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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 130

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  4. Capítulo 130 - 130 Recuerdos recuperados
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130: Recuerdos recuperados 130: Recuerdos recuperados El primer sonido que Eliza escuchó fue un pitido intermitente.

Agudo.

Constante.

Luego, el murmullo distante de voces, el zumbido monótono de luces fluorescentes, y el olor inconfundible de desinfectante mezclado con el de sábanas recién lavadas.

Parpadeó con lentitud.

La claridad blanca la hirió por un instante, como si llevara demasiado tiempo en la oscuridad.

El techo aséptico, las paredes lisas, la frialdad del aire acondicionado… todo se sentía ajeno.

Irreal.

Intentó moverse, pero el peso en su pecho la detuvo.

Un latido débil, irregular, se mezcló con el pitido de la máquina junto a su cama.

—¿Eliza?

—una voz temblorosa rompió el silencio.

Giró la cabeza, y sus ojos se toparon con los de su madre.

Nicole Marie la observaba con un amor desesperado y un miedo que se filtraba entre cada respiración.

Su rostro estaba pálido, los labios agrietados y el maquillaje corrido dejaba ver las huellas del llanto.

A su lado, un hombre mayor —su abuelo— permanecía de pie, erguido, con el rostro severo y la mirada grave.

Había en él una calma antigua, la de quien sabe más de lo que dice.

-Mamá…?

—la voz de Eliza salió apenas como un susurro—.

¿Dónde estoy?

Nicole presionó su mano con fuerza, temblando.

—En el hospital, cielo.

Llevas tres días inconsciente… —tragó saliva, intentando mantener la voz firme—.

Te encontraron en la costa, muy lejos del puerto.

La costa.

El puerto.

Palabras que parecían flotar en su mente, sin sentido ni anclar.

—Yo… —intentó recordar, pero las imágenes se disolvían apenas surgían—.

Fui a la playa, con Madison y Ashley… —Su ceño se frunció, y su respiración se hizo más lenta, confundida—.

Había un chico…

Su voz se quebró en una sonrisa tímida, casi infantil.

Una imagen fugaz la atravesó: una mirada dorada.

Una voz grave riendo cerca de su oído.

Pero el rostro… el rostro no podía recordarlo.

—No sé —murmuró, más para sí que para los demás.

Nicole bajó la mirada, sus dedos acariciando el dorso de su mano.

—No digas nada ahora, amor.

Lo importante es que estás viva.

Eliza percibió el temblor en su tono.

La forma en que su madre evitaba mirarla directamente.

El silencio se volvió denso, cargado.

—Y las chicas?

—preguntó al fin, con un hilo de voz—.

¿Dónde están Madison y Ashley?

El aire cambió.

Su madre cerró los ojos, y su abuelo fue quien respondió.

Su voz era profunda, pausada, como si cada palabra pesara toneladas.

—No han regresado, Eliza.

La policía las busca desde hace días.

No hay rastro del yate…

ni de los jóvenes con los que salieron.

Eliza se quedó inmóvil.

El pitido del monitor marcó su pulso acelerado.

Uno.

Dos.

Tres.

Cada nota, más rápida.

—No… —negó, con la respiración entrecortada—.

Eso no puede ser.

Ellas estaban conmigo.

Recuerdo… —su frente se arrugó, los ojos cerrándose con fuerza—.

El mar… las luces… música… Su voz se apagó.

Y de pronto, una sensación la atravesó.

El sabor metálico en su lengua.

El calor recorriéndole el cuello.

Y una voz, oscura y dulce, susurrando junto a su oído: No huyas.

Eliza se estremeció.

Sus dedos se crisparon sobre las sábanas, y su respiración se volvió errática, como si el aire quemara al entrar en sus pulmones.

Su madre se inclinó hacia ella de inmediato, los ojos empañados por el miedo.

—Cariño, tranquila, estás a salvo.

No tienes que recordar nada aún —murmuró, rozándole el cabello con manos temblorosas.

