Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 131
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- Capítulo 131 - 131 Entre Colmillos y Furia
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131: Entre Colmillos y Furia 131: Entre Colmillos y Furia El pasillo retumbaba bajo sus pasos, cada uno marcado por el eco de su furia contenida.
Lucian avanzaba como una bestia encadenada, con los puños tan cerrados que los nudillos crujían bajo la presión.
Su respiración era irregular, pesada, el aire raspándole la garganta como si cada bocanada llevara consigo el sabor metálico de su propia rabia.
Cada paso era un intento fallido por recuperar el control, pero la bestia que rugía dentro de él se alimentaba del recuerdo, de su olor, de su nombre.
Eliza.
Su maldición y su anhelo.
Podía olerla todavía en su piel, impregnada en su sangre, en la marca ardiente que latía sobre su cuello como una condena.
La odiaba con cada fibra de su cuerpo… y sin embargo, la deseaba con la misma intensidad que lo destruía.
El aire en la fortaleza era espeso, cargado de la energía salvaje de la luna llena que se filtraba por las ventanas altas, bañando los muros de piedra con un resplandor pálido.
Las antorchas titilaban a ambos lados del corredor, proyectando sombras que se deformaban con el vaivén del fuego, como si el propio castillo respirara junto a él.
Cada llama temblorosa parecía susurrar su nombre, recordándole lo que había perdido y lo que jamás podría recuperar sin hundirse por completo.
Lucian avanzaba con pasos largos y precisos hacia la torre norte, donde se encontraban los aposentos de su hermano.
Stephan le debía una explicación.
Años de exilio.
Años de silencio.
Años despreciando la manada, el trono, su propia sangre… y ahora, de pronto, reclamaba el poder y el derecho que había abandonado.
¿Por qué ahora?
¿Por qué ella?
Su respiración se volvió más áspera.
Se pasó una mano por el cabello, intentando aliviar la presión que le martillaba las sienes, pero la rabia seguía allí, viva, palpitante.
El lobo dentro de él se revolvía, exigiendo dominio, sangre, venganza.
Y debajo de todo eso, una voz susurraba lo que más le aterraba reconocer: el deseo.
El instinto de marcarla de nuevo, de poseerla, de hacerla rogar hasta borrar el nombre de su hermano de su mente.
—Lucian… —la voz surgió desde las sombras, melosa, arrastrada, con ese tono venenoso que solo Selene sabía usar.
Él se detuvo.
El aire pareció congelarse.
De entre los pliegues de la oscuridad emergió ella, con un vestido negro que abrazaba su cuerpo como una segunda piel.
La tela brillaba con la luz temblorosa de las antorchas, revelando el peligro y la promesa en cada curva.
Su cabello, suelto y brillante, caía como una cascada oscura sobre sus hombros.
Y sus labios, pintados de un rojo profundo, se curvaron en una sonrisa que era puro veneno disfrazado de ternura.
—No pareces contento por tenerla de vuelta —murmuró, acercándose con pasos lentos, felinos—.
Aunque supongo que descubrir que tu pequeña loba te traicionó… debe doler incluso para ti.
Lucian alzó la mirada, los ojos brillando con un resplandor dorado, apenas contenido.
El poder vibraba a su alrededor, denso, eléctrico.
No respondió.
No tenía que hacerlo.
La expresión en su rostro —una mezcla de rabia contenida, deseo prohibido y decepción infinita— hablaba por sí sola, y eso bastó para que Selene continuara, saboreando cada chispa de fuego que veía arder en él.
Sus palabras eran un veneno disfrazado de consejo, y ella las lanzaba con la seguridad de quien cree controlar la tormenta antes de que estalle.
—No deberías sentir culpa, Lucian —murmuró, su voz melosa y cortante—.
Ella es una traidora.
Siempre lo fue.
¿O ya olvidaste lo que su sangre significa?
Su manada, su familia, incluso su propio padre… Todos son tus enemigos.
