Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 141
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- Capítulo 141 - 141 Sombras bajo la piel
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141: Sombras bajo la piel 141: Sombras bajo la piel Eliza terminó su baño y se envolvió en el suave aroma de los aceites florales que impregnaban el vapor del cuarto.
El castillo era cálido pese a la tormenta de nieve que rugía afuera; las paredes parecían guardar el calor como si respiraran.
Se colocó su pijama ligera de seda, tan fina que el tejido brillaba como agua bajo la luz del fuego, y se sentó frente al espejo para cepillar su cabello.
Los mechones rubios caían como un río de oro líquido sobre sus hombros desnudos, mientras su mente vagaba lejos, hacia un recuerdo.
Recordó que había traído algo para Luna.
Un pequeño obsequio que había comprado durante su escapada fugaz a San Diego.
Dejó el cepillo a un lado y se inclinó sobre las maletas abiertas al pie de la cama.
El sonido del fuego llenó el silencio con un crepitar constante mientras sus dedos delicados rebuscaban entre telas y frascos, moviéndose con una paciencia casi ritual.
Entonces, la puerta se abrió sin previo aviso.
Lucian entró sin anunciarse.
Su sombra llenó la habitación como si la luz misma retrocediera para dejarle espacio.
La atmósfera se volvió más densa, más pesada, como si el aire reconociera su poder.
No dijo nada.
Solo caminó despacio hasta la ventana y apoyó una mano en el marco de piedra.
Desde allí, observó el bosque eterno que rodeaba el castillo, la cascada que caía como un hilo de plata, las enredaderas que trepaban las paredes hasta fundir la fortaleza con la montaña.
Era un camuflaje perfecto: una fortaleza viva, escondida entre la naturaleza.
Hermosa.
Y maldita.
Lucian apretó la mandíbula.
Cuanto más la contemplaba, más comprendía que ese lugar no podría ser tomado por sorpresa.
Las protecciones eran antiguas, profundas… tanto como la magia que lo separaba del mundo.
Y eso arruinaba todos sus planes.
Eliza, ajena a la tormenta en su mente, seguía buscando entre las maletas.
Movía las manos con calma, aunque en sus ojos había un leve brillo de impaciencia.
—Sé que lo puse aquí… —murmuró, mordiéndose el labio.
Lucian la miró a través del reflejo del vidrio.
Su cuerpo se recortaba contra la luz dorada del fuego: piel pálida, seda azul, un movimiento casi hipnótico.
El cabello caía como un velo sobre su espalda, y por un instante, Lucian olvidó respirar.
—¿Qué buscas?
—preguntó al fin, su voz baja, profunda, quebrando el silencio como un filo.
Eliza se sobresaltó apenas, pero no se giró.
—Un recuerdo —respondió, apartando una caja pequeña—.
Lo traje para Luna.
Una piedra de luna que encontré en una tienda… muy curiosa.
No quiso decir más.
No quiso mencionar San Diego.
Las cosas entre ellos apenas habían recuperado una calma frágil, y el simple nombre de esa ciudad aún encendía algo oscuro en Lucian.
—Me dijeron que ayuda a cuidar los sueños —añadió con un tono distraído, casi dulce.
Lucian la observó sin moverse.
Ese tono suave, esa ligereza en medio del caos, lo irritó más de lo que habría admitido.
No era ella quien lo enfurecía… era todo lo demás.
El destino.
La Luna.
Su hermano.
Para alguien que había hecho del control su religión, esto —ella— era su perdición.
Lucian giró apenas el rostro hacia el fuego, el brillo dorado en sus ojos encendiendo la penumbra.
Su vida había cambiado por capricho divino.
El regreso de su hermano.
La maldición de compartir el alma de su compañera.
Una abominación en los ojos de los dioses… y en los suyos.
Y aun así, su cuerpo la ansiaba como si fuera su única verdad.
Stephan lo había mencionado varias veces, con ese aire arrogante que tanto lo irritaba: la idea de que Eliza era la gran Loba Dorada.
Una fábula.
Una esperanza muerta.
