Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 143
- Inicio
- Todas las novelas
- Emparejada al Alfa Enemigo
- Capítulo 143 - 143 Un nuevo Lazo
Tamaño de Fuente
Tipo de Fuente
Color de Fondo
143: Un nuevo Lazo 143: Un nuevo Lazo El eco de sus risas aún flotaba en los pasillos cuando Madison y Ashley salieron del invernadero.
El aire en el corredor había cambiado.
Era más frío… y más atento.
La luz dorada que antes danzaba sobre el mármol ahora parecía filtrarse a través de un velo invisible, como si el amanecer se negara a entrar del todo en esa parte del castillo.
—Escuchas eso?
—murmuró Madison, deteniéndose.
Ashley ladeó la cabeza.
Al principio creyó haber oído algo, un susurro, una vibración sutil… pero nada concreto.
—No escucho nada —dijo, frunciendo el ceño mientras trataba de agudizar el oído.
Madison no respondió seguidamente.
Una sonrisa nerviosa se dibujó en sus labios, aunque sus ojos se movían de un punto a otro, buscando un origen invisible.
Entonces, un aroma la envolvió.
Cálido, profundo, con ese toque dulce y ardiente de la canela recién molida.
Era un perfume vivo, casi tangible, que se deslizó por su piel como si la reconociera.
Su respiración se entrecortó.
El corazón le latía con fuerza, y sin saber por qué, sus pies comenzaron a moverse solos.
—Madison?
—preguntó Ashley, preocupada—.
¿Estás bien?
Pero Madison no contestó.
Sus ojos estaban vidriosos, fijos hacia un punto más allá del corredor, donde la luz se disolvía en sombras que parecían susurrar su nombre.
El castillo vibró apenas.
Las hiedras plateadas que cubrían las columnas se inclinaron en la dirección que ella tomaba, como si quisieran guiarla.
Ashley tras ella corrió, esquivando las luces que parpadeaban con un ritmo inquietante.
Los pasillos parecían cambiar mientras avanzaban: las paredes se estrechaban, el mármol se volvía más oscuro, con vetas que brillaban como brasas bajo la piedra.
El aire se llenó de un murmullo bajo, casi un canto que las seguía, y el aroma a canela se hizo más intenso, embriagador.
—Madison, detente… —pidió Ashley, jadeando un poco, pero su amiga seguía caminando, ajena a todo.
Sus pasos eran lentos pero firmes, como si algo —o alguien— la llamara desde lo más profundo del castillo.
El corredor desembocó en una galería abierta, donde el suelo de piedra se transformaba en arena dorada y el techo estaba tan alto que apenas podía distinguirse.
El sonido metálico de espadas cortando el aire llenó el silencio.
Caleb estaba allí.
El beta de la manada Sangre de Hierro y mejor amigo de Damián.
Su cuerpo se movía con precisión letal entre los guardias que entrenaban con él.
El sudor brillaba sobre su piel morena bajo la luz central, y cada golpe resonaba con fuerza contenida.
Madison se detuvo al borde del recinto, como si un muro invisible la hubiera frenado.
El aroma a canela se volvió insoportable, y por un instante creyó que provenía de ella misma.
Sus manos temblaban.
Su pecho ardía.
Caleb giró al sentir un cambio en el aire.
La espada en su mano se detuvo en seco.
Una corriente eléctrica lo recorrió de pies a cabeza, y el tiempo pareció detenerse.
El aire se espeso.
Los guardias, sin entender, dieron un paso atrás.
Entonces, el olor la alcanzó.
Dulce.
Fuerte.
Perfecto.
La canela y la luz.
El olor la alcanzó como una marea caliente.
No fue solo un aroma —fue una llamada.
Una mezcla de canela, fuego y algo antiguo, como el perfume de la tierra después de una tormenta.
Caleb alzó la cabeza de inmediato, el cuerpo tenso, los músculos delineados por el sudor del entrenamiento.
El aire cambió a su alrededor: denso, cargado, casi tangible.
Sus sentidos —todos ellos— se afilaron al instante.
El sonido metálico de las espadas se detuvo.
Uno a uno, los guardias que lo acompañaban dejaron caer sus armas, desconcertados por la súbita vibración en el ambiente.
La arena del suelo, antes dorada, comenzó a brillar como si un rayo de luna se hubiera filtrado desde las alturas del techo arribadado.
Las hiedras plateadas que trepaban por los pilares del recinto se mecieron, y las lámparas suspendidas dejaron caer gotas de luz líquida, que chispearon al tocar el aire.
Y entonces la vio.
Madison estaba allí, al borde del corredor, bañada por aquella luminosidad suave y dorada.
El cabello le caía sobre los hombros como un río de luz, y sus ojos —temblosos— reflejaban el mismo desconcierto que él sentía.
El perfume a canela lo envolvía todo.
Lo embriagó, lo consumió.
El olor de su compañera destinada.
