Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 134
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- Capítulo 134 - 134 Ecos bajo la luz del este
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134: Ecos bajo la luz del este 134: Ecos bajo la luz del este El jardín del este no se parecía en nada al resto del castillo.
Allí, la oscuridad parecía suavizarse y el aire tenía un perfume antiguo, mezcla de lavanda, miel y tierra húmeda.
Las copas de los árboles filtraban la luz del mediodía, dejando caer destellos dorados que bailaban sobre el mantel blanco tendido en el suelo, como si el sol se entretuviera jugando con ellas.
Una cesta de mimbre abierta dejaba ver panes recién horneados, aún tibios, cubiertos con servilletas bordadas; racimos de uvas, fresas y melocotones maduros que brillaban como gemas bajo la luz; copas de cristal llenas de vino rosado que reflejaban destellos de rubí.
Incluso las flores que decoraban el picnic —rosas pálidas y jazmines encantados— parecían emitir un resplandor sutil, como si respiraran magia.
Eliza estaba sentada sobre una manta de lino suave, descalza, con el cabello suelto cayéndole en ondas doradas sobre los hombros.
Sus dedos jugueteaban distraídamente con un tallo de lavanda, mientras la brisa le acariciaba la piel.
A su lado, Marisol reía, esa risa cristalina que siempre lograba volver ligero incluso el aire más tenso.
—No puedo creer que estemos juntas otra vez —dijo Marisol, con una sonrisa temblorosa que traicionaba la emoción en sus ojos—.
Pensé que no volvería a verte.
Eliza sonrió con dulzura y la abrazó con fuerza, dejando que el silencio hablara por un instante.
—Yo también lo pensé —susurró contra su hombro—.
Pero mira… aquí estamos.
Aunque, sinceramente, sigo sin entender del todo lo que ha pasado.
A veces siento que me despertaré en un hospital y que todo esto… —miró a su alrededor, a las flores que respiraban magia, al aire cargado de vida— …no será más que un sueño extraño.
Marisol suspiró, acomodándose una trenza sobre el hombro.
—No ha sido fácil para ninguna de nosotras —admitió con voz baja—.
Pero, ¿sabes?
Cuando Adrián me habló de su mundo, de los hombres lobo, pensé que estaba loco.
Y aun así… me quedé.
Porque lo amaba, y porque algo en mí me decía que era mi lugar.
Ashley, que hasta entonces había estado cortando pedacitos de pan con la punta de una uña, levantó la mirada.
—Yo sentí lo mismo —confesó con un suspiro largo—.
Cuando Thiago se transformó frente a mí, creí que estaba soñando… o delirando.
Pero en ese instante todo encajó.
La atracción, el miedo, las coincidencias.
Todo tenía sentido.
Eliza ladeó la cabeza, intrigada.
—¿Y por qué?
—preguntó, aunque en el fondo ya intuía la respuesta.
Ashley se acomodó frente a ellas, cruzando las piernas con elegancia.
El sol se reflejó en su anillo de plata, haciendo brillar su mano con un resplandor casi sagrado.
—Porque soy la Luna del Alfa de la manada Bruma de Plata —dijo con una sonrisa que era pura satisfacción y orgullo, la sonrisa de una reina recién coronada.
Marisol soltó una risita leve.
—Siempre supe que terminarías con un Alfa, Ashley.
Tenías ese aire de “no acepto menos”.
—Y tú tenías ese aire de enamorarte del imposible —respondió Ashley, arqueando una ceja con picardía.
Ambas rieron.
El sonido se mezcló con el murmullo de la fuente y el canto de los pájaros, llenando el jardín de una alegría tranquila, aunque breve.
Eliza, con un dejo de ternura, giró la vista hacia Madison, que se mantenía un poco apartada, arrancando pétalos de una margarita con aire distraído.
—¿Y tú, Madison?
—preguntó suavemente—.
¿También eres una Luna?
Madison bajó la vista.