Porque Eliza no tenía lobo… y, por cómo iban las cosas, tal vez nunca lo tendría.
Lucian cerró los ojos un instante, intentando apagar el pensamiento, pero el aroma de su compañera —jazmín, vainilla y deseo— lo golpeó con fuerza.
Cuando los volvió a abrir, la vio levantar el pequeño saquito celeste entre los dedos, sonriendo.
—Aquí está… —murmuró con una sonrisa leve, casi infantil—.
Sabía que no la había perdido.
Lo sostuvo entre los dedos, mirándolo con ternura—.Pensé que a Luna le gustaría tener algo así cerca.
Lucian giró apenas la cabeza.
Su voz, cuando habló, sonó baja y áspera, como un roce de metal.
—Te tomas el tiempo de pensar en los sueños de otros… —murmuró—.
Y no en los tuyos.
Eliza lo miró, confundida por la dureza escondida en sus palabras.
—¿Todo bien?
—Estoy pensando —dijo él con un tono tan controlado que era casi una amenaza.
Ella dejó el saquito sobre la mesita de noche.
Luego, sin decir más, desanudó la cinta de su bata y la dejó caer al suelo.
El movimiento fue lento, involuntariamente provocador.
El camisón que llevaba debajo era de un azul cielo tan suave que parecía líquido, resbalando por su cuerpo como un suspiro.
La tela se aferraba a su piel, marcando la silueta de sus caderas y la línea de sus pechos.
Lucian la miró.
No con deseo simple, sino con algo más oscuro.
Una necesidad que dolía.
Una rabia contenida por haberla amado primero, por tener que compartirla, por no poder reclamarla ante la Luna sin romper las reglas del mundo.
Eliza alzó la vista y se encontró con esos ojos dorados que la desarmaban.
En los suyos había tormenta.
Deseo.
Miedo.
Y algo más… una súplica muda.
Lucian dio un paso hacia ella.
Eliza alzó la vista, sorprendida por el filo en su voz.
—¿Qué sientes por Stephan?
—repitió Lucian, cada palabra goteando control.
El silencio pesó entre ambos.
El fuego chispeó, iluminando el azul tormentoso de sus ojos cuando finalmente respondió: —No lo sé.
Lucian sonrió, pero no fue una sonrisa.
Fue una mueca amarga.
—No lo sabes —repitió, caminando hacia ella, cada paso marcando el suelo como si contuviera una rabia que lo consumía—.
—No es tan simple —susurró ella, retrocediendo un paso—.
Él no se detuvo.
—¿Entonces qué es?
¿Qué hay entre ustedes?
¿Por qué diablos se miran así?
—Su voz se quebró un poco, pero la dureza seguía ahí—.
¿Por qué hay tanta maldita química entre tú y mi hermano?
Eliza apretó los puños a los costados, el corazón latiendo con fuerza.
—No sé, Lucian —dijo casi gritando, las lágrimas contenidas en su voz—.
No lo sé.
No entiendo por qué la Luna nos unió a los tres.
No entiendo nada.
Lucian río sin humor, un sonido bajo, peligroso.
—¿Y crees que yo sí?
—avanzó otro paso, tan cerca que el calor de su cuerpo la rozó—.
Sus ojos brillaban dorados, ferales.
—¿Crees que no me mata verte sonreírle, escucharte defenderlo, tratarlo como si no fuera el maldito hombre que debería estar muerto?
Eliza lo miró con el alma expuesta, temblando entre miedo y deseo.
—Él no me provoca lo que tú —susurró—.
Pero tampoco puedo negar lo que hay.
Lucian cerró los ojos un instante, intentando recuperar el control… y fracasó.
La tomó del brazo, acercándola hasta que sus frentes se rozaron.
—No digas eso —murmuró, su voz grave, rota—.
No digas que hay algo.
No después de todo lo que hicimos, de todo lo que eres mía.
—No soy un objeto, Lucian —replicó ella con un hilo de valentía—.
—No.
Eres peor —susurró él, mirándola como si la odiara por lo que le hacía sentir—.