Ella también lo será.
—Su sonrisa se torció en un filo, cruel y calculado—.
No importa cuán dulce se vea cuando tiembla frente a ti.
El gruñido que escapó de su pecho no era humano; era un rugido de bestia ancestral, lleno de advertencia y de hambre contenida.
Lucian se movió con la velocidad de un lobo al acecho, y en un parpadeo estuvo frente a ella, empujándola contra la pared con una fuerza que no dejaba lugar a dudas.
Las sombras de la habitación se plegaron a su alrededor, y sus garras —a medio salir, oscuras y relucientes bajo la luz de las antorchas— se hundieron en la piel de su cuello, lo justo para arrancarle un hilo de sangre.
El aire se llenó del aroma metálico del hierro, mezclándose con la tensión eléctrica que vibraba en la estancia.
—No vuelvas a hablar de ella —gruñó, la voz profunda y ronca, casi irreconocible, cada palabra un golpe que retumbaba en los huesos de Selene.
Pero ella no retrocedió.
Al contrario, una sonrisa torcida se dibujó en sus labios mientras la sangre resbalaba lentamente por su piel: —¿Ves?
—susurró con malicia—.
Ni siquiera necesitas que la defienda.
Ya la elegiste.
La bestia dentro de ti lo sabe.
Lucian apretó más fuerte, el pulso de su furia vibrando bajo su mano, una mezcla de violencia y deseo que lo consumía.
Sus colmillos asomaron, apenas visibles, y su respiración se volvió un fuego lento, ardiente, lleno de rabia reprimida y de un anhelo que no podía permitirse.
—No la elegí —dijo entre dientes, la voz temblando por la tensión—.
Fue la Luna quien lo hizo.
Y te juro, Selene… si vuelve a cruzarse en mi camino, no habrá diosa ni destino que la salve de mí.
La soltó.
Su cuerpo cayó al suelo, tosiendo, con la sonrisa torcida aún en los labios, un gesto que no hacía sino enfurecerlo más.
Lucian no volvió a mirarla.
Se dio la vuelta y se alejó, cada paso marcado por la ira contenida, las garras aún manchadas, el corazón latiendo con la potencia de un tambor de guerra que anunciaba la tormenta que había en su interior.
El pasillo lo devoró de nuevo, sus pasos resonando como golpes de martillo contra la piedra fría.
El aire estaba cargado, denso, impregnado del aroma a hierro y sangre reciente, mezclado con el latido de su propia furia.
Cada respiración le quemaba los pulmones, cada músculo de su cuerpo vibraba con la necesidad de desgarrar y reclamar.
Eliza… la humana que debía odiar, la que su lobo le exigía marcar y poseer, ya lo había condenado sin siquiera saberlo.
Y el pensamiento lo enloquecía.
El eco de sus pasos rebotaba por los muros de la torre, un tambor de guerra que parecía marcar su llegada.
Sus puños estaban cerrados hasta que los nudillos le crujieron; la sangre corría como fuego bajo su piel, y la rabia mezclada con celos lo empujaba hacia adelante, un imán imposible de resistir.
El recuerdo del collar en las manos de Eliza, del aroma de Stephan entrelazado con el suyo, era un veneno que le corroía cada nervio, cada pensamiento.
No podía apartar de su mente la imagen de ella sonriendo, indefensa, mientras Stephan reclamaba lo que él juraba que debía ser suyo.
Al final del pasillo, la puerta de la torre se alzaba como un desafío.
Los emblemas antiguos de su linaje parecían mirarlo, recordándole lo que era, lo que debía proteger, y lo que ahora estaba a punto de perder.
Lucian la empujó con violencia, sin contemplaciones.
El portazo resonó como un trueno que quebró el silencio, haciendo temblar el suelo bajo sus pies.
Stephan estaba allí, de pie junto a la ventana, bañado por la luz azulada de la luna que se filtraba entre los vitrales.