Una sombra cruzó su rostro, borrando su sonrisa.
—No propiamente —respondió, abrazando sus rodillas—.
Adrián… tiene una compañera aquí en la manada.
No está seguro de rechazarla.
El silencio cayó sobre el grupo como una nube densa.
Ashley bajó la copa, y Eliza sintió un nudo en el pecho.
No comprendía del todo cómo funcionaban las uniones, pero podía sentir el dolor en la voz de Madison, ese vacío que solo puede dejar la incertidumbre.
—Lo siento… —dijo Eliza, apenas audible.
Madison forzó una sonrisa.
—No te preocupes.
Él me lo advirtió desde el principio.
Pero… —su voz se quebró un poco—.
A veces uno no elige a quién amar, ¿verdad?
Ashley asintió lentamente.
—No.
Solo puedes decidir cuánto de ti estás dispuesta a perder en el proceso.
Marisol se acercó a Madison y la abrazó, dejando que su cabeza descansara sobre su hombro.
Eliza las observó, conmovida.
Por un instante, recordó las tardes en que todas se reunían en la cafetería, riendo, soñando con futuros simples.
Ahora estaban en un castillo, rodeadas de poder, magia y destino… pero con el corazón lleno de las mismas dudas humanas.
A lo lejos, entre los rosales en flor, dos guardias de la manada permanecían atentos, fingiendo indiferencia mientras vigilaban cada movimiento.
Sus armaduras oscuras brillaban suavemente bajo el sol, y sus miradas recorrían el jardín con la precisión de depredadores entrenados.
Uno de ellos, al notar la atención de Eliza, inclinó discretamente la cabeza en señal de respeto.
Ella suspiró, con una sonrisa que apenas logró disimular el cansancio.
—No puedo acostumbrarme a que nos vigilen incluso cuando comemos —murmuró, apartando con los dedos un mechón dorado que el viento le había llevado a los labios.
Ashley, con su habitual elegancia, alzó la copa y bebió un sorbo de vino rosado antes de encogerse de hombros.
—Supongo que es el precio de estar en territorio de lobos —respondió con tono sereno, aunque sus ojos destellaban ironía—.
La protección… siempre tiene un precio.
Marisol, deseando aligerar el ambiente, levantó su copa con una sonrisa luminosa.
—Entonces brindemos —dijo con voz clara, su acento lleno de cariño y nostalgia—.
Por estar vivas, por seguir juntas… y porque, aunque el mundo se haya vuelto una locura, al menos tenemos esto.
Las copas chocaron con un tintineo suave, cristalino.
El vino atrapó la luz del sol, ardiendo brevemente en reflejos rosados, como si en su interior se guardara un pequeño incendio.
Por un instante, todo volvió a ser simple.
Solo ellas.
El jardín.
Y el rumor de las flores susurrando al viento.
Una brisa fresca recorrió el lugar, levantando pétalos del suelo.
Eliza los observó flotar en el aire, rojos y brillantes, girando lentamente antes de caer.
Parecían pequeñas chispas danzando sobre la tarde dorada, como si el propio jardín respirara magia.
Desde la distancia, sobre el balcón de piedra del castillo, una figura los observaba.
Lucian.
Su silueta se recortaba contra la luz del atardecer.
Los ojos dorados seguían cada gesto de ella, cada sonrisa compartida, cada roce entre amigas.
Había en su mirada algo insondable, entre el deseo y el recuerdo, una sombra de algo que ni siquiera él podía nombrar.
Jaxon permanecía a su lado, inmóvil, con el porte respetuoso de quien sabe cuándo callar.
—No la pierdas de vista —ordenó Lucian, sin apartar la mirada del jardín.
—¿Teme que ellas la dañen, mi señor?
—preguntó Jaxon, con voz baja, midiendo sus palabras.
Lucian negó lentamente.
—No.
—Su tono fue casi un susurro, helado y sereno—.
Temo que ella recuerde demasiado.
Abajo, Eliza reía otra vez.