Pero Eliza lo sabía —sin entender por qué—: aquello no era verdad.

Nada dentro de ella se sintió una salva.

Había un eco constante en su pecho, una sensación de vacío que se expandía con cada respiración.

Era como si algo en su interior hubiera sido arrancado, y el hueco que quedaba seguía latiendo, suplicando por algo que no podía nombrar.

Cerró los ojos, buscando calma, pero lo único que encontró fue la sombra de un recuerdo sin forma.

Y aunque no lograba ver su rostro, en algún rincón de su mente, unos ojos dorados seguían observándola.

Silenciosos.

Pacientes.

Esperando.

Los siguientes días se deslizaron lentos, envueltos en un silencio extraño.

Los médicos decían que su cuerpo estaba sano, que no podían entender como no parecía haber tenido ningún accidente, aunque existía la posibilidad de que su mente solo necesitara tiempo para procesar el trauma.

Pero a Eliza no le parecía que se tratara solo de eso.

Cada vez que intentaba recordar lo ocurrido en la playa, su corazón se aceleraba, y una presión fría la envolvía desde el estómago hasta el cuello, como si alguien invisible le robara el aliento.

La mañana de su alta, el hospital olía a desinfectante y lluvia.

Su madre llenaba los formularios mientras ella observaba por la ventana, viendo las gotas deslizarse lentamente sobre el cristal.

El reflejo que le devolvía la superficie empañada no le parecía del todo suyo: sus ojos lucían más claros, más cansados… más vacíos.

Caminar por el pasillo hacia la salida fue como avanzar entre niebla.

Las luces del hospital parpadeaban sobre su cabeza, y el sonido lejano de pasos blancos y puertas resonaba en su mente con un eco hueco.

Su madre le hablaba —palabras suaves, promesas de descanso, de volver a casa—, pero Eliza apenas podía escucharla.

Había una parte de sí que no lograba reconectar con el mundo.

El trayecto en el coche estaba silencioso.

El cielo gris parecía seguirlas, y el paisaje pasaba como una mancha borrosa a través del vidrio.

Apoyó la frente contra la ventana, sintiendo el frío del cristal calarle la piel.

Cada tanto, su madre la miraba de reojo, intentando sonreír, intentando ser fuerte.

Pero el temblor en sus manos la delataba.

Cuando por fin llegaron, el aire en casa tenía otro peso.

Eliza se detuvo en el umbral, respirando hondo, intentando reconocer aquel espacio que antes había sido refugio y ahora se sentía ajeno.

El silencio no era el mismo de siempre; pesaba, como si las paredes contuvieran una historia que no debía contarse.

Avanzó lentamente por el pasillo, con la sensación de una sombra pegada a la espalda.

Cada paso hacía crujir la madera bajo sus pies, y el eco se mezclaba con el murmullo distante de la lluvia.

Aún le dolía la cabeza, y la luz de la tarde filtrándose por las cortinas le resultaba insoportablemente brillante.

Su madre y su abuelo se habían marchado un rato antes para atender algunos asuntos con la policía, y por primera vez desde que despertó en el hospital, estaba sola.

El aire era denso, inmóvil.

Y entonces la vio: sobre el escritorio, dos sobres esperaban, perfectamente colocados, como si alguien los hubiera dejado con delicadeza.

Uno llevaba la letra redonda y desordenada de Marisol.

El otro, la caligrafía elegante y juguetona de Ashley.

Eliza sintió que el corazón se le detenía por un segundo.

La sensación de vacío volvió a expandirse en su pecho, más fuerte, más viva.

El silencio de la casa se quebró apenas por el sonido de su respiración temblorosa… y por el lejano retumbar de un trueno que, sin saber por qué, la hizo estremecer.

“No te preocupes por nosotras, Eli.

Estamos bien.

Solo…

no volveremos.

Es complicado, pero somos felices.

Ojalá puedas perdonarnos algún día”.