Ni un solo gesto de sorpresa, ni un indicio de temor.
Solo la calma arrogante que siempre había irritado a Lucian.
—Sabía que vendrías —dijo Stephan, la voz suave, cargada de esa confianza despreciable que le arrancaba la sangre del pecho—.
—¿Qué hiciste?
—gruñó Lucian, avanzando hasta quedar a un paso de él—.
Dímelo, maldita sea.
Stephan giró apenas la cabeza, sus ojos brillando con un dorado imposible, y la sonrisa ladeada que Lucian odiaba se dibujó en sus labios.
—¿Quieres detalles, hermano?
—preguntó con voz tranquila, deliciosa en su veneno—.
¿De cómo la besé?
¿De cómo me rogó que la salvara?
¿O de cómo el destino selló nuestro vínculo mientras tú jugabas a ser Alfa redentor?
Lucian descargó su furia, no con un golpe físico, sino con la energía que emanaba de su lobo.
El suelo tembló, las piedras vibraron, y Stephan se tambaleó apenas, sin perder la sonrisa que lo quemaba desde dentro.
—Te encanta fingir control, Lucian —dijo Stephan, con un tono que se arrastraba entre burla y provocación—.
Pero no soportas que ella me haya elegido, aunque su alma fuera tuya.
Eso es lo que más te duele.
Lucian lo sujetó del cuello, los dedos hundiéndose en la piel con fuerza suficiente para marcarlo, y lo estampó contra la pared de piedra.
Cada respiración que salía de sus pulmones estaba cargada de furia, cada latido de su corazón un tambor de guerra que anunciaba la tormenta en su interior.
—No digas su nombre —gruñó, la voz rota por la rabia, por el deseo, por el odio que lo consumía—.
—¿Eliza?
—murmuró Stephan, divertido, con esa sonrisa que le quemaba la garganta—.
La gran loba dorada.
¿Sabes por qué no quise el trono cuando pude tenerlo?
Lucian sostuvo a Stephan con fuerza, los colmillos asomando entre sus labios, un reflejo salvaje de su ira contenida.
La piel de sus dedos se tensaba contra el cuello del otro, la respiración entrecortada haciendo vibrar cada fibra de su cuerpo.
—Habla —gruñó, la voz gutural, cargada de amenaza y fuego contenido.
Stephan sonrió con malicia, una curva cruel que parecía alimentarse de la tormenta interior de Lucian.
—Porque sabía que la Diosa Luna me recompensaría con algo más valioso que el poder —dijo, y sus ojos centellearon con una mezcla de devoción y demencia—.
Sabía que me daría a ella.
A la única loba digna de reinar.
El rugido de Lucian sacudió las paredes, un sonido que parecía arrancado de su misma alma.
Lo soltó de repente, dejando que cayera hacia atrás, pero su mirada dorada permaneció clavada en él, fulminante y llena de un odio que quemaba desde dentro.
El aire quedó pesado, saturado de rabia, traición y un dolor tan antiguo que cada inhalación le dolía en los pulmones.
Stephan se incorporó lentamente, ajustándose la camisa con una calma insolente, casi teatral, como si cada movimiento estuviera calculado para provocarlo.
—Tú siempre quisiste el trono —dijo, la voz baja, cargada de arrogancia—.
Yo, en cambio, la quería a ella.
Y al final… ambos obtuvimos lo que merecemos.
Lucian lo observó, los ojos brillando en oro bajo la luz de la luna que se colaba por los vitrales.
Cada latido de su corazón era un tambor de guerra; cada músculo temblaba con la mezcla de odio y deseo que no podía controlar.
—No, hermano —susurró con una calma que helaba la sangre, la voz cortante como un filo—.
Lo que tú obtuviste fue una sentencia.
Sin más, salió, dejando la puerta abierta y un silencio que pesaba más que la piedra misma de la torre.
La luna los observaba desde lo alto, testigo muda de un destino que empezaba a fragmentarse, un hilo quebrado entre los hermanos y la loba que los había marcado a ambos.