Pero el eco de su risa sonó distinto, más frágil, como si el destino —oculto entre los rosales— estuviera conteniendo el aliento.
El picnic se desvaneció poco a poco, como un sueño al que la realidad comenzaba a reclamar.
Las risas se mezclaron con el murmullo del agua de la fuente, el tintinear de las copas y el dulce aroma de las flores.
Las sirvientas aparecieron discretamente para recoger las cestas y las mantas.
Marisol dobló con cuidado los lienzos de lino, mientras Ashley aseguraba los frascos de miel y las frutas restantes.
El sol comenzaba a descender, bañando el jardín del este en un resplandor dorado que acariciaba las hojas y las siluetas de las chicas.
Las sombras se alargaban, difuminando los bordes del mundo.
—Te acompañaremos hasta tu habitación —dijo Ashley, con la calidez de quien ha vuelto para quedarse—.
Queremos ponernos al día… saberlo todo.
Eliza sonrió, sintiendo cómo una ternura antigua le envolvía el pecho.
—Y yo quiero escucharlas.
No saben cuánto las extrañé.
Caminaron juntas por el sendero de piedra, mientras el sonido de sus pasos se mezclaba con el canto de los grillos que comenzaban a despertar.
Marisol hablaba de la vida en la manada Bruma de Plata, de las noches bajo la luna llena, del silencio antes de las transformaciones.
Ashley reía y la interrumpía con anécdotas de Thiago y su mal genio, y Eliza se reía también, sin darse cuenta de que aquella sensación —esa calidez tranquila— era la primera paz que sentía en semanas.
A lo lejos, los guardias las seguían con la vista, silenciosos, mientras el sol terminaba de morir detrás de las torres del castillo.
Por un instante, Eliza pensó que tal vez todo podría volver a ser como antes.
Pero el viento sopló, trayendo con él un aroma conocido.
Oscuro.
Y supo que Lucian seguía observándola.
Las doncellas las condujeron por corredores adornados con tapices y retratos antiguos.
Les mostraron las habitaciones preparadas, suaves sábanas olientes a lavanda y telas que olían a humo y madera.
Marisol se quedó recordando aventuras, Ashley le habló con dulzura de su vida en México; la noche se acercaba y junto con ella una sensación de normalidad frágil que Eliza no quería perder.
Al despedirse, Eliza se quedó un instante más en el pasillo, distraída, sonriendo por dentro.
Caminó sola, absorbiendo el eco de las risas que se desvanecían, las manos todavía tibias por los abrazos.
Estaba feliz —una felicidad que dolía porque no estaba acostumbrada a ella— cuando, de pronto, la sombra se rompió.
Selene apareció en la penumbra como una mancha más oscura.
Su vestido negro se confundía con la noche, y en la mano brilló un objeto plateado: un cuchillo.
La sonrisa que le dirigió no fue amable; fue una mueca afilada, como una promesa de daño.
—Pensé que habías aprendido a quedarte en silencio, pequeña loba —susurró Selene, y su voz era un filo.
Eliza retrocedió, el instinto encendiéndose en su pecho.
No tuvo tiempo de pensar.
Selene avanzó con rapidez y, antes de que pudiera siquiera gritar, lanzó el primer tajo.
El metal silbó junto a su mejilla; el sonido fue un latigazo.
Comenzó el forcejeo: tela contra tela, manos que buscan domar el filo.
Eliza empujó con todo lo que tenía, los recuerdos de la playa, del yate, y la rabia contenida la llenaron de fuerza.
Con un impulso torpe pero certero, le dio a Selene un golpe en la cara que la hizo perder el equilibrio.
El cuchillo salió volando de su mano con un destello y describió un arco peligroso antes de clavarse en la pared de piedra con un sonido seco.
Por un instante, pareció que todo terminaba ahí; Selene tanteó el suelo, jadeando, y su mirada se volvió más salvaje.
