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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 136

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  4. Capítulo 136 - 136 Refugio en la Montaña
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136: Refugio en la Montaña 136: Refugio en la Montaña El nuevo castillo se alzaba como un sueño esculpido en la roca viva, una fortaleza nacida del corazón mismo de la montaña.

Los picos nevados lo rodeaban en un abrazo solemne, mientras una neblina plateada serpenteaba entre los riscos al amanecer.

A la distancia, el sol apenas rozaba las torres más altas, haciendo que los cristales incrustados en sus muros devolvieran destellos dorados, como si la luz durmiera en su interior y despertara con cada amanecer.

El aire allí tenía un peso antiguo.

Olía a piedra húmeda, a flores silvestres que crecían entre las grietas y al leve perfume de la magia que impregnaba el ambiente.

Ronan lo había elegido por una razón: aquel bastión no era solo una fortaleza, sino un santuario.

Bajo la superficie, poderosos encantamientos de protección se extendían como raíces vivas.

Las runas talladas en los muros brillaban débilmente cuando la luna se alzaba, recordando a todos que espíritus antiguos velaban por la manada.

Decían que, en las entrañas del castillo, el río subterráneo que lo atravesaba era custodiado por los ecos de los primeros lobos —los fundadores de la Sangre de Hierro— cuyas almas habían sido selladas allí para proteger a sus descendientes.

El terreno que rodeaba la fortaleza se extendía por valles y riscos, cubierto de pinos oscuros y prados encantados que florecían incluso bajo la escarcha.

Las casas de los miembros de la manada estaban incrustadas en la propia montaña, con techos de piedra musgosa y ventanales que se iluminaban con fuego al caer la noche.

Puentes suspendidos unían los distintos niveles de la colina, y túneles secretos conectaban las viviendas con el corazón del castillo.

Algunas entradas se disimulaban bajo cascadas, otras en las raíces de árboles centenarios que marcaban el límite del bosque encantado.

De noche, el territorio brillaba con pequeñas luces errantes: eran las esencias de los lobos guardianes, sombras luminosas que recorrían el perímetro para mantener alejadas a las presencias hostiles.

En el centro del bastión se hallaba el Salón de Guerra, el corazón mismo de la fortaleza.

Era una sala circular y majestuosa, de techo abovedado, sostenido por columnas negras grabadas con símbolos lunares.

La mesa central, de piedra volcánica, estaba tallada con mapas antiguos y las marcas de batallas olvidadas: líneas de territorio, rutas de manadas aliadas, y los nombres de los caídos.

Antorchas flotantes ardían en el aire sin emitir humo, proyectando destellos dorados que danzaban sobre los tapices de las paredes.

En ellos, los emblemas de las manadas aliadas parecían moverse bajo la luz, como si respiraran.

El sonido del viento golpeando las almenas, el eco lejano del agua corriendo bajo tierra y el ulular de un lobo al anochecer completaban el cuadro de un reino vivo, fuerte y en paz…

al menos, por ahora.

El eco de las botas resonó por el corredor principal antes de que Damián cruzara las puertas del Salón de Guerra.

Su capa ondeaba con el viento helado que se filtraba desde los pasadizos, manchada por el polvo del camino.

Llevaba días sin dormir; las sombras bajo sus ojos eran profundas, pero en su mirada aún ardía ese fuego indomable que lo hacía parecer más bestia que hombre.

Un lobo que no sabía si debía cazar… o huir de sí mismo.

Frente a él, Caleb lo esperaba.

El segundo al mando, firme como una estatua de obsidiana, con los brazos cruzados sobre el pecho y la serenidad irritante de quien ha aprendido a dominar hasta sus pensamientos.

Su cabello oscuro caía hacia atrás con una disciplina casi militar, y sus ojos grises reflejaban la luz de las antorchas flotantes que giraban lentamente alrededor del salón.

—Dime que traes buenas noticias —gruñó Damián, dejando caer un pergamino sobre la mesa central.