La segunda carta era más breve, pero no menos desconcertante.

“Te amo, loca.

No llores, ¿sí?

Esto es lo que queríamos.

No preguntes cómo ni por qué.

Solo sé feliz.

—Ash”.

Ambas cartas estaban acompañadas de un pequeño USB y una pulsera delgada, tejida con hilo dorado, delicada y bellísima; sin ningún adorno, únicamente una bella tranza de oro.

Eliza tomo con manos nerviosas su computadora, le pareció una eternidad todo lo que esta tardo en encender; con manos aun temblorosas conecta el USB mientras su corazón latia con fuerza.

El monitor del portátil parpadeó.

Primero, un video.

Las imágenes se desenfocaron un instante antes de estabilizarse: Marisol y Ashley, radiantes, vestidas con pequeños vestidos blancos, riendo, tomándose de las manos frente a un fondo borroso de luces cálidas y flores.

Sus voces sonaban felices, ajenas a toda preocupación.

“Eli, si estás viendo esto, significa que todo salió bien.

No te preocupes por nosotras.

Te amamos, ¿sí?

Siempre te llevaremos en el corazón”.

Ambas levantaron las muñecas, mostrando la pulsera gemela que ahora descansaba en la mano de Eliza.

El video terminó con un fundido lento.

Silencio.

Eliza no sabe cuánto tiempo pasó mirando la pantalla vacía.

Solo sintió una punzada fría recorriéndole la nuca.

Aquello no tenía sentido.

Su madre había dicho que no había regresado, que estaba buscandolas por días y no había rantos ni del Yate y mucho menos de algún asistente a la fiesta.

Eliza recordó esas palabras mientras el pitido del monitor hospitalario resonaba en su mente.

Uno.

Dos.

Tres.

Cada nota, más rápida.

Y de pronto, algo la toca desde dentro.

El sabor metálico llenó su lengua.

El calor ascendió por su cuello.

Y una voz oscura, suave como un roce de humo, susurró junto a su oído: No huyas.

Eliza se estremeció.

Sus dedos se cerraron sobre la pulsera, con tanta fuerza que el dije de luna se incrustó en su piel.

Se sentia un poco más tranquila, sus amigas estaban bien… pero el no recordar nada de lo que había pasado la hacia sentirse extremadamente nerviosa.

*** Corrí por el pasillo como si los recuerdos me persiguieran.

Mis manos temblaban, mi respiración era un nudo áspero en la garganta.

Cerré la puerta de mi habitación con un golpe sordo y apoyé la espalda en ella, tratando de calmar los latidos desbocados de mi corazón.

Las imágenes de aquella noche, del yate, del ritual, se agolpaban en mi cabeza como relámpagos sueltos.

Era como si las piezas del rompecabezas, ocultas todo este tiempo, hubieran decidido encajar de golpe.

Me impulsé hacia las cajas apiladas en la esquina abierta, las mismas que nunca había desde que me trajeron de regreso a la manada de mi padre.

Desgarré el cartón con las uñas sin importarme el polvo que me manchaba los dedos.

Sabía que estaba allí.

Tenía que estar allí.

El collar.

El maldito collar de Stephan.

Aparte ropa, papeles, un par de fotografías que no recordaba haber guardado.

Finalmente, entre telas dobladas y un perfume antiguo, mis dedos tocaron el frío del metal.

Lo saqué con brusquedad.

Las cuentas negras, el amuleto plateado con forma de luna y garra brillaron bajo la luz mortecina de la lámpara.

En cuanto lo sostuve, un escalofrío me recorrió.

Era como si el objeto tuviera vida propia, pulsando al compás de mi corazón.

El recuerdo se hizo más vívido.

El beso de Stephan, su voz suave en mi oído, su aliento caliente contra mi cuello… y luego, aquellas garras.

Los colmillos.

El mar rugiendo con mi miedo.

Y el agua tragándome entera.