Pero la mujer no se rindió: remontó con ferocidad y logró hacerse con otro cuchillo escondido en su bota.
Esta vez fue más rápida; en el empujón que siguió, la hoja encontró carne.
El filo se encajó en el hombro de Eliza con un golpe corto y doloroso.
Ella sintió el calor, un ardor que la dejó sin aliento, pero logró contener el terror para no desplomarse.
Antes de que Selene pudiera hundir la hoja más profundo, un peso se abalanzó sobre la escena como una sombra implacable.
Lucian llegó con la violencia de un vendaval: se lanzó sobre Selene, la arrancó de encima de Eliza y la arrojó contra el muro del pasillo con una fuerza que dejó temblando las piedras.
El ruido del impacto resonó hasta los jardines.
—¡Basta!
—vociferó Lucian, su voz un trueno contenido—.
¡Jaxon!
Jaxon apareció en el instante siguiente, ojos de acero y movimientos precisos.
Lucian sostuvo a Selene con una mano firme en la nuca; la otra recogió el cuchillo que había quedado incrustado en la pared.
Con una rapidez fría, Jaxon le aseguró las muñecas a Selene con unas esposas de acero, mientras Eliza, con la respiración entrecortada y el hombro ardiendo, se apoyaba en la pared apoyándose en la herida.
No había gritos desgarradores, solo el latido acelerado de su pulso y la humedad salada en su garganta.
—Toma a la traidora —ordenó Lucian sin apartar los ojos de Selene—.
Al calabozo.
Y que le pongan vigilancia.
Que nadie entre ni salga sin mi permiso.
Jaxon asintió, clavó una mirada fría en Selene y la condujo como a un preso peligroso.
Selene forcejeó, lanzó insultos, pero el agarre de Jaxon fue firme; la arrojó por el pasillo hacia las mazmorras.
El eco de sus pasos se fue apagando hasta que solo quedó el sonido amortiguado de puertas de hierro cerrándose.
Lucian volvió la vista hacia Eliza con una calma brutal.
Sus manos, grandes y seguras, se alzaron con cuidado: una caricia suave en su mejilla, tan inesperadamente tierna que Eliza sintió que una parte de la noche se ablandaba.
Luego inclinó la cabeza y depositó un beso breve, cálido, en su frente —no de posesión violentamente animal, sino de promesa contenida—.
—Te he dicho que te cuidaría —murmuró él, la voz entre corte y ternura—.
Vete a tu habitación.
Jaxon, obediente, respondió desde el umbral — Llevaré a la prisionera al calabozo.
Eliza, aún tambaleante, dejó que Lucian la guiara unos pasos.
La sangre le humedecía la manga en el hombro; aunque adolorida, no fue un corte que la dejara inconsciente.
Sus piernas la llevaron por el corredor, cada paso un recuerdo punzante del ataque.
A su paso, las antorchas proyectaban sombras largas y alargadas, y en su mente quedó la imagen de la figura de Selene alejándose hacia la oscuridad de la prisión, un peligro contenido por ahora, pero no olvidado.
Cerradas las puertas de las habitaciones y con la noche descendiendo como un telón pesado, Eliza se dejó caer sobre la cama preparada.
La habitación olía a lavanda y cera.
El silencio volvió a la fortaleza; pero bajo su superficie, las piezas se movían.
Y Eliza, con el hombro vendado y el pulso todavía acelerado, supo que esa noche nada sería igual.
El eco del hierro contra el hierro se perdió en la humedad del aire.
Las antorchas crepitaban, lanzando destellos anaranjados sobre los muros húmedos.
El olor era una mezcla de piedra vieja, metal oxidado y miedo.
Lucian se detuvo frente a la celda más profunda.
Jaxon lo seguía en silencio, con el rostro endurecido, sosteniendo un candil.
Detrás de los barrotes, Selene estaba sentada en el suelo, la ropa hecha jirones, el cabello enmarañado y las muñecas enrojecidas por las esposas de plata.
Pese a todo, su postura seguía altiva.
