Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 135
- Inicio
- Todas las novelas
- Emparejada al Alfa Enemigo
- Capítulo 135 - 135 Condenados a arder
Tamaño de Fuente
Tipo de Fuente
Color de Fondo
135: Condenados a arder 135: Condenados a arder Eliza se miró al espejo.
La herida en su hombro ardía, un fuego sordo bajo la piel.
El vendaje, recién puesto, ya mostraba una mancha oscura que se expandía lentamente.
Las doncellas habían traído ungüentos de hierbas y telas limpias, pero ella las había despedido en cuanto el temblor de sus manos se volvió demasiado evidente.
El silencio del baño era espeso, apenas roto por el goteo del agua que caía en la bañera de mármol.
Las paredes, cubiertas por relieves de flores, reflejaban el titilar de las velas.
Afuera, la noche respiraba.
Adentro, todo olía a sangre y lavanda.
Eliza apoyó las manos sobre el borde frío del lavabo, la respiración agitada.
Su cuerpo aún estaba en tensión, la adrenalina negándose a soltarla.
Casi podía sentir todavía el peso del cuchillo, el filo rozándole la piel, el miedo como un veneno dulce que le subía por la garganta.
La puerta se abrió con un sonido bajo.
El aire cambió.
Lucian entró sin anunciarse.
La camisa negra que llevaba estaba manchada de sangre —no suya—, y las mangas arremangadas dejaban ver los antebrazos cubiertos por finas líneas carmesí.
Su mirada, cuando se posó en ella, era de acero y sombra.
—No toques la herida —dijo con voz grave, rompiendo el silencio.
Eliza levantó la vista, su reflejo en el espejo mostrándole la figura del alfa detrás de ella.
Por un segundo pensó en pedirle que se fuera, pero algo en su postura —esa mezcla de furia contenida y cansancio absoluto— la detuvo.
—No puedo quedarme quieta —susurró, girando apenas la cabeza—.
Cada vez que cierro los ojos, la veo.
Lucian dio un paso más cerca.
Su presencia llenó el espacio como un eclipse.
—Ya no volverá a tocarte —respondió, su tono bajo, ronco—.
Ni ella, ni nadie.
Eliza lo observó por el espejo.
Había sangre seca en su cuello, y el brillo en su mirada era salvaje, casi inhumano.
Pero debajo del peligro, había otra cosa: algo roto, silencioso, que apenas se atrevía a mostrarse.
—¿Qué le hiciste?
—preguntó ella con voz temblorosa.
Lucian no respondió seguidamente.
Se acercó hasta quedar justo detrás de ella.
El calor de su cuerpo contrastaba con el mármol helado.
Sus dedos rozaron su hombro vendado con una delicadeza que no encajaba con la violencia que aún latía en el aire.
—Lo suficiente —dijo al fin, su voz un susurro áspero contra su oído—.
Para que no olvides lo que intentaste hacerte.
Eliza se volvió despacio.
Estaba tan cerca que podía sentir su respiración en la piel.
—No quiero que sigas derramando sangre por mí —murmuró.
Lucian bajó la mirada, una sonrisa leve curvándole los labios.
—Tarde para eso.
El silencio se alargó.
Solo el goteo del agua llenaba el espacio entre ambos.
Eliza dio un paso atrás, acercándose al borde de la bañera.
—Necesito bañarme —dijo, apenas audiblemente.
Lucian ascendió, pero no se movió.
Su mirada se detuvo un segundo más en la mancha roja que asomaba bajo el vendaje, luego se giró hacia la puerta.
—Te enviaré a una de las curanderas —dijo con voz controlada, casi fría, aunque sus manos aún temblaban por la furia reciente—.
Y haré que el ala este quede bajo guardia doble.
Cuando se dispuso a marcharse, Eliza habló, apenas un murmullo: —Luciano… Él se detuvo.
No la miró, pero esperó.