Me llevé la mano libre a la boca para sofocar un sollozo.

—¿Qué me hiciste?

—susurré al collar, como si pudiera responder.

Un ruido cortó el aire.

No un golpe ni una puerta.

Era más bien un peso que caía sobre la habitación, un cambio en la temperatura.

La luz de la luna entraba por los ventanas altos y se extendía sobre el suelo como un río plateado.

No anunció su llegada.

No hizo ruido.

Simplemente estaba allí, podía sentir su presencia oscura detrás de mí.

Yo seguía aún sin poder creer lo que tenía en mis manos.

Sentada en el suelo con las cajas frente a mi, solo escuhe cuando dio un paso tras otro, medidos, sin prisa.

Y sin embargo, cada paso borraba el aire.

Las risas lejanas, los murmullos de la casa, incluso el tic-tac del reloj parecieron desvanecerse.

Todo se apagó como si alguien hubiera tirado un velo de silencio sobre la habitación.

Luciano.

El peso de su poder me aplastó antes siquiera de que hablara.

Sus ojos dorados brillaban en la penumbra, devorándome.

No había furia visible en ellos, solo esa calma absoluta que siempre era peor.

Esa calma que arrastraba todo a su alrededor como un pozo sin fondo.

Mis ojos acuosos con las lagrimas que no habia querido derramar.

Mis dedos se aferraron al collar con tanta fuerza que sentí las cuentas clavarse en mi piel.

—Sabia que siempre me había engañado — Dijo con todo el veneno que le fue posible.

Gire mis ojos sin levantarme, cuando los nuestros chocaron, senti todo su odio.

Tragué saliva, incapaz de apartar la mirada.

Podía sentir su presencia envolviéndome, el magnetismo oscuro que hacía imposible moverse, pensar, respirar con claridad.

—… yo no lo recordaba — Las lagrimas comenzaron a caer por mis mejillas — Te lo juro recuerdo se hizo más vívido, como si la mente quisiera castigarme con cada imagen.

El beso de Stephan.

Su voz grave y suave rozando mi oído.

El calor de su aliento deslizándose por mi cuello.

Y luego… las garras.

Los colmillos.

El rugido del mar mezclado con mi miedo.

Y el agua, fría y salvaje, tragándome entera hasta robarme el aire.

Me llevé la mano libre a la boca para contener un sollozo, pero el temblor en mis dedos me delató.

—¿Qué me hiciste?

—susurré al collar, como si el objeto pudiera responder, como si aquel hilo de plata escondiera la verdad que mi mente se negaba a recordar.

El silencio me respondió… hasta que algo cambió.

No fue un golpe, ni un portazo.

Fue un peso.

Una presencia cayendo sobre la habitación como una sombra densa, desplazando el aire.

La luz de la luna se filtraba por los ventanas altos, extendiéndose sobre el suelo como un río plateado.

Las motas de polvo flotaban en ella, inmóviles, suspendidas en el tiempo.

No hubo aviso.

No hubo sonido.

Simplemente estaba allí.

Podía sentirlo detrás de mí.

Su oscuridad se filtraba por los rincones, llenando el espacio, hasta que el aire se volvió pesado, espeso, casi irrespirable.

El corazón me latía tan fuerte que dolía.

Aún sentada en el suelo, con las cajas frente a mí, no me atreví a moverme.

Escuché entonces sus pasos: lentos, medidos, sin prisa.

Cada uno de ellos parecía arrancarle sonido al mundo.

Las risas lejanas de la casa, el rumor del viento afuera, incluso el tic-tac del reloj en la pared… todo se extinguió.

El silencio absoluto cayó como un velo.

Luciano.

El nombre se formó en mi mente como un susurro prohibido, y con él, el peso de su poder me aplastó sin que hubiera dicho una sola palabra.

Sus ojos dorados brillaban en la penumbra, fijos en mí, devorándome sin piedad.

No había furia en ellos, y eso era peor.

