Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 132
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- Capítulo 132 - 132 Entre la Luz y la sombra
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132: Entre la Luz y la sombra 132: Entre la Luz y la sombra Eliza caminaba en silencio por los pasillos del castillo, con el eco de sus pasos resonando sobre la piedra fría y húmeda.
El amanecer se filtraba a través de los vitrales, derramando destellos carmesí y dorados que parecían incendiar el suelo a cada paso.
El aire olía a hierro, a leña extinguida, a promesas rotas.
Había algo en la atmósfera que la inquietaba… como si las paredes respiraran, conteniendo el aliento ante lo inevitable.
Llevaba puesto el vestido que su doncella principal había hecho confeccionar para ella: un corpiño ajustado de terciopelo color vino, bordado con hilos dorados que se ceñía a su figura como una segunda piel, y una falda amplia de varias capas que rozaba el suelo con un murmullo de seda.
El escote cuadrado dejaba ver la línea de su cuello, donde aún quedaban leves marcas del roce de los colmillos de Lucian.
Cada hilo de la prenda parecía recordar lo que había pasado… y lo que no debería haber sentido.
Apretó las manos contra el corsé, como si pudiera calmar el temblor que le recorría el pecho.
No podía dejar de pensar en lo que había sucedido.
En la mirada de Lucian antes de irse.
En el fuego que había en sus ojos, tan distinto a la ternura que una vez creyó haber visto.
¿Era eso lo que la Diosa Luna consideraba un destino?
¿O era un castigo?
Eliza sintió que el aire se espesaba, pesado como un presagio.
Dos compañeros.
Dos Alfas.
Dos lobos que podrían destruir reinos… y su cordura.
La Diosa debía haberse equivocado.
O quizás… lo había hecho a propósito.
Un pensamiento oscuro la atravesó: tal vez esto ocurre porque no tengo un lobo.
Porque ella no era completa.
Porque solo traía caos a donde pisaba.
El corazón le golpeaba con fuerza mientras se dirigía al comedor principal.
No esperaba encontrar a nadie —los sirvientes solían aparecer más tarde—, pero al cruzar el umbral, un murmullo de voces masculinas la detuvo en seco.
Lucian estaba allí.
Y Stephan también.
Sentados frente a frente, como dos fuerzas opuestas destinadas a colisionar.
El aire entre ellos era denso, cargado de una tensión que se podía saborear.
Stephan vestía de negro, con la camisa abierta hasta el pecho, dejando entrever la piel pálida marcada por una delgada cadena de plata.
Sostenía una copa de vino oscuro, impropia para esa hora, pero nadie en ese castillo se atrevería a corregirlo.
Su sonrisa era la de un depredador en calma, disfrutando del juego antes de dar el primer mordisco.
Lucian, en cambio, lucía impecable: el cabello suelto cayendo en ondas oscuras sobre los hombros, la camisa abotonada hasta el cuello, las mangas ligeramente arremangadas, y esa mirada…
dorada, contenida, peligrosa.
Había un temblor apenas perceptible en su mandíbula, un hilo de furia que amenazaba con romper su máscara de control en cualquier momento.
Ambos levantaron la vista cuando ella cruzó el umbral.
Y en ese instante, Eliza lo sintió: era el centro de un campo de batalla silencioso.
Una mirada la quemaba.
La otra la envenenaba.
—Llegas tarde, pequeña loba —murmuró Stephan, con esa voz aterciopelada que podía acariciar o cortar según su humor.
Se levantó con lentitud, como si saboreara la tensión que la envolvía—.
Temía que no quisieras unirte a nosotros.
Lucian no dijo una palabra.
Solo desvió la mirada hacia ella, con el dorado de sus ojos ardiendo bajo la penumbra.
Su sola presencia llenaba la sala como una tormenta contenida; cada respiración suya parecía alterar la temperatura del aire.
Eliza sintió el pecho apretarse, los dedos temblando levemente sobre la tela de su vestido.
Entre ellos dos comprendió algo que la aterraba más que cualquier destino impuesto: no había elección posible sin destrucción.
Ni para ellos.
Ni para ella.
Tragó saliva y avanzó despacio, intentando mantener la compostura mientras el sonido de sus pasos parecía amplificarse con cada metro que los separaba.
La mesa frente a ellos era un festín digno de una corona: bandejas rebosantes de carnes jugosas, cortes humeantes que exhalaban un aroma denso a especias y grasa dorada.
Había tocino crujiente apilado sobre platos de plata, huevos perfectamente cocidos coronados con hierbas aromáticas, ensaladas coloridas que contrastaban con los tonos sombríos de la sala.
Entre los dulces, waffles dorados cubiertos con miel oscura, frutas frescas cortadas en piezas simétricas, y una fuente de cereales bañada en crema de avena y nueces.
El vino brillaba como sangre bajo la luz de las velas, y todo, absolutamente todo, tenía un aire de exceso… de lujo forzado que no pertenecía a una mañana cualquiera.