El sonido del pergamino al desplegarse pareció un suspiro.

Las runas inscritas en el cuero se encendieron con un resplandor tenue, revelando los registros de la investigación.

—Depende de lo que consideres “bueno” —respondió Caleb, sin levantar la vista—.

Los rastros se detienen en el límite del territorio norte.

No hay señales de los Hermanos de la Sombra… ni de su magia.

Damián tensó la mandíbula, sus dedos rozando el filo de la mesa de piedra negra.

—¿Ni siquiera un vestigio?

Lucian no borra su rastro tan bien.

Alguien tuvo que ayudarlo.

Caleb negó despacio, casi con pesar.

—Ya revisamos con las curanderas y los guardianes del sello.

No hay huellas de energía oscura… ni aromas familiares.

El silencio que siguió pesó tanto como el aire en una noche sin luna.

Damián apretó los puños sobre la piedra.

—Entonces… ¿quién lo hizo?

Una corriente helada recorrió la sala.

El sonido del río subterráneo bajo el castillo se volvió más perceptible, como si incluso las entrañas de la montaña contuvieran la respiración.

—Eso —murmuró Caleb, su voz grave—, es lo que más me preocupa.

Si no fue Lucian… entonces hay alguien más moviendo los hilos.

Alguien que conoce nuestros ritos, nuestras defensas… y nuestras debilidades.

Era lo que Damián no podía sacar de su cabeza.

Se venían muchos peligros y una guerra inminente.

Damián desvió la mirada hacia uno de los tapices que colgaban de las paredes.

El tejido mostraba la antigua unión entre las manadas: lobos dorados y plateados entrelazados bajo la luna llena, símbolo de una paz que ahora se sentía como una broma cruel del destino.

—Es casi seguro que fueron cazadores —dijo finalmente, con voz baja—.

Caleb lo observó unos segundos antes de hablar.

—¿Aún piensas en ella?

La mirada de Damián fue como un golpe.

—No me provoques.

—No es provocación, hermano —replicó Caleb con tono sereno, aunque sus ojos reflejaban genuina preocupación—.

Es advertencia.

Desde el funeral de tu padre no has sido el mismo.

Damián soltó una risa seca, sin humor.

—Mi juicio murió el día que Lucian la mordió frente a todas las manadas — Elevo tanto la voz, que tuvo que respirar para no destrozar el salón entero.

Caleb no respondió.

En el fondo, comprendía esa herida: el orgullo y el corazón arrancados en un solo instante.

El había querido hacer de Eliza su compañera elegida, pero Lucian la reclamo y ella; bueno, parece que esta enamorada, aunque por alguna razón parece que ha dejado de ser la chica rebelde, para ser la Luna sumisa de Lucian.

El sabor de la decepción en la garganta.

De pronto, un cambio imperceptible alteró el aire del salón.

Una ráfaga de viento atravesó las grietas de la piedra, agitando los tapices y apagando momentáneamente las antorchas flotantes.

Las runas del suelo se encendieron con un resplandor ámbar, vibrando con una energía que los dos hombres sintieron bajo la piel.

Damián desenfundó su arma en un solo movimiento.

—¿Otra perturbación mágica?

Caleb alzó la mano hacia una de las columnas donde las runas centelleaban como si respiraran.

—No.

No es un ataque… Es algo dentro del castillo.

El viento se disipó tan rápido como había llegado.

Solo quedó un eco suave, un susurro que pareció recorrer las paredes como una voz antigua, apenas audible: “El equilibrio se rompe desde dentro.” Caleb frunció el ceño, repasando las líneas de energía con la yema de los dedos.

—Las protecciones reaccionaron a una presencia interna.

No humana… ni lobo.

Damián se giró hacia el corredor que conducía a los jardines internos.

A través de las puertas abiertas, podía verse la neblina flotando entre las flores encantadas que jamás se marchitaban.

Por un instante, creyó distinguir una figura moviéndose lentamente entre la bruma.

Una silueta observando, inmóvil, desde el límite entre la realidad y el sueño.