Eres mi maldición.
Eliza lo miró, sin apartarse.
—Entonces carga conmigo, porque yo no pedí esto tampoco.
Sus palabras lo quebraron.
Lucian inhaló su aroma con un gruñido contenido, sus dedos temblaron sobre su cintura.
—No entiendo cómo la Diosa puede ser tan cruel —dijo, su voz casi un ruego—.
Darnos este fuego, y luego poner a mi hermano en medio.
Eliza lo miró, los ojos acuosos, no quería seguir derramando mas lágrimas, pero toda la situación estaba comenzada a superarla.
—Yo tampoco lo entiendo —susurró—.
Pero te amo, Lucian.
Él la observó como si esa confesión fuera la última chispa antes de una tormenta.
La atrajo con brusquedad, su respiración golpeando la de ella.
Sus labios rozaron la cicatriz de su cuello.
—Dilo otra vez —ordenó, su voz ronca.
—Te amo —repitió ella, temblando.
Lucian cerró los ojos, besó la marca, absorbió su aroma como si quisiera grabarla en el alma.
Cada beso fue una promesa y una condena.
—Entonces que los dioses se jodan —susurró contra su piel—.
Porque no pienso dejarte.
No pienso compartirte.
No otra vez.
El fuego crepitó detrás de ellos, arrojando sombras que danzaban como espectros alrededor de sus cuerpos.
Las llamas parecían respirar con ellos, como si el mundo entero contuviera el aliento ante lo inevitable.
Lucian la tomó entre sus brazos con una fuerza que no era solo deseo, sino necesidad, desesperación pura.
Su boca recorrió su cuello, dejando un rastro ardiente, reclamando cada pedazo de piel que encontraba.
Eliza jadeó, su nombre escapó de sus labios entre gemidos suaves, y sus dedos se enredaron en el cabello oscuro de él, como si aferrarse fuera lo único que la mantenía viva.
Lucian cerró los ojos.
No quería pensar.
No quería recordar que en algún rincón de su mente todavía existía la pregunta que lo atormentaba: ¿me ama… o solo me teme?
Pero esa duda se desvaneció cuando la sintió temblar entre sus brazos, cuando el sonido de su voz quebrada lo llamó por su nombre como una súplica.
Eliza lo deseaba.
Lo sentía en su piel, en el temblor de sus manos, en el modo en que lo buscaba sin palabras.
Pero en el fondo, algo en ella también dolía, algo que no podía nombrar.
Porque cada beso de Lucian se sentía como una promesa… y como una condena.
Él deslizó los dedos por la curva de su espalda, por la línea de su cintura, y se detuvo apenas un instante, observándola con el pecho agitado.
—Dime que soy yo —murmuró, con la voz rota—.
Dímelo, Eliza.
Solo necesito escucharlo.
Ella lo miró, con los ojos brillantes por las lágrimas y el deseo.
—Eres tú… —susurró.
Y al decirlo, no supo si lo hacía para calmarlo o para convencerse a sí misma.
Lucian la besó entonces, profundo, como si quisiera robarle el alma.
El mundo se desvaneció.
Solo existían ellos y el fuego.
Solo el sonido de su respiración mezclándose, de los latidos que se encontraban al mismo ritmo.
Pero en algún rincón del silencio, entre las brasas y las sombras, algo los observaba.
El vínculo que los unía no era solo de amor… era una cadena forjada por la luna y la maldición.
Lucian la sostuvo más fuerte, como si al hacerlo pudiera desafiar al destino mismo.
—Si los dioses quieren separarnos —susurró contra su oído—, tendrán que arrancarme el alma primero.
Y Eliza, con el corazón dividido entre dos fuegos, entre el hombre que la consumía y aquel que la comprendía, cerró los ojos y se entregó al único que en ese instante la hacía sentir viva, aun sabiendo que al amanecer… todo ardería.
El fuego crepitó más alto, devorando el aire.
Afuera, la luna se ocultó tras las nubes.
Y en esa oscuridad, lo que empezó como deseo se convirtió en un juramento sellado con sombras.
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