Leer Novelas
  • Completadas
  • Top
    • 👁️ Top Más Vistas
    • ⭐ Top Valoradas
    • 🆕 Top Nuevas
    • 📈 Top en Tendencia
Avanzado
Iniciar sesión Registrarse
  • Completadas
  • Top
    • 👁️ Top Más Vistas
    • ⭐ Top Valoradas
    • 🆕 Top Nuevas
    • 📈 Top en Tendencia
  • Configuración de usuario
Iniciar sesión Registrarse
Anterior
Siguiente

Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 139

  1. Inicio
  2. Todas las novelas
  3. Emparejada al Alfa Enemigo
  4. Capítulo 139 - 139 Bajo el estandarte del hierro y la luna
Anterior
Siguiente
Tamaño de Fuente
Tipo de Fuente
Color de Fondo

139: Bajo el estandarte del hierro y la luna 139: Bajo el estandarte del hierro y la luna El amanecer llegó envuelto en una neblina plateada que reptaba entre los torreones del castillo, como si las sombras de la noche se resistieran a morir.

El aire tenía el sabor metálico del hierro húmedo y el aroma verde de la tierra recién despertada.

Todo el lugar vibraba con una energía contenida, una mezcla entre anticipación y despedida.

Los establos eran un torbellino de actividad: mozos corriendo con cofres, doncellas asegurando baúles con cuerdas encantadas, y soldados ajustando las riendas de los caballos que resoplaban con impaciencia.

Dos carruajes aguardaban frente a la escalinata principal, imponentes y oscuros, decorados con el emblema de la manada Sangre de Hierro: una luna hendida por una espada.

El barniz de las puertas brillaba como obsidiana bajo la tenue luz del amanecer.

Lucian observaba la escena desde lo alto de los peldaños, con las manos cruzadas a la espalda.

Su silueta, envuelta en una chaqueta de cuero negro, proyectaba una sombra alargada sobre la piedra húmeda.

Los guantes aún colgaban de su cinturón, y su expresión era la de un depredador en reposo: quieto, pero peligrosamente alerta.

Su mirada recorría a cada soldado, cada cuerda, cada caballo… cada detalle bajo su control.

O casi todos.

No entendía por qué Damián había enviado carruajes en lugar de autos o helicópteros.

Era anticuado, incluso para los Sangre de Hierro.

Pero Lucian lo comprendía, en parte: Damián era un estratega, y ese gesto significaba una sola cosa.

Tradición.

Dominio.

Un recordatorio sutil de que estaban entrando a su territorio bajo sus reglas.

Y, sin embargo, sabía que su enemigo —su cuñado, su rival, su sombra— nunca pondría en riesgo a Eliza.

—El primer carruaje llevará a las chicas —ordenó Lucian, su voz grave rompiendo el murmullo del amanecer—.

Eliza, Madison y Ashley.

Jaxon las escoltará.

Quiero guardias a cada lado del camino y un explorador al frente.

Stephan, inclinado sobre una lista de nombres, levantó la vista.

La luz del sol acarició su perfil, tan parecido al de Lucian, aunque más sereno, más humano.

—Ya están listos —respondió con una media sonrisa que no alcanzó a sus ojos—.

Thiago y Adrián viajarán conmigo en el segundo carruaje, junto con los suministros y las armas de repuesto.

Lucian asintió lentamente.

—Perfecto.

El silencio entre los dos hermanos se extendió, denso y espeso como humo.

La relación entre ellos era un puente colgante sobre un abismo: estable en apariencia, pero sostenido por cuerdas tensas.

Lucian no quería admitirlo, pero tener a Stephan de regreso en la manada era un alivio.

En un mundo donde la traición era ley, su hermano era la única constante que aún le inspiraba confianza.

Aun así, la tensión entre ambos era casi palpable; la sangre que compartían los unía, pero Eliza los separaba.

Su mente, que jamás descansaba, lo traicionó con una idea que odiaba y deseaba por igual.

¿Por qué la diosa Luna habría de emparejarme con la misma mujer que ha emparejado a su hermano?

Ese desafío latente que aun estaba pendiente entre los dos.

Por la mano de una mujer, por el trono del Alfa.

Por la manada.

Lucian jamás dejaría que Stephan le arrebatara.

La amaba de una manera feroz, primitiva, casi enferma.

Quería quebrarla y rehacerla, moldearla hasta que solo le perteneciera a él.

Era su deseo y su condena.

Y, en lo más oscuro de su alma, creía que esa sería la venganza perfecta contra Damián: ver a su hermana —su dulce Eliza— convertida en una loba de sombras, suya y de nadie más.