Pero cuando intentó enfocarla… ya no estaba.

—Sea lo que sea —murmuró Caleb, con la voz tensa—, no quiere ser visto todavía.

Damián asintió, sin apartar la mirada del pasillo vacío.

El aire olía a flores y a advertencia.

—Entonces tendremos que esperarlo.

Pero no por mucho.

Las antorchas se encendieron de nuevo, una a una, devolviendo la luz al salón.

Las runas del suelo se calmaron.

Solo el eco del río subterráneo seguía hablando en voz baja, como si la montaña misma intentara advertirles que el peligro no venía de fuera… sino de adentro.

El viento del bosque traía consigo el perfume de las flores silvestres y el murmullo del río cercano.

Luna caminaba lentamente por los pasillos de piedra sólida, una mano apoyada en su pequeño vientre, y una sonrisa serena que parecía iluminarlo todo.

Damián fue el primero en reaccionar.

Su expresión —siempre tan contenida— se ablandó en cuanto la vio.

Caminó hacia ella sin decir palabra, con esa mezcla de reverencia y necesidad que solo él podía mostrar.

—Deberías descansar más —murmuró cuando llegó a su lado, deslizando una mano protectora sobre su espalda.

—Me gustaría invitar a Eliza y Lucian para celebrar las nuevas —dijo Luna entre besos, con una sonrisa traviesa que iluminaba su rostro.

Damián la miró, y por un instante el deseo de compartir felicidad se mezcló con la alerta instintiva que lo dominaba.

Lucian era un enemigo astuto, capaz de todo.

Revelar la ubicación del castillo, con su magia y sus secretos, era un riesgo demasiado grande.

—No… —susurró, dejando la frente apoyada contra la de ella—.

No podemos.

No todavía.

Luna frunció el ceño, insistente.

—Solo un encuentro pequeño… nada formal.

Para que vean al pequeño.

Damián, sería solo un momento feliz.

Él la tomó suavemente de los hombros y la sostuvo a cierta distancia, para mirarla a los ojos, con la gravedad de quien sostiene la vida de los suyos entre sus manos.

—Escucha, Luna.

No es por ti.

Es por todos.

—Sus dedos rozaron su mejilla, cálidos, protectores—.

Este lugar debe permanecer oculto.

No podemos arriesgarnos.

En ese instante, Caleb apareció en el umbral del salón, con su habitual calma casi irritante.

—Puedo ofrecer una solución —dijo con voz profunda, caminando hacia ellos—.

Si insistes en invitar a alguien de fuera… debo proteger la ubicación.

Luna lo miró con curiosidad, la ternura en su mirada mezclada con un brillo juguetón.

—¿Protegerla cómo?

Caleb extendió la mano hacia la mesa central, y con un gesto antiguo las runas grabadas en la piedra comenzaron a brillar con fuerza.

Líneas de energía dorada subieron por los muros hasta los arcos de las ventanas, entrelazándose con los cristales que captaban la luz del sol y la dispersaban en destellos mágicos por todo el salón.

—Estas runas —explicó Caleb— mantienen la ubicación del castillo invisible para cualquiera que no sea de nuestra manada.

Su voz se volvió más grave, casi solemne—.

Y si alguien traiciona la confianza que les damos y revela este lugar… las consecuencias serán fatales.

La magia antigua no falla, y no perdona.

Luna asintió, comprendiendo la seriedad de la advertencia, y bajó la vista hacia su vientre.

Una sensación cálida la envolvió, un recordatorio de la fragilidad de la vida que llevaba.

—Está bien —susurró—.

Entonces esperaré.

Nuestro pequeño estará seguro.

Damián la rodeó con un brazo, acercándola a él, y ella se acomodó con la cabeza sobre su pecho.

Su respiración se mezclaba con la suya, y por un instante todo el peso del mundo pareció disiparse.

—No permitiré que nada te haga daño —murmuró él, con voz baja y firme—.

Ni a ti, ni a nuestro hijo.

