Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 133
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133: Reencuentro 133: Reencuentro Eliza apenas había terminado de desayunar cuando Stephan se levantó de su asiento con una calma que desmentía la tensión que había dejado su hermano.
Sus dedos, largos y elegantes, se tendieron hacia ella como una invitación y una trampa al mismo tiempo.
—Acompáñame —pidió, su voz tan suave que casi parecía un eco—.
Quiero mostrarte algo que él nunca te dejaría ver.
Eliza vaciló un instante, pero la curiosidad venció al instinto.
Colocó su mano sobre la suya.
Su piel estaba tibia, firme… y el contacto le provocó un estremecimiento que no supo nombrar.
Caminaron por los corredores laterales del castillo, donde el silencio pesaba y los ventanales dejaban entrar haces de luz teñidos de rojo y violeta.
El aire olía a piedra antigua, a cera derretida, y a ese olor a mar que parecía seguir siempre a Stephan.
Ninguno habló durante el trayecto.
Solo el sonido de sus pasos acompañaba el murmullo del viento colándose entre los vitrales.
Eliza notó que el camino descendía ligeramente, como si se adentraran en una parte olvidada de la mansión.
Las paredes se cubrieron de hiedra, y la penumbra cedió ante una claridad plateada que parecía venir de otro mundo.
Frente a ellos se alzaba un arco de hierro cubierto por enredaderas espesas.
Stephan empujó la reja, y el sonido metálico resonó como un suspiro antiguo.
El aire cambió.
Frío.
Denso.
Fragante.
Cargado de algo que no pertenecía a lo humano.
El jardín se desplegó ante ella como una revelación: un mar infinito de rosas negras, de pétalos espesos y brillo azabache que parecían absorber la luz del sol.
El suelo estaba cubierto por un velo de rocío, y sobre las flores flotaban motas doradas —como polvo lunar suspendido— que danzaban en el aire, posándose en la piel de Eliza como un secreto.
Ella se quedó inmóvil, fascinada.
—Son… preciosas —murmuró, sin atreverse a dar un paso más.
—Lo son —respondió Stephan, sin mirarlas siquiera—.
Mi madre las cultivó con su propia sangre.
Eliza giró hacia él, sorprendida.
Stephan sonrió, una curva lenta y ambigua que se dibujó como una herida y una promesa al mismo tiempo.
Había ternura en su gesto, sí… pero también algo más: una sombra deliciosa, casi adictiva, que parecía disfrutar del misterio que los envolvía.
—Dicen que fue la Diosa Luna quien la bendijo —dijo al fin, su voz rozando el aire con un tono reverente—.
Permitió que estas flores nacieran solo bajo su mirada.
Cada una guarda un recuerdo… una emoción… o un dolor.
Sus pasos fueron lentos, medidos.
Caminaba entre los rosales como si temiera romper un hechizo, y aun así, las flores parecían inclinarse a su paso, como si lo reconocieran.
Eliza lo siguió con cautela, el corazón latiendo en un ritmo que se confundía con el susurro del viento.
Juraría que las flores respiraban, que el aire tenía vida propia.
A su alrededor, el jardín parecía infinito.
Pequeños estanques reflejaban la luz plateada del cielo, y los troncos de los árboles se curvaban sobre los senderos, entrelazándose como guardianes antiguos.
Un aroma denso, entre dulce y metálico, impregnaba el ambiente, embriagador y casi sagrado.
—Lucian nunca me habló de esto —murmuró Eliza, apenas rozando un pétalo con la punta de los dedos.
La textura era tan suave como el terciopelo, pero al retirarse, descubrió una pequeña mancha de savia oscura en su piel.
Stephan se detuvo.
La observó en silencio, y en su mirada el dorado parecía derretirse, líquido, como fuego contenido.
—No me sorprende —respondió con voz baja, cargada de significado—.
Él cree que este jardín debe permanecer oculto.
—Se inclinó y arrancó una rosa del suelo.
El tallo espinoso se partió con un sonido seco, y de la herida brotó una gota espesa, negra como tinta.
Eliza retrocedió instintivamente, pero Stephan sostuvo la flor con delicadeza, girándola entre los dedos.
Una chispa dorada recorrió el tallo, viva, palpitante, como si algo dentro de la flor aún respirara.
—Yo nunca la conocí —confesó en voz baja, con una tristeza que se filtraba en cada palabra—.
Lucian tampoco quiso mostrarme este lugar.
Me culpa por su muerte.
Eliza se llevó la mano a los labios, horrorizada.
