Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 137
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- Capítulo 137 - 137 El eco del desafío
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137: El eco del desafío 137: El eco del desafío El cuervo descendió entre la bruma con el amanecer.
Sus alas, tan negras como la medianoche entre mundos, cortaron el aire helado del patio principal del castillo de los Hermanos de la Sombra, dejando un rastro de plumas plateadas que se disolvieron antes de rozar las losas de obsidiana.
El silencio fue absoluto, reverente, como si incluso el viento temiera interrumpir su vuelo.
En sus garras traía un sobre grueso, sellado con cera roja.
El emblema de la Sangre de Hierro —una luna hendida por el filo de una espada— ardía con un brillo tenue, pulsando al compás de un poder antiguo.
El ave se posó en el pedestal de piedra junto a las puertas del castillo, desplegando las alas con un graznido bajo que resonó como un presagio.
Uno de los guardias se adelantó y, con un gesto de respeto, sostuvo una bandeja de plata bajo el cuervo.
Bastó un destello de fuego oscuro —invocado por uno de los hechiceros del Alfa— para que el sello se rompiera con un chasquido.
El pergamino cayó suavemente sobre la bandeja, su superficie exhalando un brillo dorado, como si respirara.
*** El sol se filtraba con suavidad a través de los cristales encantados de la terraza superior.
El aire era fresco, perfumado por las flores que trepaban por las columnas y los rosales que descendían en cascadas hacia el jardín inferior.
Desde allí se podía ver el laberinto de setos que se extendía como un dibujo vivo: círculos concéntricos de hojas verdes, tallados con precisión, donde el viento jugaba a perderse entre los caminos.
Una mesa larga, cubierta con un mantel de lino marfil, descansaba en medio de la terraza.
Sobre ella, una vajilla de porcelana azul celeste y copas de cristal tallado brillaban bajo la luz de la mañana.
Bandejas con frutas frescas —granadas partidas, uvas oscuras, duraznos, moras y flores comestibles— adornaban el centro.
El aroma a pan tibio, miel y café recién molido se mezclaba con el perfume del jardín.
Eliza estaba sentada frente a las copas, sosteniendo una taza de porcelana blanca entre las manos.
Su vestido azul zafiro, de tela ligera y vaporosa, se movía con la brisa como si tuviera vida propia.
El escote corazón dejaba ver apenas sus clavículas, y la falda —de múltiples capas translúcidas— caía hasta sus tobillos, donde unos delicados zapatos plateados reflejaban el sol.
Su cabello, recogido en un moño suelto, dejaba escapar mechones dorados que el viento acariciaba con descaro.
El azul del vestido hacía resaltar el brillo intenso de sus ojos, y su piel clara tenía ese resplandor casi etéreo que Lucian solía observar con demasiada atención.
A su lado, Marisol jugaba con una cucharita de plata, sonriendo mientras hablaba de los rumores entre las manadas.
Que Eliza disfrutaba con mucha satisfacción, nadie se había dignado a comentar siquiera palabra con ella y mucho menos a contarle los cotilleos y rivalidades que existían entre las manadas.
Llevaba un vestido color coral pálido, de tela semitransparente con bordes de encaje dorado, ceñido a la cintura con una cinta de satén.
El corte asimétrico dejaba ver una pierna cuando se movía, y sus pendientes de perlas tintineaban con cada risa.
Ashley, en cambio, prefería los tonos suaves: su vestido era lavanda, con mangas largas y tela que se amoldaba a su figura antes de abrirse en un vuelo ligero.
Tenía detalles bordados con hilo de plata y un cinturón fino adornado con una piedra amatista.
Su cabello castaño estaba suelto, con pequeñas trenzas entrelazadas con flores silvestres.
—Te juro que si Lucian vuelve a mirarte de esa forma frente a todos, voy a tener que recordarle lo que significa la palabra decoro —bromeó Marisol, tomando un trozo de durazno con su tenedor.
Eliza sonrió con una mezcla de nerviosismo y ternura, girando la taza entre sus dedos.
Sus mejillas se encendieron al recordar como las chicas lo habían cachado viéndola en la cena.
—Sabes que no lo hace con intención de molestar —susurró, aunque el leve rubor en sus mejillas la delataba—.
Él… solo tiene su forma de ser.
—Su forma de ser podría intimidar a un ejército —replicó Ashley, alzando una ceja—.
Pero contigo parece… distinto.
—¿Distinto?
—preguntó Eliza, mirando el reflejo del cielo en su taza.