Su mirada se clavó en ella, y cuando sus ojos se encontraron, todo el castillo pareció contener la respiración.
Los ecos del entrenamiento se apagaron.
Hasta el viento se detuvo.
Madison dio un paso atrás, confundida, como si el suelo se inclinara bajo sus pies.
No sabía por qué su corazón dolía, ni por qué su cuerpo temblaba con una mezcla imposible de miedo y deseo.
El calor le subía por el cuello, rozándole la piel hasta arderle.
Sus dedoson algo a lo que aferrarse, pero el aire mismo parecía empujarla hacia él.
Caleb, en cambio, quedó inmóvil.
Petrificado.
Su respiración se volvió un intento desesperado por no perder el control.
El pulso le golpeaba en las sienes con una violencia salvaje.
Era imposible… y sin embargo, era real.
El vínculo los reconoce antes que ellos mismos.
Un resplandor sutil —invisible para los demás, pero ardiente entre ellos— los unía por un hilo de energía dorada que vibraba entre sus pechos, latiendo al compás de sus corazones.
Una promesa antigua, dormida, que acababa de despertar.
—¿Qué… qué está pasando?
—susurró Madison, con voz quebrada, apenas audible sobre el zumbido que llenaba la sala.
Ashley apareció en el arco de entrada, respirando con dificultad.
Sus ojos se abrieron al contemplar la escena: Caleb, el guerrero más disciplinado de la manada, parecía a punto de romperse en mil fragmentos, mientras el castillo entero parecía inclinarse hacia aquella conexión invisible.
Podía sentirlo.
La electricidad, la atracción, el peligro.
Era como ver el primer temblor de una tormenta antes de que el cielo se abra.
El suelo bajo sus pies se estremeció.
Las lámparas destellaron con luz rojiza, y las hiedras que trepaban por los muros florecieron de golpe.
Brotaron flores escarlatas, abriéndose al unísono como si celebraran un pacto antiguo, una unión escrita mucho antes de que ambos nacieran.
Los guardias se miraron entre sí, murmurando.
Algunos dieron un paso atrás, otros bajaron la cabeza instintivamente, comprendiendo —o temiendo— lo que acababan de presenciar.
Nadie se atrevió a ().
Caleb dio un paso hacia ella.
Cada fibra de su cuerpo gritaba por acercarse, por tocarla, por confirmar que aquello no era un sueño o una maldición.
Su pecho ardía.
El lazo brillaba con una intensidad invisible, y el castillo, complacido, parecía exhalar un suspiro profundo.
Caleb se detuvo a medio camino, jadeante, los ojos brillando con una mezcla de fuego y desesperación.
La voz le salió ronca, temblorosa, cargada de algo más fuerte que el miedo.
—Eres tú… —murmuró, apenas un hilo de sonido que no necesitaba ser alto para llenar el silencio—.
Mi compañera.
Mi segunda oportunidad.
Madison retrocedió, negando con la cabeza, pero el aire mismo la empujó hacia adelante.
Su respiración era un sollozo contenido.
Sentía su pecho oprimido, el corazón desbocado golpeando con una fuerza casi dolorosa.
—No… eso no puede… no puede ser… —balbuceó, la voz quebrada, los ojos llenos de confusión.
El lazo seguía vibrando entre ambos, cálido, vivo, reclamando lo que ya pertenecía a uno solo.
El aire entre ellos ardía.
Los pétalos de las flores recién abiertas comenzaron a caer, girando lentamente, fundiéndose en luces doradas que flotaban en el aire como chispas suspendidas.
Ashley observaba desde el arco, paralizada.
Su instinto le gritaba que no debía mirar, que aquello era algo sagrado, un momento que solo los dioses y las almas destinadas podían presenciar.
Y sin embargo… no podía apartar la vista.
El castillo respiraba con ellos.
Los muros vibraban con un pulso antiguo, casi vivo, y por un instante todo el lugar parecía latir al mismo ritmo: lento, intenso, cargado de magia y deseo.
Entonces, Madison rompió el contacto.
El hilo dorado titiló como una llama herida, y el resplandor se apagó con un destello final.
Su cuerpo se movió antes de que su mente pudiera reaccionar.
Giró sobre sus talones y comenzó a correr.
El eco de sus pasos resonó por los pasillos, quebrando el hechizo.
Sus ojos apenas distinguían los corredores que se curvaban y ramificaban ante ella.
Las luces mágicas parpadean, confundidas, proyectando sombras líquidas sobre las paredes de piedra.
Corría sin mirar atrás, sin aliento, con el pecho ardiendo y el corazón al borde del colapso.
Las lágrimas comenzaron a empañarle la vista, mezclándose con el sudor y el vértigo.
No sabía dónde iba, solo necesitaba huir.
De él.
De sí misma.
De lo que acababa de sentir.
El castillo, vasto y cambiante, parecía disfrutar de su huida.
Los pasillos se alargaban, las puertas cambiaban de sitio, los espejos mostraban destellos de su propio rostro enredado en llanto.