Lucian abrió la puerta lentamente.
El chirrido resonó como una advertencia.
Entró sin prisa, los pasos firmes, la mirada tan fría que parecía cortar el aire.
—¿Sabes por qué aún respiras?
—preguntó al fin, su voz grave, contenida, casi tranquila.
Selene levantó la cabeza, los ojos rojos por las lágrimas secas, pero aún con ese brillo venenoso que siempre la había caracterizado.
—Porque todavía me deseas —susurró, esbozando una sonrisa torcida.
Lucian soltó una risa seca, sin humor.
—Te deseo muerta.
No confundas misericordia con debilidad.
Se inclinó frente a ella, lo suficientemente cerca para que pudiera sentir su aliento, pero sin tocarla.
La tensión era un hilo tenso entre ambos.
—Intentaste matar a mi compañera —continuó él, la voz baja, cargada de peligro—.
Frente a mis ojos.
En mi propia casa.
¿Tienes idea de lo que eso significa, Selene?
Ella lo sostuvo la mirada, temblando apenas.
Luego sonrió con una dulzura enferma.
—Esa humana no puede ser tu compañera.
¡No puede!
—gritó de pronto, la voz quebrada por el odio—.
No después de todo lo que he hecho por ti, Lucian.
No después de todo lo que sacrificamos por esta maldita manada.
Lucian no se movió.
Su silencio pesó más que cualquier amenaza.
—Eres una vergüenza —dijo finalmente, con un tono tan bajo que heló el aire—.
Selene bajó la cabeza, los labios apretados.
La máscara de arrogancia se fracturó por un instante, y en su lugar asomó algo más oscuro: culpa.
Pero lo disimuló con una risa amarga.
—No fue planeado —dijo con un deje de burla—.
Me dejé llevar por los celos, eso es todo.
Verla tan tranquila, sonriendo…
provocándote sin saberlo.
Alzó los ojos, desafiantes—.
Esa maldita perra humana no puede ocupar el lugar que me corresponde.
Jaxon apretó los puños, pero Lucian le hizo un gesto con la mano para que se mantuviera quieto.
—No digas estupideces —replicó él con un filo de desprecio—.
Nunca fue tuyo, Selene.
Ni el trono, ni mi lecho, ni mi lealtad.
Selene se encogió de hombros, mirando a otro lado.
Pero en el temblor de su mandíbula había algo más que rabia: había miedo.
—No todos son tan ciegos como tú —murmuró—.
Algunos todavía recuerdan lo que la sangre de los Sangre de Hierro nos quitó.
Lucian entrecerró los ojos, el instinto alfa alertándose.
—¿Qué estás insinuando?
Ella sonrió, esta vez con una picardía peligrosa.
—Nada… —dijo despacio—.
Solo que a veces el destino se encarga de unir lo que el rencor separó.
Su voz bajó a un susurro casi cómplice—.
Pero tú…
tú lo estás arruinando todo.
Lucian la observó largo rato.
Luego se incorporó, y su sombra cubrió a Selene por completo.
—Si lo que hiciste fue por celos, pagarás con silencio.
Pero si descubro que esto fue parte de algo más grande… —se inclinó, y su voz se volvió un gruñido— no habrá celda ni infierno donde puedas esconderte.
Selene no respondió.
Solo sonrió.
Una sonrisa que parecía esconder demasiadas verdades.
Lucian se giró y salió del calabozo sin mirar atrás.
Jaxon cerró la reja, el sonido metálico resonó como una sentencia.
—¿La dejamos ahí, mi señor?
—preguntó el beta.
Lucian asintió, sin apartar la mirada del pasillo oscuro.
—Sí.
Pero vigílala.
No duerme quien trama.
Mientras se alejaban, el eco de los pasos se mezcló con una risa tenue que se filtraba entre los barrotes.
Selene, sola en la penumbra, susurró para sí: —No podrás detenerlo, Lucian.
Ya empezó.
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