—Más humano —respondió Ashley, con una sonrisa pequeña—.
Y eso ya es decir mucho.
Eliza iba a responder, pero el aire cambió.
Un escalofrío dulce y eléctrico recorrió la terraza.
Las copas tintinearon apenas, y el perfume de las flores pareció volverse más denso.
Eliza levantó la vista justo cuando la sombra de Lucian cruzó el umbral de la galería.
Lucian caminaba despacio, con la calma de un depredador que sabe que no tiene prisa.
El sol se reflejaba sobre su camisa negra, abierta en el cuello, dejando a la vista parte de su pecho y las marcas antiguas que trazaban su piel: símbolos de poder y de dominio.
El pantalón oscuro, ajustado y de tela gruesa, contrastaba con el brillo de las botas altas.
Su mirada, intensa y grave, se detuvo directamente en ella.
Las amigas de Eliza intercambiaron miradas discretas, y Marisol, murmurando una excusa, se levantó con Ashley hacia el extremo opuesto de la terraza, dándoles “discretamente” espacio.
Lucian se inclinó sobre la mesa, sin apartar los ojos de ella.
Sus dedos rozaron los de Eliza con un gesto tan sutil como posesivo.
El contacto hizo que la magia del vínculo —aquella maldita mezcla de atracción y destino— despertara como un latido nuevo bajo su piel.
—Te ves hermosa esta mañana —murmuró, su voz grave acariciando el aire entre ellos.
Eliza lo miró, intentando mantener el control de su respiración.
—Dices eso mucho últimamente.
Lucian sonrió de lado, una sonrisa peligrosa.
—¿Te incomoda?
Su mano subió lentamente por el borde del vestido, apenas rozando la tela azul, y deteniéndose justo antes de lo indecoroso.
—En absoluto.
Dijo ella con la respiración entre cortada, algo que Lucian siempre lograba cuando estaba cerca.
—¿Qué planean mis damas favoritas para hoy?
—preguntó, alzando la mirada hacia las otras chicas, aunque su atención nunca se apartaba realmente de Eliza.
—Nada que incluya sangre o guerras —respondió Marisol con ironía, mordiéndose una uva.
Lucian soltó una breve carcajada, baja y oscura.
—Una pena.
Las guerras tienen algo poético cuando se libran por amor.
Eliza rodó los ojos, pero su sonrisa lo traicionó.
—Y tú no conoces otra forma de amar que no implique riesgo.
—Exacto —susurró él, acercándose un poco más, hasta que su aliento rozó su oído—.
Porque tú eres el único riesgo que vale la pena correr.
Eliza lo empujó suavemente, aunque su corazón ya latía más rápido.
—Deja de decir cosas que no puedes sostener.
Lucian ladeó la cabeza, su mirada clavada en la suya.
—Oh — dijo ella un tono tan bajo que solo ella escuchó—.
Lo que no sabes es que sostenerte es lo único que me mantiene cuerdo.
Un silencio cargado de electricidad los envolvió.
Las flores del jardín parecieron inclinarse hacia ellos, como si incluso la naturaleza contuviera la respiración.
Entonces, Caleb apareció al fondo de la terraza con un sobre en la mano: el mismo que el cuervo había traído al amanecer.
—Mi señor —dijo con voz grave, interrumpiendo el momento—.
Ha llegado una carta de la Sangre de Hierro.
Lucian lo tomó sin pronunciar palabra, sin apartar la vista de ella.
El borde de la carta olía a incienso y hierro: la fragancia de la tradición y la advertencia velada.
Al desplegarla, una perfecta caligrafía se reveló, delicada y firme, escrita con tinta de plata: “Alfa Lucian, La manada Sangre de Hierro extiende una cordial invitación a una celebración especial en honor a los lazos que perduran más allá de la guerra.
Será una reunión íntima, de carácter familiar, donde las viejas heridas podrán hallar reposo bajo la misma luna y la nueva vida que bendice nuestro vinculo.
Vuestra presencia será recibida con el respeto y la solemnidad que vuestra posición merece.” Firmado: Alfa Damián de Sangre de Hierro Cuando Lucian terminó de leer, la carta pareció desvanecerse en un suspiro, dejando en su lugar un ligero perfume a brea y flor de fuego.
Eliza lo observó, la inquietud reflejada en sus ojos azules.
—¿Qué dice?
Lucian alzó la vista, sus pupilas contrayéndose apenas.
—Parece que el Alfa Damián invita a celebrar… una nueva vida.
Eliza parpadeó, sin entender del todo.