—¿Por qué lo hiciste tú?
—preguntó ella—.
Podrías haber enviado a cualquiera.
Hubo un instante de silencio antes de que respondiera: —Porque nadie la habría hecho hablar como yo.
Y porque… —su voz baja, casi inaudible— no soporté verla tocarte.
Eliza no supo qué decir.
Lo vio irse, la puerta cerrándose con suavidad tras él, y durante un largo minuto se quedó quieta, escuchando su propio corazón.
Cuando por fin se sumergió en la bañera, el agua caliente envolvió su cuerpo con un suspiro.
La sangre, al mezclarse con el agua, se diluyó en espirales carmesí que se disipaban como humo.
Eliza apoyó la cabeza en el borde y cerró los ojos.
El aroma a hierro se apaga fuendo, reemplazado por el perfume de la lavanda.
Y aunque el agua borraba la sangre de su piel, no podía borrar el recuerdo de los ojos de Lucian: esos ojos que la observaban como si cada herida suya también ardiera en él.
Bajo la superficie, en el silencio líquido, Eliza comprendió algo que la asustó más que el ataque, más que la sangre o el dolor: no temía a Lucian.
Temía lo que empezaba a sentir por él.
El agua ya se había enfriado cuando la puerta volvió a abrirse.
Eliza no se movió.
No necesitaba girar la cabeza para saber que era él.
El aire cambió, denso, cargado con ese olor inconfundible: madera quemada, piel y tormenta.
Lucian cerró la puerta con suavidad.
El sonido del pestillo encajando resonó como una promesa.
—Pensé que te habías ido —susurró ella sin abrir los ojos.
—Lo intenté —respondió su voz, más baja, más humana esta vez—.
Pero no puedo.
Eliza abrió los ojos lentamente.
El vapor aún flotaba sobre el agua, difuminando las velas y creando un resplandor dorado alrededor de su silueta.
Su piel, mojada y pálida, contrastaba con la oscuridad que él traía encima.
Lucian dio un paso más.
Cada movimiento suyo parecía contenido, como si peleaban dentro de él mil órdenes que no lograba acatar.
—No deberías estar aquí —dijo ella, apenas un murmullo.
—Y sin embargo… —su voz se quebró con una sombra de deseo— aquí estoy.
Eliza lo miró por primera vez desde que entró.
Había algo distinto en su rostro: no solo el cansancio, sino una vulnerabilidad que rara vez se atrevía a mostrar.
—Lucian… —empezó, pero él ya se había acercado.
Su mano rozó la superficie del agua, y un estremecimiento recorrió el cuerpo de ambos.
—Cuando te vi sangrar —confesó con un hilo de voz—, algo dentro de mí se rompió.
No era rabia… era miedo.
Eliza lo observó en silencio.
Las palabras, pronunciadas con esa crudeza, dolían más que cualquier herida.
Lucian se inclinó, quedando a su altura.
—No sabes lo que me haces, Eliza —susurró junto a su oído—.
Cada vez que intento mantener la distancia, mi cuerpo me traiciona.
Ella giró el rostro apenas, lo suficiente para que sus labios rozaran su mandíbula.
El roce fue leve, pero el aire se llenó de electricidad.
—No puedes protegerme de todo —dijo ella.
—No quiero protegerte.
—Su voz se volvió grave, peligrosa—.
Quiero poseerte.
Quiero que el mundo sepa que eres mía, aunque me odies por ello.
Eliza lo miró directamente a los ojos.
En ellos había algo salvaje, pero también un dolor tan real que desarmaba cualquier intento de defensa.
—No me odies tú —susurró— por hacerte sentir humano.
Lucian contuvo el aliento.
Sus dedos rozaron la línea de su cuello, bajando lentamente hasta la marca apenas visible en su piel, esa que todavía ardía con el recuerdo de sus colmillos.
—Nunca podría odiarte —dijo, la voz quebrándosele—.
