Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 138
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- Capítulo 138 - 138 Pequeñas vetas del pasado
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138: Pequeñas vetas del pasado 138: Pequeñas vetas del pasado Lucian veía a Eliza fijamente.
Su instinto lo empujaba a encerrarla en una torre si era necesario, pero su orgullo —y ese vínculo que los unía— lo ataba al mismo tiempo.
Eliza dio un paso más hacia él, rozando su pecho con el suyo, sus dedos apenas tocando la tela de su camisa.
—Confía en mí —susurró de nuevo—.
No iré sin ti.
Pero quiero ir.
Lucian cerró los ojos un instante, como si estuviera conteniendo una tormenta.
Stephan, desde su asiento, giró la copa con calma.
—Muy bien —dijo con una media sonrisa—.
Prepararé una respuesta para tu hermano.
Eliza no esperó a que Lucian replicara.
Se abalanzó hacia adelante, dejando atrás el aire tenso que los envolvía, y salió del salón con el corazón latiéndole con fuerza.
Sabía que Lucian la seguiría con la mirada, que su control se tambaleaba, pero no podía quedarse quieta.
La brisa del exterior la recibió con un aroma fresco, floral.
El sol bañaba los jardines del castillo, y allí encontró a sus amigas desperdigadas entre las sombras de los sauces.
Marisol estaba frente a un caballete, pintando un ramo de flores flotantes con trazos suaves y precisos.
Ashley, sentada sobre una manta de terciopelo, leía un tomo antiguo sobre alquimia, el cual parecía más decorativo que útil.
Madison practicaba con un laúd, arrancando notas suaves que se mezclaban con el canto de los pájaros y el murmullo de las hojas.
La melodía llenaba el jardín con una calma etérea, casi hipnótica.
—¡Ahí estás!
—exclamó Ashley sin levantar la vista del libro que tenía entre las manos—.
Pensamos que el Alfa te había secuestrado otra vez y te había encerrado en su torre del deseo.
Eliza se sonrojó de inmediato, aunque una sonrisa divertida suavizó su expresión.
Caminó hacia ellas mientras la brisa le revolvía el cabello dorado, devolviéndole algo de ligereza al alma.
—No todavía —respondió con un dejo de ironía—.
Pero tengo noticias: vamos a conocer a mi hermano y a su esposa.
Madison, levantó la vista con curiosidad.
—¿Tu hermano?
¿El Alfa de Sangre de Hierro?
—El mismo —asintió Eliza, y una sonrisa nerviosa curvó sus labios—.
Su compañera se llama Luna.
Hubo un silencio breve, y luego Madison soltó una carcajada contenida.
—¿Luna?
¿La esposa del Alfa de Sangre de Hierro se llama Luna?
¡Eso suena a una mala broma del destino!
Ashley cerró su libro con un golpe suave y una sonrisa pícara.
—O una profecía romántica —replicó con teatralidad—.
Imagínalo: “El Alfa bendecido por la Luna”.
Qué conveniente.
Madison sonrió con picardía.
—Aunque si es tan dulce como su nombre, dudo que Lucian la soporte más de cinco minutos.
Eliza soltó una risa suave, pero su voz se quebró apenas al responder: —No sean crueles.
Luna es una chica increíble.
El tono más sombrío de su voz no pasó desapercibido.
Madison dejó el laúd sobre la manta y la observó con atención.
—Habíamos escuchado mucho del Alfa Ronan —dijo en voz baja—.
El gran Alfa de la Manada de Hierro… Me habría encantado conocerlo.
Escuchamos lo que pasó, pero no sabíamos que era tu padre.
Eliza bajó la mirada.
—Yo tampoco lo sabía —confesó, y su voz se tornó ronca—.
Me lo arrebataron muy pronto.
Por un instante, el silencio cubrió al grupo.
Eliza sintió el peso del recuerdo: la imagen de su padre ensangrentado, el frío de la piedra bajo sus rodillas, la culpa aferrándose a su pecho como un hierro ardiente.
Por un segundo, se vio a sí misma como una Luna eclipsada por su Alfa.
Ashley, con delicadeza, colocó una mano sobre la suya.
—Hey… no pienses en eso ahora —murmuró con una sonrisa cálida—.
Él estaría orgulloso de ti.
Y lo sabes.
Eliza asintió despacio, respirando hondo.
Dejó que el aire perfumado del jardín la envolviera, y se obligó a sonreír.
—Tienes razón.
Ya basta de tristeza.
—Se acomodó en la manta, intentando recuperar la ligereza del momento—.
Cuéntenme, ¿en qué andaban?
Ashley cerró el libro y Madison comenzó a afinar nuevamente el laúd.
La tarde avanzaba lenta, bañando el jardín en una luz dorada y cálida.
—¿Y cómo es tu hermano?
—preguntó Madison con curiosidad, sin apartar la vista del lienzo—.
Dicen que los Alfas de Sangre de Hierro tienen una mirada que puede hacer temblar hasta a los suyos.
Eliza sonrió, con una mezcla de nostalgia y ternura.
—Damián no es así.
O al menos… no lo era —dijo Eliza, con una sonrisa nostálgica que no llegó a sus ojos—.
Hace meses que no lo veo.
—Entonces debe ser guapo —intervino Ashley, arqueando una ceja con aire travieso—.
Esa clase de seriedad suele venir bien acompañada, ¿no?
Eliza le lanzó una mirada fingidamente indignada, aunque por dentro algo se tensó.
Ashley no lo sabía, pero sus palabras tocaban una herida aún abierta.