—¿Una nueva vida?
Lucian dobló la carta con cuidado, aunque el fuego oscuro en sus ojos traicionaba su calma.
—Sí.
Una vida que, curiosamente, nace en el castillo que juraron mantener oculto.
El aire volvió a cambiar.
Los pájaros callaron.
Y en el horizonte, el viento trajo el lejano sonido de un río subterráneo… como si el equilibrio, una vez más, estuviera a punto de romperse.
*** El despacho de Lucian olía a madera oscura, cuero y fuego.
Las llamas del hogar chispeaban con un brillo dorado que se reflejaba en los estantes abarrotados de antiguos grimorios, mapas de territorios y pergaminos de alianzas selladas con sangre.
La mañana apenas había comenzado, pero el aire estaba espeso, vibrante de una tensión que no tenía nada que ver con el clima.
Eliza permanecía de pie frente al escritorio, las manos entrelazadas frente a ella, esa mezcla de dulzura y determinación pintando cada uno de sus gestos.
Era la forma más peligrosa que tenía de enfrentarse al Alfa: con calma, con fe…
con amor.
En sus ojos azules ardía una súplica silenciosa, pero también fuego.
—Solo será una visita breve —dijo al fin, su voz casi un ruego.
Lucian levantó la mirada de los documentos con un gesto lento, calculado.
El brillo ambarino de sus ojos bastó para hacerla contener el aire.
Su mandíbula se tensó, las líneas de su rostro se endurecieron, y la habitación pareció encogerse.
Desde que había llegado la maldita invitación, Lucian no había descansado.
Dos días enteros habían pasado sin que el Alfa encontrara reposo: sus noches plagadas de pensamientos, sus días consumidos por la duda.
Eliza, en cambio, no le daba tregua.
Ni siquiera había prestado atención a sus amigas o a las tareas como Luna que había decidido comenzar a realizar; toda su atención estaba puesta en convencerlo.
Quería ver a su hermano.
Quería ver a Luna.
Lucian lo sabía… pero también sabía lo que implicaba.
La invitación podía ser una trampa, un cebo cuidadosamente tendido para hacerlos bajar la guardia.
Y aun así, la tentación era real.
Conocer la ubicación exacta del castillo oculto de Sangre de Hierro era un privilegio que pocos habían obtenido y vivido para contarlo.
—¿Breve?
—repitió Lucian, con un dejo de ironía que heló el aire—.
Ir al corazón del territorio de Sangre de Hierro no es precisamente “breve”, Eliza.
Es una provocación.
Ella dio un paso hacia él.
La luz del fuego se deslizó por su piel pálida, resaltando el brillo sutil de la marca en su cuello: esa mordida que aún latía con la intensidad de su unión, como un recordatorio vivo de a quién pertenecía.
—Es mi hermano, por favor —susurró ella, la voz quebrándose por primera vez.
Lucian se levantó lentamente.
La silla de cuero crujió al retroceder, y el movimiento bastó para llenar el despacho de su presencia.
Era alto, imponente; la camisa negra abierta en el cuello dejaba entrever la dureza de su pecho, y los puños arremangados revelaban las venas marcadas en sus antebrazos.
—No confío en ellos —gruñó, acercándose hasta quedar frente a ella—.
No confío en nadie que pueda usar tu nombre para herirme.
Eliza alzó la vista, desafiante y temblorosa al mismo tiempo, esa contradicción que siempre lo desarmaba.
—Entonces confía en mí —susurró con un hilo de voz—.
Sabes que mi hermano jamás haría algo para ponerme en peligro.
El silencio cayó como una sombra densa.
Solo el fuego respiraba entre ellos, arrojando destellos que bailaban sobre sus rostros enfrentados.
Lucian deslizó una mano por su mejilla, y luego por su cuello, justo donde su marca ardía bajo la piel.
Su voz fue un murmullo grave, tan bajo que parecía un conjuro.
—No sabes lo que me pides, pequeña luna… —sus dedos apretaron suavemente su nuca, haciéndola estremecer—.
Ese lugar está lleno de fantasmas… y uno de ellos todavía me mira cada vez que cierras los ojos.
Eliza entreabrió los labios, pero antes de poder responder, la puerta del despacho se abrió sin previo aviso.
—Interrumpo algo importante, ¿o solo otra de sus guerras silenciosas?
—preguntó Stephan con esa sonrisa ladeada que solía provocar incendios dondequiera que aparecía.
Su tono era burlón, pero sus ojos —astutos— lo observaban todo con precisión.
