún así, una parte de ella no quiso escapar.

Al otro lado de la cubierta, Ashley reía descontroladamente, su voz alzándose sobre la música.

—¡No más vino!

—decía entre carcajadas, mientras Thiago llenaba su copa de nuevo.

Pero la risa se apagó cuando él la miró.

Esa mirada… la tuvo.

Una mezcla de deseo y dominio la silencio por completo.

Madison ya no estaba apoyada en la baranda.

Adrian había desaparecido con ella, como si se hubiera desvanecido entre las sombras del yate.

Eliza frunció el ceño, intentando ignorar la punzada de inquietud que crecía en su pecho.

Se giró hacia el mar.

El agua se extendía calma y oscura, salvo por una línea plateada que cruzaba la superficie como una cicatriz de luz.

Era hermosa y, al mismo tiempo, aterradora.

Como si la luna misma marcara un sendero.

Y entonces, algo cambió.

El ruido de la música se desvaneció lentamente, ahogado por un silencio espeso.

Cuando volvió la vista, vio a todos los hombres del yate —Stephan, Thiago, Adrian y varios más— de pie, mirando hacia el cielo.

Inmóviles.

Sus cuerpos tensos, sus rostros bañados por el resplandor lunar.

Eliza sintió cómo el aire vibraba, como si una corriente invisible la atravesara.

Tragó saliva.

Su corazón golpeaba con fuerza, como si respondiera a ese mismo ritmo, a esa misma frecuencia antigua.

Y entonces los vio.

Los ojos.

Uno por uno, se abrió al unísono, reflejando la luz de la luna.

Brillaban con un fulgor antinatural, dorado y feroz.

No eran humanos.

No en ese momento.

Eliza dio un paso atrás, pero Stephan la sujetó con delicadeza por la muñeca.

No con fuerza, no con violencia, sino con algo peor: una calma absoluta.

—Shh… —susurró él, inclinándose lo justo para que sus labios rozaran su sien—.

No temas lo que ya es tuyo.

—¿Qué estás diciendo?

—su voz apenas fue un hilo.

Stephan excitando, y su sonrisa era hermosa… pero rota, peligrosa, como la de un dios que sabía exactamente cuánto costaba la verdad.

—La luna solo se bendice una vez —dijo en un susurro ronco, sus dedos subiendo lentamente por su brazo—.

Y esta noche… te eligió a ti.

Eliza lo miró, confundida, entre el miedo y una atracción imposible de negar.

La brisa se levantó de pronto, agitando su cabello dorado.

El colgante volvió a brillar, un resplandor que palpitaba al ritmo de algo que no era sólo su corazón.

Un pulso profundo, antiguo, resonaba en su pecho.

Y Stephan… la miraba como si acabaría de encontrar el corazón que había buscado durante siglos.

Su respiración era irregular, los ojos dorados, casi líquidos bajo la luz de la luna.

Eliza sintió cómo el aire entre ambos se tensaba, como si el universo contuviera el aliento.

—Eliza… —susurró él, su voz ronca, peligrosa y suave al mismo tiempo—.

Confía en mí.

Antes de que pudiera responder, Stephan la besó.

No fue un beso rápido.

Fue una marea que la devoró.

Sus labios se fundieron con los de ella con una lentitud abrasadora, una mezcla de ternura y hambre contenida.

Eliza se sintió arder por dentro, cada fibra de su cuerpo respondiendo como si lo hubiera estado esperando.

El sabor de vino y menta la envolvió, mareándola, embriagándola.

El beso se hizo más profundo.

Stephan la tomó de la cintura y el atrajo con firmeza contra su pecho.

Ella sintió su respiración —áspera, temblorosa— mezclarse con la suya.

Y cuando su lengua rozó la de él, un gemido se le escapó, ahogado y vulnerable.

Pero entonces… algo cambió.

La calidez se volvió calor.

El deseo se transformó en alarma.

Los labios de Stephan bajaron hasta su cuello, y allí, el roce se tornó distinto.

Demasiado preciso.

Demasiado agudo.

Eliza suspir, al principio con placer…

hasta que lo sinti: un toque afilado, casi imperceptible, rozando su piel.

Abrió los ojos.

La luna se reflejó en las manos de Stephan, y por un segundo juró verlas transformarse: las uñas alargándose como garras, los tendones marcándose con una tensión sobrenatural.

Su corazón dio un vuelco.

—¿Qué… qué eres?

—susurró, retrocediendo un paso, el aire atrapado en su garganta.

Él no la persiguió; solo la observar, con un dolor extraño en los ojos.

—Escúchame… —murmuró, su voz ahora quebrada, casi suplicante—.

No quiero hacerte daño.

Pero el mareo, el miedo y la confusión la golpearon todos a la vez.

Eliza respiraba con dificultad, el pecho subiendo y bajando rápido, los latidos atronando en sus oídos.

—¡Aléjate!

—gritó, la voz temblando, lágrimas nublándole la vista.

Entonces el cielo se desgarró.

Nubes densas cubrieron la luna en un parpadeo, y un relámpago iluminó la cubierta.

Stephan estaba frente a ella, los colmillos visibles, el rostro marcado por un tormento que parecía tan humano como salvaje.

Eliza retrocedió hasta chocar con la barandilla del yate.

El metal frío le mordió la espalda.

El mar rugía debajo, oscuro, implacable.

—Por favor… —susurró él, avanzando un paso, la voz cargada de una urgencia contenida—.

No te asustes… no todavía.

Te lo explicaré todo, pero no aquí.

Eliza negó con la cabeza, los labios temblando, los ojos empañados por el miedo y la confusión.

—No… —alcanzó a decir, retrocediendo un poco más—.

No te acerques.

Entonces, el cielo se quebró en dos.

Un relámpago desgarró las nubes, y el trueno rugió tan cerca que el yate entero pareció estremecerse bajo sus pies.

El viento se levantó con fuerza, azotando su cabello y levantando el agua en pequeñas olas que salpicaban la cubierta.

La tormenta crecía, furiosa, como si respondiera al pánico que estallaba dentro de ella.

Eliza sintió que la barandilla helada se clavaba en su espalda.

El metal estaba empapado, resbaladizo.

El mar rugía abajo, salvaje, llamándola con su voz profunda y ancestral.

Y Stephan… Él parecía luchar contra algo invisible, entre dar un paso más o contenerse, entre su instinto y su culpa.

—¡Eliza, no!

—su voz se quebró, cargada de un miedo que sonaba demasiado real—.

No te haré daño.

Lo juro.

Pero el yate se inclinó con la fuerza del oleaje, y el metal húmedo traicionó su equilibrio.

Todo ocurrió en un parpadeo.

Eliza perdió el pastel.

Su cuerpo se arqueó hacia atrás, los brazos buscándole en el aire.

-¡No!

—gritó Stephan, lanzándose hacia ella.

Demasiado tarde.

El mundo se volcó, y la oscuridad la tragó.

El mar la recibió con un rugido, un golpe gelido que le arrancó el aire de los pulmones.

—¡ELIZA!

—rugió Stephan, su voz desgarrada, quebrando el estruendo de la tormenta.

Por un segundo, el vio hundirse bajo la superficie agitada, su silueta perdiéndose entre las sombras del agua.

Y sin dudarlo, con los ojos dorados ardiendo como brasas, se lanzó tras ella.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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