El repiqueteo de pasos sobre el mármol lo sacó de sus pensamientos.

Eliza emergió del vestíbulo acompañada de Madison y Ashley.

La bruma pareció retroceder a su paso.

Las tres vestían capas de terciopelo oscuro con bordes plateados, sus cofres Los cofres flotaban detrás de ellas gracias a un encantamiento menor; giraban en el aire como compañeros obedientes.

Pero la visión de Lucian se redujo a una sola figura.

Se detuvo al pie de las escaleras.

La luz matutina lamía sus cabellos dorados, transformándolos en hilos líquidos de fuego; el vapor de la neblina dibujaba aureolas en torno a su silueta.

Sus ojos azules estaban a la vez expectantes y frágiles, la expresión de quien pisa un territorio nuevo con el mismo entusiasmo que miedo.

Stephan la miró también, desde un peldaño más abajo.

Su sonrisa —esa mueca que sabía a broma y a amenaza al mismo tiempo— se abrió con lentitud.

No era una sonrisa inocua: tenía la chispa juguetona de quien ha roto muchos corazones y la precisión calculada del villano que disfruta ver cómo se mueven las piezas.

Era un gesto de esos tan suyos, un encanto peligroso, divertido y con filo.

Por un instante, las miradas de Lucian y Stephan se encontraron como dos hojas de acero cruzándose en el aire.

No fue necesario que dijeran nada; lo que no se pronunciaba era más claro que cualquier palabra.

Ambos conocían el territorio del otro, sabían los límites y, sobre todo, sabían que la verdadera disputa no sería por tierras, sino por ella.

Eliza alzó la vista, sin percibir todavía la batalla que su presencia desataba.

Su sonrisa, luminosa e ingenua, tensó algo en el pecho de Lucian, esa mezcla de posesión y peligro que lo volvió un depredador contenido.

Stephan, sin apartar la vista, dejó escapar una risita baja.

No era burla abierta; era la nota medida de quien guarda travesuras para luego sorprender.

Sus ojos brillaron con la promesa de pequeñas calamidades por venir, como si ya hubiera planeado alguna travesura para que el viaje resultara inolvidable —para bien o para mal.

—No puedo creer que realmente vayamos al castillo oculto —murmuró Ashley, ajustándose los guantes de seda—.

Dicen que sus muros son tan altos que ocultan la luna.

—Y que su alfa puede romper piedras con un gruñido —añadió Madison, con media sonrisa burlona.

Eliza rio, una nota suave que flotó por la escalinata.

—No exageren —replicó—.

Damián no es un monstruo.

Madison arqueó la ceja con ironía.

—Tú lo dijiste, no nosotras.

Lucian las observó acercarse.

Cuando Eliza se plantó frente a él, el aire mismo cambió: la brisa pareció contenerse, como si esperara para ver qué harían los dos hombres que la rodeaban.

—¿Ya están listos los carruajes?

—preguntó ella, tratando de sonar práctica, aunque su pulso traicionaba la calma.

—Desde hace una hora —respondió Lucian, esa media sonrisa reservada que solo ella lograba arrancarle—.

Pero no quise partir sin ti.

Eliza inclinó la cabeza, coqueta.

—Qué detalle, Alfa.

—No te acostumbres —murmuró él, pero la manera en que la miró desmentía cada palabra.

Stephan se acercó, arreglándose la capa con un broche de plata.

Su voz llegó suave, con ese tono de quien habla y al mismo tiempo provoca.

—Todo está cargado —anunció—.

Si partimos ahora, llegaremos antes del anochecer.

Y prometo entretenerlos en el camino…

de formas que ninguno olvidará.

La broma flotó en el aire como una sombra.

Lucian frunció apenas el ceño; Eliza no supo si reír o preocuparse.

—Entonces nos vamos —dijo Lucian con voz firme.

Eliza giró hacia sus amigas.

—Ashley, Madison, ustedes van conmigo.

Las doncellas también.

—¿Y ustedes?

—preguntó Madison, mirando a los hombres que ya se agrupaban cerca del segundo carruaje.

—Ellos irán en el otro —respondió Eliza con naturalidad, aunque su voz tenía un dejo de autoridad que no pasó desapercibido—.

Así estaremos más cómodas.

Ashley arqueó una ceja y esbozó una sonrisa cómplice.

—¿Más cómodas o más vigiladas?

Eliza la empujó suavemente por la cintura, sin perder la compostura.

—Ambas —respondió con un brillo pícaro en los ojos.

Lucian se inclinó hacia ella antes de que subiera al carruaje.