—¿Por qué…?
—preguntó con un hilo de voz.
Hasta ese momento, ni siquiera había sabido que Lucian tenía un hermano.
Stephan alzó la vista hacia ella, con una media sonrisa que parecía sostenida por el dolor.
—Porque mi madre murió al darme a luz —dijo despacio, con una serenidad que dolía más que cualquier grito—.
Durante años, él creyó que mi nacimiento fue su castigo.
El rostro de Stephan se contrajo apenas, un gesto casi imperceptible, y luego desvió la mirada hacia las flores.
—Descubrí este jardín cuando era niño.
Él se enfureció cuando me encontró aquí… pero al final lo dejó pasar.
Creo que, en el fondo, hasta su ira se rinde ante la belleza de lo que ella dejó atrás.
Eliza lo miró en silencio, sintiendo cómo algo dentro de ella se apretaba, una mezcla de compasión y temor.
Stephan levantó la rosa entre ambos, y el brillo oscuro del tallo se reflejó en su piel como un metal bruñido.
Luego la acercó lentamente a su rostro.
El pétalo rozó la mejilla de Eliza, tan suave y frío que la hizo estremecerse.
La flor dejó una leve estela de aroma —a luna, a ceniza, a deseo contenido— y con ella, un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Stephan la observó, su mirada ardiendo bajo la penumbra.
No dijo nada; no necesitaba hacerlo.
Su silencio era una caricia peligrosa.
Eliza se obligó a respirar.
No era la misma sensación que le provocaba Lucian.
Stephan era luz, sonrisas y calidez; Lucian, sombras, silencio y fuego contenido.
Y, sin embargo, ambos ardían.
De formas distintas, pero igual de devastadoras.
La distancia entre ellos se volvió irreal.
Invisible.
Como si el aire mismo conspirara para acercarlos.
Cada palabra de Stephan se deslizaba bajo la piel de Eliza, ardiente y peligrosa, como un veneno que prometía placer antes de la herida.
El jardín parecía contener el aliento, observándolos con sus miles de ojos oscuros, cada rosa una testigo silente de lo prohibido.
El viento sopló con un suspiro bajo, moviendo el cabello dorado de Eliza, que se pegó a su mejilla.
Stephan, con un gesto lento, casi reverente, apartó un mechón y lo dejó deslizarse entre sus dedos.
Su contacto fue leve, pero bastó para encenderle un escalofrío que se arrastró por su nuca.
El silencio entre ellos se volvió espeso, casi táctil.
Podía oír el sonido del rocío al caer, el roce de la tela cuando él se movía, el pulso latiendo en su propia garganta.
Stephan levantó la rosa que aún sostenía.
La sostuvo cerca del rostro de Eliza, tan cerca que los pétalos rozaron sus labios.
El aroma era dulce, pero tenía algo de metálico, como si la flor escondiera sangre en su fragancia.
—No temas —susurró él, con una voz que parecía recorrerla por dentro—.
No muerden…
a menos que tú lo pidas.
Eliza apartó la vista, pero no dio un paso atrás.
El peligro tenía su propia gravedad, y Stephan era un eclipse: imposible de no mirar.
El viento siguió moviéndose entre los rosales, arrastrando el perfume oscuro, espeso, embriagador.
Ella no sabía si lo que sentía era miedo, curiosidad… o ese deseo sin nombre que siempre aparecía cuando estaba cerca de alguien que podía destruirla.
Stephan la observaba sin hablar, sus ojos dorados encendidos con un brillo que oscilaba entre ternura y hambre.
Como si cada respiración suya fuera una respuesta que él ya conocía.
Y entonces, el sonido quebró el hechizo.
El eco de unos pasos resonó entre los arcos cubiertos de hiedra.
De entre las sombras del sendero emergió Adrián.
Su andar era firme, medido.
Llevaba la cabeza ligeramente inclinada, y en su rostro se mezclaban respeto y cautela.
Los ojos —grises, fríos como acero bruñido— buscaron los de Stephan antes de hablar.
Su rostro me era totalmente familiar ahora, era el chico con el que Marisol había estado coqueteando.
—Mi señor —dijo con voz baja, casi un rumor—.
Las visitas que aguardaba…
han llegado.
Están siendo escoltadas al vestíbulo.
Stephan arqueó una ceja, el gesto tan sutil como peligroso.
Eliza lo miró, confundida.
—¿Visitas?
Él giró la rosa entre sus dedos, sonriendo con esa calma afilada que lo hacía parecer un depredador disfrazado de príncipe.