Los sirvientes se movían con pasos ligeros, casi espectrales.
Colocaban platos y copas frente a ellos sin atreverse a levantar la vista, conscientes de que cualquier mirada fuera de lugar podía costarles algo más que el empleo.
Stephan fue quien rompió esa coreografía silenciosa: se levantó con elegancia calculada, rodeó la mesa y la guió hasta el asiento del centro —el que alguna vez perteneció a su madre—.
Le apartó la silla con una sonrisa que tenía más de desafío que de cortesía.
Lucian lo observó con los músculos tensos, la mandíbula marcada bajo la piel.
El sonido de la silla rozando el suelo fue un disparo en el silencio.
—Gracias… —susurró ella, apenas audible.
—Nada que agradecer, mi lady —replicó Stephan, inclinándose lo justo para que sus labios quedaran peligrosamente cerca de su oído—.
Aquí, toda cortesía hacia ti es una obligación divina.
Eliza se estremeció.
No sabía si por el tono, por la cercanía o por la mirada que, al alzar la vista, se cruzó con la de Lucian.
El Alfa no había probado bocado.
Permanecía erguido, inmóvil, como si incluso respirar junto a su hermano fuese una provocación.
Sus ojos la seguían con precisión quirúrgica: cómo tomaba la copa, cómo apartaba un mechón rebelde de su cabello, cómo respiraba.
Había deseo allí, sí… pero también una amenaza.
Un peligro latente que latía debajo de su piel, esperando la mínima provocación para liberarse.
—Dormiste mal —dijo Lucian al fin, con esa voz grave que sonaba más a sentencia que a pregunta.
Eliza alzó la vista, intentando mantener la calma.
—No… —mintió.
Él ladeó la cabeza, con una sonrisa tan leve que parecía tallada con filo.
—Podría jurar lo contrario.
Tienes ojeras.
—Sus palabras fueron suaves, casi amables, pero su mirada la desnudaba con descaro, lenta, invasiva—.
Quizás… pesadillas.
Stephan rió por lo bajo, esa risa que era más un susurro venenoso que una muestra de humor.
—O recuerdos —intervino, levantando su copa con elegancia—.
A veces, la memoria duele más que el sueño.
¿Verdad, Eliza?
Eliza apartó la mirada, los dedos tensándose sobre el borde de la copa.
El cristal tembló apenas, pero lo suficiente para que ambos lo notaran.
Lucian giró la cabeza hacia su hermano, y algo en su gesto cambió.
No fue furia lo que cruzó su rostro, sino una calma helada, peligrosa.
Una pausa que contenía el rugido de un lobo dispuesto a matar.
El aire pareció quebrarse.
Los sirvientes lo sintieron.
Y sin decir palabra, uno a uno, abandonaron la sala, cerrando las puertas tras de sí con la discreción de quien teme por su vida.
Solo quedaron ellos tres.
Tres sombras devorándose con la mirada sobre una mesa que olía a carne, a vino, a peligro.
El festín quedó olvidado, intacto entre copas que brillaban como heridas abiertas.
Lucian apoyó los codos sobre la mesa, los ojos fijos en Stephan, pero su voz, cuando habló, fue dirigida a ella.
—Dime, Eliza… —su tono era un hilo bajo, cargado de amenaza y deseo—, ¿a cuál de los dos le crees realmente?
Eliza se quedó inmóvil.
Ni siquiera el aire se atrevió a moverse.
Podía sentir sus miradas sobre ella, opuestas y letales, como si la luna misma los hubiese creado para enfrentarse.
Lucian habló primero, su voz grave y controlada, cada palabra empapada de advertencia.
—Ten cuidado con las palabras que usas, hermano.
No querrás que el desayuno termine en ruinas.
Stephan alzó una ceja, una sonrisa lenta extendiéndose por sus labios.
—No es el desayuno lo que temo arruinar, Lucian —replicó con voz aterciopelada—.
Es la compañía.
Eliza bajó la mirada, intentando recuperar el aire.
El aroma del café, del pan recién horneado, de las frutas maduras, todo se mezclaba con algo más: el olor a poder, a rabia contenida, a deseo que quemaba bajo la piel.
Lucian y Stephan no hablaban.
Se estudiaban, se medían como depredadores que compartían presa.
Y esa presa… era ella.
Lucian fue el primero en romper el silencio.
—¿Sigues creyendo que el destino te sonríe, Stephan?
—Su voz sonó como una promesa rota—.
Te advierto, la diosa no bendice a los traidores.
Stephan se recostó en la silla, tomando su copa con un gesto despreocupado.
La giró lentamente entre los dedos, observando cómo el vino se deslizaba como sangre fresca.
—Y sin embargo, aquí estamos —dijo al fin, sonriendo—.
Tú con el título, yo con el alma de la loba que tanto anhelas.
Quizá la diosa solo tiene un sentido del humor…
particular.
Sus ojos se movieron hacia Eliza, con un brillo que mezclaba ternura y perversión.