Finalmente, sus piernas cedieron y cayeron de rodillas sobre un suelo cubierto de hojas secas.
El aire olía a tierra húmeda, a flores de amaneceres y promesas futuras.
Había entrado sin darse cuenta en el laberinto del ala este, un jardín encantado que solo apareció cuando el corazón estaba perdido.
Las enredaderas, espesas y antiguas, formaban muros altos que respiraban con vida propia.
Diminutas luciérnagas flotaban entre los pasillos, como almas curiosas, observando en silencio el dolor que se derramaba de los ojos de Madison.
Se aferró al suelo, temblando, dejando que las lágrimas corrieran libres.
—No… —susurró entre sollozos—.
No puede ser…
no puede…
El lazo seguía latiendo, invisible, pero innegable.
Un calor suave pulsaba en su pecho, grabándole que ya no había marchado atrás.
Caleb seguía en el mismo lugar del entrenamiento, inmóvil, mirando el vacío donde ella había estado.
Los guardias que lo acompañaban habían bajado las armas y lo miraban con respeto temeroso.
Nadie se atrevía a hablar.
Nadie debía presenciar el dolor de un vínculo rechazado.
El Beta de la manada Sangre de Hierro tenía la respiración entrecortada, el rostro endurecido por la incredulidad.
Sabía que no había futuro.
La Diosa Luna le había dado otra oportunidad… y nuevamente lo estaban rechazando.
Madison se incorporó con dificultad, tambaleante.
El laberinto se extendía ante ella, ondulante, confuso.
Las sendas se bifurcaban como pensamientos desordenados, y el aire cargado de magia le hacía perder la orientación.
Sus pasos resonaban en el suelo de piedra húmeda, y cada vez que giraba, los muros parecían moverse, cerrándole el paso.
— ¿Dónde estoy…?
—murmuró, apenas audiblemente.
La luna filtraba su luz a través de las copas de los árboles que cubrían parte del jardín, proyectando sombras que parecían bailar a su alrededor.
El eco del lazo seguía latiendo dentro de ella, doloroso, insistente, como si una parte de su alma la estuviera llamando de vuelta hacia Caleb.
Entonces, escuchó una voz familiar.
—¡Madison!
Se detuvo al instante.
El corazón le dio un vuelco.
Reconocería esa voz incluso entre mil.
Entre la niebla que flotaba sobre el suelo apareció Adrián, su refugio.
El hombre con el que había viajado durante años, el que conoció su risa, su miedo y sus silencios.
Adrián caminó con paso firme hacia ella, aunque su expresión era de preocupación.
Su mirada buscaba respuestas.
—¡Por la Diosa, Madison!
—exclamó, acercándose—.
Te he estado buscando por todo el castillo.
¿Qué haces aquí sola?
Ella no respondió de inmediato.
El sonido de su voz la partía en dos, como si la realidad se enfrentara al recuerdo de lo que acababa de vivir.
—Yo… no lo sé —dijo, al borde del llanto—.
Corrí…
no podía quedarme allí…
Adrián frunció el ceño, extendiendo la mano para tocarle el brazo, pero ella retrocedió un paso.
Él lo notó de inmediato.
Esa reacción le dolió más que cualquier herida.
—Madison… —murmuró, bajando el tono—.
¿Qué pasó?
Ella bajó la mirada, intentando respirar.
El olor de Caleb seguía en su piel, mezclado con el perfume de la flor que había florecido en el entrenamiento.
Ese aroma a canela y fuego seguía reclamándola, aun cuando su mente gritaba que pertenecía a otro.
El silencio del laberinto los envolvió.
Las luciérnagas flotaban más cerca, curiosas, como si el lugar mismo esperara escuchar la verdad.
—Nada —mintió al fin, con la voz quebrada—.
No pasó nada.
Adrián avanzaba lentamente, aunque su mirada decía lo contrario.
Sabía que algo había cambiado.
Que algo invisible, pero poderoso, había tocado a Madison.
Podía sentir la tensión en el aire, esa vibración leve que la rodeaba como un susurro divino.
La rodeó con un brazo y la atrajo suavemente hacia él.
Madison se dejó sostener, aunque su cuerpo seguía rígido, dividido entre la calma familiar de Adrián y el fuego desconocido que la había marcado hacía apenas unos minutos.
El laberinto, silencioso testigo, se cerró tras ellos.
Y mientras Adrián la conducción de regreso hacia el castillo, una última brisa recorrió los muros vivos, trayendo con ella el eco del nombre que Madison intentaba olvidar.
Caleb.
El aire olió de nuevo a canela ardiente.
Y aunque ella amaba a Adrián, no podía negar que la beta de la manada Sangre de Hierro había movido algo dentro de ella.
Le había robado el aliento y deseaba saber como seria sentirse atrapada en esos grandes y fuertes brazos, como se sentirían sus manos recorriendo cada parte de su cuerpo.
Como seria… aceptar ser su compañera.
Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com