Fue un gesto casi instintivo, de esos que su cuerpo realizaba antes de que su mente los aprobara.

Su voz, baja y grave, rozó el aire junto a su oído como una amenaza disfrazada de ternura.

—Si algo ocurre, no abras la puerta hasta que escuches mi voz.

¿Entendido?

Eliza alzó la barbilla, tan altiva como frágil, desafiando el dominio que se filtraba en su tono.

—Entendido.

Pero no te fíes tanto de mi obediencia, Alfa.

La palabra resonó entre ambos como un reto.

Stephan, apoyado despreocupadamente contra el segundo vehículo, los observaba con una sonrisa que se ensanchó apenas.

En sus ojos danzaba una chispa divertida, casi cruel, como si disfrutara ser el único consciente del fuego que ambos intentaban disimular.

Su voz se alzó con esa musicalidad peligrosa tan propia de él: —Oh, hermano… deberías saber ya que las lobas no se domestican.

Solo se engañan por un tiempo.

Lucian le lanzó una mirada fría, mientras Eliza disimulaba una sonrisa.

Stephan se llevó una mano al pecho fingiendo inocencia, pero su tono seguía rezumando veneno encantador.

—¿O me equivoco, pequeña caperucita?

—preguntó, dirigiéndose a Eliza con un guiño tan descarado como elegante.

Lucian gruño, al claro y descaro reto al llamar a Eliza de la misma manera que el lo hacía.

Ella giró la cabeza hacia él, sin perder el aplomo.

—Ya te dije que no me digas así.

Stephan soltó una risa baja, satisfecha, como quien encuentra placer en la provocación.

—y yo te dije que te diré yo quiera.

Lucian gruñó más fuerte y gutural, de Alfa que bastó para silenciar cualquier réplica.

El aire pareció tensarse entre los tres, invisible pero eléctrico.

Eliza, sin esperar otra palabra, subió al carruaje.

Antes de cerrar la puerta, se detuvo y lo miró una última vez, con una sonrisa que oscilaba entre el desafío y la dulzura.

—¿Y si no te obedezco?

—susurró, retomando el pequeño coqueteo de antes, no dejaría que Stephan arruinara lo que estaba construyendo con Lucian.

Lucian sostuvo su mirada, los ojos ardiendo con esa fiereza que solo ella lograba suavizar.

—Entonces iré por ti —respondió con voz baja, cada sílaba afilada—.

Y créeme, no me importará quién mire.

Eliza río por lo bajo, un sonido entre nervioso y encantado, antes de subir del todo.

Un rubor suave le tiñó las mejillas, imposible de disimular.

Ashley y Madison la siguieron entre risas cómplices, acomodándose entre cojines bordados y mantas perfumadas con lavanda y vainilla.

Lucian las observó hasta que las puertas se cerraron con un chasquido firme.

Luego se volvió hacia su guardia.

—Asegúrate de que, pase lo que pase, las protejan con su vida.

—Claro que sí, mi Alfa —respondió Caleb, con tono solemne.

Thiago, mientras ajustaba su espada, lanzó una sonrisa ladina.

—¿Emboscada?

Pensé que íbamos a una visita familiar.

Lucian lo miró de reojo, su expresión endurecida.

—En nuestra historia, hasta las visitas familiares terminan en sangre.

Los caballos relincharon con fuerza, impacientes.

Stephan subió al segundo carruaje con su elegancia habitual, seguido de Thiago y Adrián.

Lucian fue el último en hacerlo, pero antes de entrar, su mirada se desvió hacia el otro vehículo.

A través del cristal empañado, distinguió la figura de Eliza.

Tenía el rostro apoyado contra el vidrio, y con el dedo trazaba círculos perezosos sobre la neblina.

Al sentir su mirada, alzó los ojos.

Y sonrió.

Fue una sonrisa leve, temblorosa… pero tan sincera que atravesó cada una de sus defensas.

Por un instante, el Alfa de los Hermanos de la Sombra sintió algo ablandarse en su interior, algo que no había permitido que existiera desde hacía mucho.

El chasquido del látigo cortó el aire, y los carruajes comenzaron a avanzar sobre el sendero empedrado, dejando atrás la fortaleza envuelta en neblina.

Dentro, el ambiente era otro mundo.

El interior del carruaje no tenía asientos convencionales; era un espacio amplio, acolchado con terciopelo oscuro y cojines mullidos dispuestos por todo el suelo.

En el centro, una mesa baja —incrustada en el piso con bordes de plata y madera tallada— sostenía copas de cristal fino, frutas frescas, pequeños panes especiados y botellas de vino ámbar que reflejaban el brillo tenue de las lámparas flotantes.