—Dime, pequeña dorada, ¿alguna vez te preguntaste por qué el destino une lo que el mundo intenta destruir?
—Su voz era suave, casi un susurro—.
Tal vez tú y yo no somos el error… sino la corrección.
Eliza lo miró, confundida, el corazón latiendo con violencia.
Había algo en la forma en que Stephan hablaba, una calma venenosa que se infiltraba bajo la piel, que hacía que sus palabras sonaran casi ciertas.
Lucian lo vio.
Lo sintió.
Y el control que tanto le costaba mantener se resquebrajó.
Golpeó la mesa con una fuerza brutal.
El sonido fue un trueno.
La madera se astilló, el vino se volcó, corriendo como sangre entre los platos.
Eliza se estremeció, llevándose una mano al pecho.
Stephan ni siquiera parpadeó.
Lucian se inclinó hacia adelante, la mirada encendida de un dorado imposible, la voz convertida en puro instinto.
—Vuelve a mirarla así… —susurró, cada palabra un rugido contenido— y te juro que no habrá luna ni dios que te proteja de mí.
Stephan sonrió.
No con miedo, sino con placer.
—Ah, hermano… siempre tan predecible.
—Dejó la copa a un lado, y sus dedos rozaron la superficie de la mesa, como si trazara una línea invisible hacia Eliza—.
No es su mirada lo que te enfurece.
Es que su alma ya me reconoce.
Lucian se levantó de golpe.
La silla cayó hacia atrás, golpeando el suelo con un eco sordo.
Eliza dio un paso atrás, el corazón desbocado.
Lucian avanzó un paso… luego otro.
La respiración se le notaba temblorosa, los músculos tensos, los ojos ardiendo con fuego líquido.
Eliza permaneció quieta unos segundos, intentando recuperar el aire.
Sus manos temblaban sobre los cubiertos, pero al final tomó el tenedor y obligó a su cuerpo a moverse.
Stephan, sentado frente a ella, la observaba con un interés casi hipnótico.
La luz de las velas delineaba la línea de su mandíbula y el brillo dorado en sus ojos, un reflejo que parecía vibrar con poder contenido.
—Deberías probar el vino —dijo él con un tono suave, casi seductor—.
Es de los viñedos que plantó nuestra madre antes de que todo cambiara.
Eliza asintió apenas y bebió un pequeño sorbo.
El líquido rojo era cálido, denso, como si llevara siglos esperando ser probado.
Stephan apoyó el codo en la mesa, observándola con esa calma peligrosa que siempre lo acompañaba.
—¿Alguna vez escuchaste hablar de la Gran Loba Dorada?
—preguntó de pronto, como si no hablara de mitos, sino de algo que hubiera visto con sus propios ojos.
Eliza levantó la vista, confundida por el cambio de tema.
—No…
nunca escuché ese nombre —respondió con sinceridad.
Stephan asintió lentamente, una media sonrisa curvando sus labios.
—No me sorprende.
Son historias viejas, tan antiguas como la primera manada.
Dicen que cuando el mundo aún estaba dividido por el caos, la Diosa Luna envió una reina para guiar a los suyos.
Su pelaje era dorado como el fuego del amanecer, y su presencia podía doblegar hasta al más fiero de los alfas.
Su voz bajó, volviéndose un susurro envolvente.
—La Gran Loba Dorada, según las leyendas, tenía el don de elegir el destino de los reinos.
Su compañero sería el rey de todos los alfas…
el único capaz de desatar guerras o traer la paz eterna.
Eliza sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Suena…
irreal.
Stephan soltó una leve risa, sin apartar la mirada de ella.
—Eso dicen las leyendas —repitió con un tono cargado de misterio—.
Que su poder podía elevar o destruir, según quién la tuviera a su lado.
Que su vínculo era la bendición…
o la ruina del mundo.
Eliza bajó la mirada hacia su plato, sin saber por qué sus manos temblaban.
—¿Y qué pasó con ella?
Stephan alzó la copa, girando el vino lentamente dentro del cristal.
—Desapareció —respondió con un brillo dorado en la mirada—.
Algunos dicen que la Diosa la escondió entre los mortales, esperando el momento de su regreso.
Otros creen que su espíritu aún duerme…
esperando al Alfa digno de despertar su poder.
El silencio se apoderó de la sala, pesado, expectante.
La vela más cercana parpadeó, lanzando sombras doradas sobre el rostro de Stephan.
—¿Tú crees que existió?
—preguntó ella en voz baja.
Él sonrió, ladeando la cabeza con elegancia felina.
—Quién sabe —murmuró, dejando la copa sobre la mesa con un suave clic—.
Tal vez solo sea una historia que se cuenta a los niños para que duerman…
o a los adultos, para que olviden a lo que realmente deberían temer.
Su mirada descendió, fija en los labios de Eliza.
—Aunque si alguna vez la Gran Loba Dorada regresa… —su voz bajó hasta convertirse en un murmullo que rozó su piel—, dudo que todos tengan el valor de enfrentarla.
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