Ni siquiera si eso me salvara.
El silencio que siguió fue denso, casi insoportable.
Lucian retrocedió un paso, como si acabaría de recordar quién era.
Sus ojos se desviaron al agua teñida de tonos rosados.
—Debería irme antes de que olvide por qué no debo quedarme —murmuró, aunque su voz carecía de convicción.
Eliza, sin pensar, lo tomó de la muñeca.
El contacto bastó para detenerlo.
Su mirada se cruzó con la de ella, y algo antiguo, inevitable, los atrapó.
Eliza habló sin temblar esta vez —Quédate.
Lucian cerró los ojos, como si esa palabra lo condenara.
Y aun así, obedeció.
Avanzó despacio, hundiendo la mano en el agua tibia.
Su toque fue primero suave, casi reverente, hasta que el autocontrol empezó a desmoronarse.
La superficie del agua vibró con su respiración.
Cuando sus labios encontraron los de ella, el mundo pareció romperse.
No hubo furia, ni dominio, solo el reconocimiento de dos almas que se resistían al destino… y al mismo tiempo se rendían a él.
El beso fue profundo, lento, cargado de todo lo que no se habían atrevido a decir.
Lucian se apartó apenas, su frente apoyada en la de ella.
—Esto nos destruirá —susurró.
Eliza sonando débilmente, con el corazón latiendo como un tambor en su pecho.
—Entonces que arda todo, Lucian.
Pero que sea Contigo.
Lucian soltó una risa baja, rota, como si esa confesión le arrancara algo que había mantenido enterrado por años.
Sus dedos recorrieron el contorno de su rostro, deteniéndose en sus labios húmedos, temblando apenas.
—No sabes lo que dices —susurró, aunque su voz traicionó la ferocidad del deseo que lo consumía.
Eliza no respondió.
Solo sostuvo su mirada, con la misma mezcla de miedo y entrega que había sentido desde el primer momento en que sus destinos se cruzaron.
El vínculo entre ambos vibró, palpable, casi doloroso.
Lucian sintió cómo la bestia dentro de él se agitaba, exigiendo marcarla, reclamarla, sellar aquello que el destino ya había escrito.
Pero se contuvo.
Por ella.
—No sabes cuánto me cuesta no hacerlo —dijo con la voz ronca, rozando su cuello con la nariz, inhalando su esencia.
Eliza cerró los ojos, el pulso desbocado.
—¿Por qué no lo haces, entonces?
Lucian levantó la cabeza, y por un instante sus ojos brillaron con un fulgor oscuro, casi salvaje.
—Porque si lo hago, ya no habrá marcha atrás.
No quedará nada de mí… solo el Alfa.
Y tú mereces al hombre, no al monstruo.
Eliza deslizó los dedos por su pecho desnudo, hasta posar la mano sobre su corazón.
—Tal vez yo también tenga monstruos, Lucian.
Y no me asustan los tuyos.
Él la miró, y la decisión que había intentado sostener se desmoronó como ceniza.
Sus labios volvieron a unirse, esta vez con hambre, con necesidad, con la desesperación de quienes saben que aman lo prohibido.
El agua los envolvía, reflejando la luz de la luna como si todo el lago ardiera con ellos.
Sus respiraciones se mezclaron, los latidos se confundieron, y el mundo exterior —la guerra, la rivalidad, las maldiciones— dejó de existir.
Cuando finalmente se separaron, Lucian apoyó la frente en su hombro.
—Si mañana me declaran enemigo… si debo luchar contra tu manada, no te atrevas a detenerme.
Eliza sonriendo con una tristeza infinita.
—No lo haré.
Pero tampoco te dejaré ganar.
Él la miró, y por primera vez, entendió que la mujer frente a él no era un premio ni una debilidad.
Era fuego.
Era destino.
—Entonces arderemos juntos —dijo al fin, y su voz fue una promesa.
Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com