Caleb dio un paso atrás, observándolos con una ligera sonrisa, satisfecha por la ternura que emanaba de aquella pareja, pero también con la alerta que siempre llevaba consigo.

—Mientras tú sigas el consejo de tu hermano —dijo hacia Luna—, este lugar seguirá siendo un santuario.

El aire volvió a calmarse, los cristales volvieron a brillar suavemente, y el castillo pareció suspirar, aceptando la promesa silenciosa de protección.

Luna levantó la vista, y aunque su sonrisa era dulce, había un brillo de determinación en sus ojos.

—Entonces, celebraremos… pero solo con los que amamos, hasta que nuestro pequeño pueda caminar seguro.

Damián asintió, besando de nuevo su frente, mientras Caleb se retiraba hacia los corredores del castillo, vigilante, dejando a la pareja envuelta en la luz dorada de las runas y en la magia silenciosa de la montaña que los protegía.

Damián tomó la mano de Luna y la condujo hacia la terraza que se abría al corazón de la montaña.

La vista era un espectáculo que cortaba la respiración: los jardines internos descendían en terrazas, talladas con precisión en la roca viva, cada nivel lleno de flores eternas, arbustos mágicos que cambiaban de color con la luz del sol, y fuentes que susurraban melodías antiguas.

Más allá, la niebla se colaba entre los picos, dibujando formas caprichosas mientras la luz dorada de los cristales del castillo se reflejaba sobre ella.

Luna apoyó sus manos sobre el borde de piedra de la terraza, dejando que el aire fresco acariciara su vientre apenas redondeado.

Damián se inclinó, rozando con suavidad su cabeza contra la de ella, y susurró: —Mira lo que nos rodea… todo esto será suyo.

Nuestro hogar, nuestro refugio.

—Es hermoso —dijo Luna, con la voz cargada de emoción—.

Y siento… siento que aquí podemos ser felices, sin miedo.

Damián asintió, contemplando cada detalle: las pequeñas luces suspendidas entre los arbustos, las runas talladas en las fuentes y los muros del jardín, y los senderos secretos que serpenteaban entre las piedras.

Todo estaba protegido, todo estaba vivo.

—Caleb se aseguró de que ninguna sombra pueda encontrarnos —murmuró—.

Si alguien intenta traicionar la confianza, las runas no fallarán.

Luna sonrió y apoyó su frente contra su pecho, sintiendo el latido firme de Damián y la fuerza que emanaba de él.

—Nuestro hijo crecerá aquí… seguro, rodeado de magia y amor.

Él pasó la mano por su cabello, bajando lentamente hasta descansar sobre su vientre.

—Y tú, Luna, serás su ejemplo.

Su fuerza y su ternura —susurró—.

Todo lo que necesitamos está aquí, y nadie podrá arrebatárnoslo mientras yo respire.

Desde un ángulo más alto de la terraza, Damián divisó a lo lejos los corredores iluminados por cristales que daban vida al castillo y los jardines que descendían como cascadas de luz y color.

Cada sombra parecía custodiada, cada sendero protegido por antiguas runas.

Incluso la brisa parecía estar encantada, llevando consigo aromas de flores eternas y de magia antigua.

—Mira —dijo Luna, señalando un pequeño sendero secreto que se adentraba en la montaña—.

Ahí… cuando sea más grande, nuestro hijo podrá explorar sin peligro, siguiendo solo los caminos que nosotros elijamos.

Damián sonrió por primera vez sin tensión, dejando que un momento de paz los envolviera.

—Y cuando sea el momento… él o ella sabrá que todo esto fue creado por amor.

Por nosotros.

Luna rió suavemente, apoyando la cabeza en su hombro mientras la brisa les acariciaba la piel.

El castillo parecía susurrarles su aprobación, las flores brillaban como si respondieran a la magia de su felicidad, y las runas en los muros parpadeaban suavemente, asegurando que aquel santuario permanecería intacto, hasta que su familia estuviera lista para enfrentar el mundo exterior.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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