Todo parecía diseñado para el lujo, pero también para la calma… una calma casi hipnótica.

Eliza se acomodó entre sus amigas, hundiéndose entre los cojines, mientras observaba por la ventana cómo los bosques se extendían sin fin: colinas cubiertas de flores silvestres, el río destellando como acero líquido, y las sombras de lobos que corrían a la par del carruaje, protectores y silenciosos.

—¿Listas para conocer a la famosa Luna?

—preguntó Madison, rompiendo el silencio.

Ashley suspiró, estirándose sobre un cojín.

—Listas para lo que sea… aunque espero que no tengamos que dormir rodeadas de lobos gruñendo toda la noche.

Eliza sonrió, sin apartar la vista del horizonte.

—Créeme… los gruñidos son lo de menos.

El aire comenzó a espesarse.

Una brisa densa, plateada, se filtró por las rendijas del carruaje, extendiéndose como un velo etéreo.

Las lámparas titilaron.

Un aroma dulce, casi imperceptible —a jazmín y luna llena— impregnó el ambiente.

Ashley bostezó primero.

—¿Por qué… tengo tanto sueño?

—murmuró, su voz apagándose mientras se recostaba.

Madison intentó responder, pero sus párpados ya caían pesados.

Su respiración se volvió lenta, acompasada.

Eliza frunció el ceño, confundida.

Intentó mantenerse despierta, pero la neblina parecía viva, susurrando en su mente, envolviéndola.

La sensación era cálida, protectora… imposible de resistir.

Sus dedos se soltaron del marco de la ventana, y antes de que pudiera pensar en resistirse, el sueño la venció.

Fuera, Lucian observaba cómo el mismo fenómeno envolvía los carruajes.

La neblina surgía del bosque, arrastrándose sobre los cascos de los caballos y trepando por las ruedas hasta cubrirlos por completo.

Era la barrera del castillo, una antigua protección tejida por los druidas de la Luna Carmesí.

Ningún viajero podía cruzarla consciente: el sueño aseguraba que nadie recordara el camino exacto.

Dentro de su carruaje, el aire se volvió denso.

Thiago y Adrian ya dormían, sus cuerpos relajados contra las paredes acolchadas.

Stephan, en cambio, parecía disfrutarlo; reclinado con los brazos detrás de la cabeza, sonreía como si esperara aquel momento.

Lucian cerró los ojos un instante, resistiendo.

El hechizo era potente, incluso para un Alfa.

La sensación era como hundirse en agua tibia, como si la niebla quisiera arrancarle la voluntad.

Gruñó bajo, apretando los puños.

—No, puedo—murmuró, clavando las uñas en la palma para no perder el control.

Su respiración se volvió irregular.

Intentó mantener la mirada fija en la silueta del primer carruaje, visible entre la bruma.

Pero cada vez era más difícil distinguirlo, más borroso, más lejano.

Stephan lo miró de reojo, con esa media sonrisa cargada de diversión y cinismo.

—No luches, hermano —susurró con voz adormecida—.

El sueño no es enemigo… es una tregua.

Lucian giró el rostro hacia él, su mirada aún encendida.

—Tú no entiendes de treguas.

Stephan rió, apenas un eco suave entre la niebla.

—Exacto.

Por eso nunca me duermo del todo.

La oscuridad empezó a tragarse el resto de las palabras.

Lucian apoyó la cabeza contra la pared acolchada, los párpados pesándole como plomo.

Su último pensamiento antes de rendirse fue el rostro de Eliza, su sonrisa empañando el cristal.

Y entonces todo se volvió silencio.

Los carruajes avanzaron entre la neblina mágica, invisibles incluso para los ojos del bosque.

Dormían todos: lobos, guerreros y doncellas.

Solo el sonido del viento, profundo y antiguo acompañaba el viaje hacia la manada que aguardaba más allá del sueño.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

Anterior
Siguiente
  • Inicio
  • Acerca de
  • Contacto
  • Política de privacidad

© 2025 LeerNovelas. Todos los derechos reservados

Iniciar sesión

¿Perdiste tu contraseña?

← Volver aLeer Novelas

Registrarse

Regístrate en este sitio.

Iniciar sesión | ¿Perdiste tu contraseña?

← Volver aLeer Novelas

¿Perdiste tu contraseña?

Por favor, introduce tu nombre de usuario o dirección de correo electrónico. Recibirás un enlace para crear una nueva contraseña por correo electrónico.

← Volver aLeer Novelas

Reportar capítulo