Llevaba un abrigo largo color vino oscuro sobre una camisa marfil y pantalones negros de montar.
La elegancia era su segunda piel.
Lucian lo miró con frialdad.
—No sabes tocar una puerta, ¿verdad?
—gruñó Lucian, sin apartar la vista de los documentos que ya no leía.
—Claro que sí —replicó Stephan con su habitual tono burlón, cruzando el umbral sin ser invitado—.
Solo que a veces me gusta ignorar los modales cuando sospecho que alguien intenta huir de una invitación diplomática.
Eliza suspiró, con una sonrisa leve, casi resignada, intentando calmar la inminente tormenta.
Stephan captó el gesto de inmediato y ladeó la cabeza con su sonrisa ladina.
—Mi Luna —saludó, con una reverencia mínima, más provocadora que respetuosa—.
No me sorprende verla intentando convencer a nuestro ilustre Alfa de hacer algo que no desea.
Tiene un don para eso… y una persistencia admirable.
Lucian levantó la mirada, sus ojos dorados tornándose oscuros.
—Ten cuidado con cómo hablas —gruñó, la voz más baja que el fuego que crepitaba tras él.
—Solo constato un hecho —replicó Stephan, acercándose con la tranquilidad insolente de quien sabe que está pisando terreno peligroso—.
Ir a ver a Damián es más que una cortesía, Lucian.
Es política.
Si no vamos, ellos lo tomarán como un desafío.
Y además —tomó una copa de vino del aparador, sin pedir permiso—, es nuestro querido cuñado.
Eliza abrió la boca para intervenir, pero Lucian se adelantó, el rugido contenido en su pecho haciendo vibrar el aire.
—Deja de cruzar los limites — La furia de Lucian era palpable.
Stephan alzó una ceja, sin perder la sonrisa, aunque su mirada se volvió más afilada.
—Solo te recuerdo — Dijo con una clara diversión en sus labios — que ella es nuestra esposa.
Stephan hizo un ademan de moverse, Lucian se movió antes de que Eliza pudiera detenerlo.
En un instante, la sujetó por la cintura y la colocó detrás de él, protegiéndola con el cuerpo mientras su energía se expandía, oscura y tangible, llenando el despacho con la fuerza de su dominio.
—Cuidado con tus palabras, hermano —gruñó, la voz grave, cargada de amenaza—.
Las decisiones de mi manada no te incumben.
Soy el Alfa.
Y aún está pendiente nuestro desafío.
Stephan se limitó a beber un sorbo del vino, sosteniéndole la mirada sin pestañear.
—Y lo cumpliré —respondió despacio, dejando la copa sobre la repisa con un sonido seco—.
Pondremos una fecha… después de la visita al castillo de Sangre de Hierro.
El rugido de Lucian fue bajo, vibrante, casi animal.
Las sombras que lo rodeaban se movieron como si respiraran, respondiendo a su ira contenida.
Stephan sonrió apenas, provocando deliberadamente otro gruñido del Alfa.
—Tranquilo, hermano —murmuró con esa ironía sutil que solo él podía usar sin morir en el intento—.
Voy a ganar mi trono y a m Luna a su debido tiempo.
Lucian dio un paso hacia él, y el aire entre ambos se volvió eléctrico, denso, cargado de poder antiguo.
Las llamas del hogar se agitaron violentamente, como si temieran apagarse.
Eliza, detrás de Lucian, lo sostuvo del brazo, su respiración entrecortada.
—Lucian, basta —susurró, su voz temblando.
Los ojos del Alfa permanecieron fijos en Stephan, pero su mandíbula se relajó apenas.
El otro hombre retrocedió un paso, satisfecho con la reacción obtenida, y se dirigió hacia la puerta con una sonrisa triunfante.
—Entonces… lo tomaré como un sí.
Prepara a la respuesta para nuestro cuñado.
La puerta se cerró tras él, dejando solo el silencio… y el crepitar del fuego que se extinguía lentamente.
Lucian exhaló con fuerza, pasando una mano por el cabello.
Eliza lo miró con el corazón acelerado, sabiendo que la batalla apenas había comenzado.
Él se volvió hacia ella, la mirada aún encendida, y murmuró en un susurro áspero: —Si vamos a ese castillo, pequeña luna… será bajo mis condiciones.
Y que los dioses tengan piedad de quien intente tocarte.
Las llamas se apagaron del todo.
Solo quedó la penumbra, y el rugido lejano de un lobo resonando en la noche.
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