—Oh, sí.
Viejas amigas tuyas, según tengo entendido.
—Su voz descendió a un tono de seda y veneno—.
Marisol… y Ashley, ¿verdad?
Eliza sintió cómo la sangre se le congelaba en las venas.
El sonido de sus nombres, pronunciado por él, fue como un conjuro que le devolvía recuerdos que creía enterrados.
Marisol.
Ashley.
Sus risas, sus promesas, su huida.
—¿Qué… dijiste?
—murmuró, retrocediendo un paso.
Stephan avanzó despacio, con la rosa todavía en la mano, disfrutando del desconcierto que se encendía en sus ojos.
—Te ves tan sorprendida, caperucita.
Pensé que te alegraría saber que tus antiguas amigas siguen con vida… y que, curiosamente, han venido justo cuando la Luna ha empezado a mover sus piezas.
Eliza apretó los puños, su pecho subía y bajaba con fuerza.
—Ellas no deberían estar aquí.
¿Cómo las encontraste?
Stephan sonrió, y ese gesto era tan hermoso como cruel.
—Ellas nunca estuvieron perdidas para mí.
—Se giró hacia Jaxon con un leve movimiento de cabeza—.
Asegúrate de que se les dé la bienvenida adecuada.
—Como ordene, señor —respondió Adrián, inclinándose antes de desaparecer entre las sombras.
El silencio volvió a caer, pero ya no era el mismo.
El aire se había vuelto más pesado, saturado de perfume y peligro.
Las rosas parecían inclinarse, susurrando advertencias en un idioma que solo la noche entendía.
Stephan dio un paso más.
La distancia entre ambos volvió a ser un hilo invisible, tembloroso.
—Quizá esta visita te recuerde quién eras antes de que Lucian te reclamara —susurró, su voz apenas un roce contra su oído—.
O quizá… te ayude a decidir quién serás cuando todo esto termine.
Eliza no respondió.
Su corazón latía con un ritmo que no le pertenecía, y las sombras del jardín parecían moverse al compás.
Stephan la miraba como si ya supiera la respuesta.
El sonido de un cuervo rompió el aire.
Eliza dio un paso atrás, su respiración acelerada.
El jardín parecía mirarla, miles de ojos negros escondidos entre los pétalos.
Stephan giró lentamente hacia la salida, ofreciéndole su mano.
—Ven.
No querrás hacerlas esperar.
Ella vaciló, pero finalmente lo siguió.
Mientras caminaban, no pudo evitar sentir que algo invisible la seguía, arrastrando tras de sí un hilo de destino que comenzaba a enredarse entre las espinas del pasado.
El pasillo hacia el vestíbulo estaba iluminado por la luz de las lámparas mágicas, que proyectaban reflejos dorados sobre el suelo de mármol.
Eliza caminaba en silencio junto a Stephan, todavía con la mente enredada en lo que acababa de oír.
Marisol… Ashley.
Nombres que pertenecían a una vida que ya no sentía suya.
El sonido de voces femeninas rompió el aire.
Risueñas.
Cálidas.
Eliza se detuvo un instante al oírlas.
Su pecho se apretó.
Stephan, con una sonrisa apenas contenida, le hizo un gesto para que siguiera.
Y allí estaban.
Marisol fue la primera en verla, su sonrisa abierta y ese brillo travieso que Eliza recordaba desde la infancia.
Ashley —más serena, más elegante, pero con los mismos ojos brillantes de siempre— la siguió de inmediato.
—¡Eliza!
—exclamó Marisol, corriendo hacia ella.
Eliza apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de sentir los brazos de su amiga rodearla con fuerza.
El olor familiar de flores y polvo de viaje la envolvió, y de repente, todo el peso del pasado pareció caerle encima.
—No puedo creerlo… —susurró Ashley, acercándose con una sonrisa temblorosa—.
Pensamos que… que ya no estabas.
Eliza se separó apenas para mirarlas.
Su voz se quebró al responder —Yo también pensé que no volvería a verlas.
Rieron entre lágrimas, abrazándose otra vez, como si quisieran recuperar todos los años perdidos en un solo momento.
Marisol la miró de arriba abajo y soltó una exclamación divertida —Diosa mía, Eliza… estás distinta.
Más fuerte.
Más hermosa.
Pero tus ojos… siguen siendo los mismos.
La risa de Eliza se mezcló con la de sus amigas, y por un momento el eco llenó la sala como un recuerdo de otro tiempo.