Había sido sincera con sus amigas acerca de muchas cosas: los flirteos, los bailes, los besos robados cuando llegó a San Francisco.
Pero jamás les había confesado aquello.
Ese desliz imperdonable.
Ese secreto que podría costarle la cabeza.
Su sonrisa apenas vaciló antes de responder: —Es mi hermano… y está casado.
Ashley soltó una risa despreocupada, sin notar el temblor detrás de su tono.
—Por eso lo digo.
Si se parece a ti, debe ser peligroso.
El comentario, tan inocente, arrancó risas a las demás.
Eliza las imitó, aunque la suya fue más un suspiro disfrazado.
Y sin embargo, la ligereza volvió poco a poco.
La risa, suave y femenina, parecía limpiar el aire, borrando las sombras que momentos antes habían pesado sobre ella.
El sonido de pasos sobre la gravilla interrumpió la charla.
Dos doncellas se acercaban con una bandeja de plata reluciente.
Encima, teteras de porcelana con vapor perfumado, pastelillos decorados con flores confitadas, rodajas de fruta fresca y copas de cristal con limonada de lavanda.
El aroma dulce y floral se mezcló con la brisa cálida, llenando el jardín de una paz casi mágica.
—La merienda, señoritas —anunció una de las doncellas, haciendo una ligera reverencia.
—Perfecto —dijo Madison, dejando el pincel con una sonrisa satisfecha—.
Mi musa siempre pinta mejor con azúcar.
Eliza las observó mientras se acomodaban alrededor de la bandeja.
Había algo profundamente reconfortante en aquella escena: la luz dorada filtrándose entre los árboles, el tintinear delicado del cristal, la risa de sus amigas… Por primera vez en días, sintió el corazón más liviano.
Se permitió reír sin culpa.
El aroma del té se elevó entre ellas, envolviendo sus voces.
Eliza tomó una copa y observó cómo la luz del sol se reflejaba en el líquido violeta, tan hermoso como frágil.
—Entonces… —dijo Ashley con aire conspirador, inclinándose hacia ella—.
¿Cómo es eso de que conoceremos a tu cuñada?
¿Vendrán al castillo o iremos nosotras?
—Iremos —respondió Eliza, bajando un poco la voz, casi como si temiera romper el hechizo del momento—.
Lucian está preparando la respuesta a su invitación.
También irá Stephan con nosotros.
Madison dejó el laúd a un lado y apoyó la cabeza en una mano, mirando a Eliza con dulzura.
—Bueno, sea como sea, si es la esposa de tu hermano, seguro será encantadora.
Y tú, querida, vas a brillar más que nunca —dijo con esa calma que siempre la caracterizaba.
Eliza sonrió, con el corazón ligero por primera vez en mucho tiempo.
Iba a ver a su hermano después de mucho tiempo, a Luna, y aunque la idea la llenaba de nervios, también de curiosidad.
No conocía el nuevo castillo.
Su padre en las pocas lecciones que le había compartido nunca le había contado acerca de un castillo secreto de la manada.
El sonido de pasos firmes sobre la grava hizo que las tres levantaran la mirada.
Lucian apareció desde el corredor de piedra, su figura alta recortada contra la luz del atardecer.
La camisa negra arremangada, el cabello suelto cayéndole sobre los hombros, y esa presencia que hacía que hasta el aire se contuviera cuando él entraba.
Eliza se enderezó de inmediato, mientras Madison y Ashley intercambiaban una mirada divertida.
Siempre que Lucian aparecía, Eliza cambia por completo, sus amigas sabían que ella estaba mas que enamorada, pero quería aparentar que nada le afectaba.
—Señoritas —saludó Lucian, con un leve asentimiento cortés.
Sus ojos, sin embargo, se detuvieron solo en una persona—.
Espero no interrumpir.
—Solo estábamos hablando de ti —murmuró Ashley con una sonrisa traviesa, pero Lucian la ignoró elegantemente.
Se acercó hasta quedar frente a Eliza.
—Ya he enviado la carta a tu hermano —dijo, su tono formal pero su mirada suave—.
Partiremos esta misma noche.
Quiero que prepares tu equipaje y te asegures de llevar todo lo que necesites.
Eliza lo miró un segundo, incrédula, antes de que su rostro se iluminara por completo.
—¿En serio?
—exclamó, y antes de que él pudiera responder, ya estaba corriendo hacia él.
Lucian apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando Eliza se lanzó a sus brazos.
La risa de ella llenó el jardín, clara y brillante como una campana, y él, por puro instinto, la sostuvo con fuerza.
Su cuerpo se relajó al sentirla tan cerca, su perfume llenando el aire, su calidez derritiendo cualquier resistencia que pudiera quedarle.
—Muchas gracias por esto—susurró ella, apretando su rostro contra su cuello.
Lucian sonrió apenas, su mano subiendo por su espalda con una ternura que lo sorprendió a sí mismo.
—No me diste muchas opciones —replicó, su voz baja, ronca—.
Y… me alegra verte así.
Ashley se llevó una mano al pecho, teatral.
—Oh, por la Luna, creo que acabo de presenciar algo prohibido.
—Shhh —le susurró Madison, riendo suavemente—.
Déjalos.
Ese hombre sonríe tan poco que deberíamos agradecerle a Eliza por este milagro.
Lucian soltó un bufido contenido, aunque sin soltar a Eliza.
El no quería admitirlo, pero estaba terriblemente enamorado de esa pequeña loba sin lobo.
Su mundo estaba a su merced, si ella quisiera incendiarlo, la dejaría hacerlo, porque la amaba.
Y esa sería su perdición.
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