Era esa calma absoluta la que asustaba.

Esa quietud antes de una tormenta que todo lo destruye.

Las lágrimas que había contenido comenzaron a empañar mi vista.

Mis dedos se aferraron al collar con tanta fuerza que las cuentas se clavaron en mi piel, dejando marcas rojas.

—Sabía que siempre me habías engañado —dijo él, con una voz baja, áspera, cargada de veneno.

Tragué saliva, girando lentamente el rostro hacia él sin atreverme a levantarme.

Y cuando nuestras miradas chocaron, el mundo se detuvo.

Su odio me envolvió como una ola helada.

El poder que emanaba de él no era solo físico: era algo más antiguo, más oscuro, algo que me atraía incluso mientras me destruía.

—Yo… —mi voz se quebró— yo no lo recordaba… Las lágrimas se deslizaron sin control por mis mejillas, tibias, saladas.

—Te lo juro… —susurré, ahogada entre miedo y desesperación.

Pero Lucian no respondió enseguida.

Solo dio otro paso, lento, casi silencioso.

Y en su mirada había algo más que furia: una herida abierta, la marca invisible de una traición que no había perdonado… ni olvidado.

El silencio entre ambos era un filo.Un arma que lo hería a él tanto como a ella.

Lucian la observó sin moverse, las sombras del cuarto delineando su silueta temblorosa.

El brillo de la luna caía sobre su piel pálida, sobre su cabello revuelto, y por un segundo —un maldito segundo—, quiso olvidarlo todo.Quiso creer que no era ella la que lo había traicionado.Que no era su compañera la que había elegido a otro.

Dio un paso más.

La vio tensarse, el miedo en sus ojos mezclado con algo que odiaba reconocer: deseo.La misma chispa que lo había condenado desde la primera vez que la tocó.Esa maldita conexión que la Luna había sellado, burlándose de su control, de su fuerza, de su odio.

—¿Te das cuenta de lo que hiciste?

—su voz sonó baja, quebrada, como si le costara contener el rugido que amenazaba con salir—.

Me mentiste, Eliza.

Me mentiste incluso cuando el destino te marcó para mí.

Ella intentó hablar, pero él ya la tenía cerca.Su mano se alzó con un movimiento brusco, atrapándola por la garganta, sin apretarla del todo… solo lo suficiente para que su respiración se volviera un suspiro tembloroso.Lucian la observó de cerca, los colmillos asomando bajo la tensión de su mandíbula.

El aire entre ambos ardía.El cuerpo de ella temblaba, y el de él… la deseaba.Con un hambre que lo enfermaba.Con una furia que lo hacía odiarse.

—¿Por qué tú?

—murmuró, rozando su mejilla con el dorso de los dedos, un gesto tan suave que contrastaba con la dureza de su mirada—.

De todas las mujeres… de todos los destinos posibles… tenía que ser contigo.

Sus dedos bajaron lentamente, recorriendo su cuello, su clavícula, deteniéndose justo donde el pulso de ella latía acelerado.La calidez de su piel lo quemó.Y aun así, no la soltó.

—Te marcaría de nuevo si pudiera —susurró, tan cerca que su aliento le rozó los labios—.

No por amor.

No por deseo.

Sino para que el mundo sepa que me perteneces… incluso cuando no te quiero.

Eliza cerró los ojos, un sollozo silencioso escapando de su garganta.Lucian la soltó entonces, como si el contacto lo hubiera herido.Retrocedió un paso, los puños cerrados, respirando con dificultad.

La miró de nuevo.Tan frágil.

Tan mortal.Tan suya.

—Eres mi condena —dijo al fin, con una voz cargada de veneno y tristeza—.

Y juro que pagarás por cada pedazo de mí que destruiste.

La luz de la luna se reflejó en sus ojos dorados antes de que diera media vuelta y desapareciera entre las sombras, dejando tras de sí un vacío tan pesado que incluso el aire pareció doler.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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