—Y tú sigues igual de dramática —rió, aunque la emoción le temblaba en la garganta.
Marisol le apretó la mano con una sonrisa brillante; Ashley la abrazó por detrás, murmurando algo que hizo que las tres volvieran a reír.
Por un instante, el castillo dejó de parecer una prisión.
Los tapices antiguos, los candelabros, las columnas frías y las sombras parecían difuminarse bajo aquella calidez.
Stephan los observaba desde unos metros más allá, con los brazos cruzados y una expresión que bordeaba la indulgencia.
Su mirada, sin embargo, tenía un brillo que no pertenecía del todo a la ternura.
Era algo más sutil, más peligroso.
—Debo admitir —dijo con voz suave, interrumpiendo apenas— que no suelo disfrutar de las visitas… pero estas parecen haber traído algo de luz al lugar.
Eliza se volvió hacia él, confundida.
Había algo en su tono —esa suavidad perfectamente medida— que la descolocaba.
No sabía si agradecer o temer sus palabras.
Pero antes de que pudiera responder, el aire cambió.
Un silencio profundo, como si el mundo se contuviera.
El calor del momento se evaporó en un segundo.
Todos se volvieron hacia la entrada.
Lucian estaba en el umbral.
Su sola presencia parecía absorber la luz.
El negro de su abrigo contrastaba con el resplandor pálido del mediodía que lo enmarcaba, y el dorado de sus ojos ardía como fuego líquido.
La línea de su mandíbula era tensa, su respiración, lenta y medida, como si contuviera algo más peligroso que ira.
Eliza sintió el corazón darle un vuelco.
Las risas murieron en el aire.
Marisol y Ashley intercambiaron una mirada muda; Stephan sonrió con una calma que rozaba la provocación.
Lucian avanzó despacio.
Cada paso suyo resonaba como una sentencia.
El aire vibraba con la energía que lo rodeaba, esa mezcla de dominio y furia contenida que hacía temblar las lámparas.
—Así que… tenemos visitas —dijo al fin, su voz grave, aterciopelada, con un filo imposible de ignorar.
No miró a Stephan, pero su mensaje fue claro.
El poder en su presencia era absoluto.
Stephan se inclinó levemente, el gesto tan educado como desafiante.
—No todos los días recibimos compañía agradable.
Pensé que Eliza podría disfrutar de algo de normalidad.
Lucian detuvo su andar.
Sus labios se curvaron apenas, sin humor.
—Normalidad —repitió, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—.
En este castillo no existe tal cosa.
Eliza intentó sostener su mirada, pero la intensidad de Lucian la envolvió como una marea oscura.
Él no hablaba, pero sus ojos decían demasiado: ¿por qué estás sonriendo?
¿por qué él te mira así?
¿por qué tu corazón late tan rápido cuando no soy yo quien está cerca?
Lucian se acercó un paso más.
Luego otro.
Y otro.
Cuando estuvo frente a ella, el aire pareció estallar en silencio.
Su mano se alzó lentamente, rozando con el dorso de los dedos su mejilla.
El toque fue leve, casi reverente, pero bastó para borrar cada pensamiento de su mente.
Su aliento la rozó, cálido, cargado de una emoción que no supo nombrar.
—Has tenido un día largo —susurró, la voz ronca, tan cerca que el mundo se redujo a su respiración—.
Descansa un poco.
Sus labios se posaron sobre los de ella con una ternura inesperada.
No fue un beso de posesión, sino de advertencia: suave, pero con la promesa de que nada de lo ocurrido había pasado desapercibido.
Cuando se separó, no dijo nada más.
Se volvió hacia Jaxon, que aguardaba junto al arco de piedra.
—Prepara las mejores habitaciones para nuestras invitadas —ordenó, con ese tono que no admitía réplica—.
Y que se sirva un picnic en el jardín del este.
Que todo sea… impecable.
—Como ordene, mi señor —respondió Jaxon, inclinándose.
Lucian volvió a mirar a Eliza.
Una mirada profunda, cargada de un mensaje que solo ella entendió.
No olvides a quién perteneces, aunque las flores te hablen de libertad.
Y sin más, se alejó hacia el pasillo principal, dejando tras de sí un eco de perfume oscuro y poder contenido.
Eliza permaneció inmóvil, con el corazón desbocado y la piel aún ardiendo donde sus labios la habían tocado.
Entre las sombras del vestíbulo, Stephan sonrió apenas.
El juego apenas comenzaba.
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