El pasillo se cerró tras él como una herida que no dejaba de sangrar.
Lucian caminaba sin rumbo, la respiración entrecortada, el pecho ardiendo, las manos aún manchadas de la sangre de su hermano.
El fuego de su rabia palpitaba bajo la piel, y el aire a su alrededor chispeaba, distorsionado por la energía que su cuerpo ya no podía contener.
Cada paso era un golpe, cada respiración un recordatorio de lo que había perdido… y de lo que todavía deseaba reclamar.
Cada paso resonaba en la piedra del pasillo como un tambor de guerra, acompañando el ritmo acelerado de su respiración.
No podía pensar, no podía organizar un pensamiento coherente.
Todo a su alrededor desaparecía; solo el latido de su corazón golpeando contra sus costillas, reclamando venganza, reclamando a ella, era real.
El pasillo lo condujo hasta la sala de entrenamiento, un espacio amplio y frío, vacío a esa hora.
Las antorchas en las paredes crepitaban, proyectando sombras que danzaban con cada movimiento de Lucian, como si la misma oscuridad estuviera viva y conspirando a su alrededor.
Cerró la puerta de un golpe, y el sonido retumbó como un disparo en la cámara silenciosa.
Sin contenerse, lanzó el primer puño contra la pared de piedra.
El impacto hizo crujir la superficie, pequeñas fisuras formándose bajo la fuerza de su golpe.
El segundo golpe vino con más violencia, el tercer golpe lo dejó jadeando, los nudillos sangrando, y su respiración convertida en un gruñido animal que resonó en la sala vacía.
—Maldita seas, Eliza… —susurró entre dientes, dejando caer la frente contra la fría piedra, sintiendo el calor de la ira mezclarse con un deseo que lo torturaba.
Su lobo rugía dentro de él, reclamando lo que consideraba suyo, su marca, su compañera.
Pero Lucian lo reprimió, con un esfuerzo que le arrancó un gemido de dolor profundo.
La ira se mezclaba con la decepción y un amor que aún no podía destruir, un amor que lo desgarraba más que cualquier herida física.
Su mente volvía una y otra vez a la imagen de ella: temblando, con el collar entre los dedos, las lágrimas deslizándose por su piel.
Su loba.
Su traidora.
—¿Por qué?
—susurró de nuevo, golpeando esta vez sin fuerza, solo por necesidad de liberar la tensión que le quemaba el pecho.
Las venas de sus brazos brillaban con un leve tono dorado, la marca de su vínculo pulsando con un latido que parecía arrastrarlo hacia el borde de la locura.
Un lazo que ni el odio, ni la traición, ni la muerte podían romper.
El cambio comenzó a reclamarlo.
Las garras emergieron, cortando la piel; los colmillos rozaron sus labios; los ojos se tornaron completamente dorados.
No era una transformación completa, sino una tortura a medio camino, un combate constante entre el humano y el lobo que se disputaban el control.
Lucian alzó la cabeza, el rostro bañado en sudor y rabia, con la respiración entrecortada y un rugido contenido que parecía querer arrancar el mundo de raíz.
—No me quitarás el control —gruñó a la nada, o quizá a la diosa misma que jugaba con su destino.
Pero el eco que respondió fue solo su respiración y el crujir de la madera bajo la tensión.
El olor de Eliza seguía impregnando su piel, mezclado con el del mar, con la sangre y con la tormenta que aún rugía en su interior.
Y entonces lo comprendió, con una claridad que lo golpeó más fuerte que cualquier impacto físico: no podría destruirla sin destruirse a sí mismo.
Cerró los ojos y dejó que el aire frío de la sala lo atravesara, sintiendo cómo las garras se retraían lentamente, aunque el brillo dorado de sus ojos seguía latiendo con intensidad, como fuego líquido.
La guerra apenas comenzaba.
Y esta vez, no habría redención.
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