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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 145

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  4. Capítulo 145 - 145 El arte de la provocación
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145: El arte de la provocación 145: El arte de la provocación La tensión en el comedor era casi tangible, como un hilo invisible que apretaba las gargantas de todos los presentes.

Nadie hablaba demasiado, y aun así el aire estaba lleno de murmullos, de miradas que decían más que las palabras, de sonrisas que escondían pensamientos peligrosos.

Las copas tintineaban suavemente, el sonido de los cubiertos era un eco lejano entre la respiración contenida y el leve crujir de las sillas.

Eliza lo sentía, ese tipo de energía no se disfraza.

Era la mezcla exacta de diplomacia y deseo, de poder y amenaza.

La clase de tensión que precede a un incendio.

Ya se había encontrado en situaciones así antes y sabia que nada de esto traería algo bueno.

Madison, sentada un par de lugares más allá, estaba tan rígida que parecía tallada en mármol.

Sus dedos se aferraban al mantel con la fuerza de quien teme perder el control, y su pecho subía y bajaba apenas.

Eliza no tardó en descubrir la razón.

Caleb se encontraba aun apoyado junto a una de las columnas, fingiendo indiferencia mientras observaba a todos… excepto a uno.

Sus ojos, oscuros y fijos, no se apartaban de Madison.

Era una mirada que quemaba.

De esas que recorren sin permiso, que desnudan sin tocar.

Y Madison lo sabía.

Por un momento Eliza sintió que se había perdido de algo, algo muy importante; porque ese par parecía que quería lanzarse uno sobre otro.

Como si no pudieran decidirse si se querían besarse o matarse.

Cada vez que alzaba la vista —solo por un instante, solo para comprobar si seguía mirándola— lo encontraba exactamente igual; con los labios apretados, la mandíbula tensa y esa chispa salvaje brillándole en la mirada.

Y aun así, no podía dejar de buscarlo.

Eliza se removió en su asiento, intentando disimular una sonrisa.

Damián estaba distraído conversando con Luna….

pero Adrián —pobre Adrián— no notaba nada.

Seguía cortando pan y sirviendo jugo a su amada, sin imaginar la guerra muda que se libraba entre ella y el beta de la manada Sangre de hierro.

Luna, que observaba más de lo que aparentaba, apoyó su copa sobre la mesa con un tac perfecto, como un golpe de campana que anunció el siguiente movimiento.

—Creo que deberíamos pasar al postre —dijo con esa voz aterciopelada que siempre sonaba amable… y nunca lo era del todo—.

Tal vez un poco de dulzura calme el aire, ¿no creen?

Nadie respondió.

Lucian, al otro extremo de la mesa, levantó apenas una ceja, divertido.

Stephan lo miró de reojo, girando con lentitud su copa entre los dedos, y en ese simple gesto se encendió una chispa que Eliza reconoció al instante.

El intercambio de poder estaba por comenzar.

Luna sonrió con elegancia, ignorando la electricidad en el aire.

—Aunque, si prefieren continuar con las historias de guerras pasadas, puedo pedir más vino —agregó, con una mirada calculada hacia los dos hermanos—.

A veces, la historia se digiere mejor con un poco de licor.

Stephan dejó escapar una risa baja, suave, casi un suspiro.

—¿Historias pasadas?

—repitió, con tono sereno—.

No sabía que aquí se hablaba de historia… Pensé que discutíamos sobre herencias.

Lucian alzó la mirada, los ojos brillando como acero pulido.

—Oh, hermano, las herencias y las guerras son lo mismo.

Ambas se ganan con sangre.

El silencio cayó, pesado.

Las palabras de Lucian resonaron como un golpe sordo en el centro del salón.

Eliza contuvo el aliento, sin saber si debía intervenir o quedarse quieta.

Stephan, sin embargo, sonrió con esa calma helada que siempre precedía al peligro.

—Curioso —dijo, apoyando los codos en la mesa—.

Porque algunos, incluso después de heredar un trono, parecen más interesados en mantener su esposa… que su reino.

Lucian entrecerró los ojos.

Una sonrisa afilada se dibujó en sus labios.

—Y otros —replicó con voz baja, deliciosa en su amenaza— prefieren mirar desde lejos lo que nunca podrán tener.

Las miradas se cruzaron como espadas.

Era un duelo silencioso, pero más mortal que cualquier combate.

Eliza lo sintió hasta en la piel, el aire entre ellos vibraba con resentimiento y deseo, con la herida vieja de la traición y la fascinación compartida por lo prohibido.

Stephan inclinó la cabeza con elegancia fingida.

—Y las mujeres —dijo con un dejo de burla en la voz— siempre tienen el talento de disfrutar el espectáculo.

Lucian no parpadeó.

Giró lentamente su copa, dejando que el vino reflejara la luz carmesí de los candelabros.

—Algunos espectáculos merecen su entrada —respondió, sin perder la sonrisa—.

Aunque no todos sobreviven a ellos.

Eliza sintió cómo su piel se erizaba.

Cada palabra, cada mirada entre ambos, era una promesa peligrosa disfrazada de cortesía.

Y, entre tanto fuego contenido, ella era el punto de combustión.

Lucian no hablaba solo con palabras; su mirada, su tono, su respiración misma eran un desafío.

Stephan, frente a ella, no se quedaba atrás.

Lo observaba con una calma que helaba, como si conociera cada rincón de su mente, cada truco oculto bajo esa sonrisa peligrosa.

—A veces —dijo Stephan, bajando la voz—, lo más tentador no es lo prohibido… sino lo que otro ya reclama.

Lucian dejó escapar una leve risa, pero sus ojos ya estaban encendidos.

—Entonces deberías tener cuidado, hermano.

Hay cosas que muerden.

Eliza tragó saliva, deseando que la tierra se la tragara.

Sentía la mirada de ambos quemándole la piel, y en el fondo del salón, la de Caleb sobre Madison era un reflejo del mismo fuego; deseo, rabia, contención.

El ambiente se había convertido en una danza de miradas, sutil y peligrosa, donde nadie osaba moverse demasiado.

Madison intentó romper el silencio con una voz temblorosa —El… el pan está delicioso, Luna.

¿Es echo especialmente aquí?

Luna le dedicó una sonrisa serena, aunque sus ojos no se movieron del intercambio entre los hombres.

—Sí, querida.

Aunque empiezo a pensar que deberíamos haber servido vino desde el principio.

Habría sido menos… incómodo.

Caleb se sentó al fin, justo frente a Madison.

Su proximidad hizo que la joven casi derramara su jugo.

Eliza alzó la copa para ocultar su sonrisa; la tensión era palpable y, a pesar de la incomodidad, una parte de ella no pudo evitar disfrutar el caos.

Stephan rompió el aire con un suspiro teatral.

—¿Sabes, Lucian?

Siempre admiré tu habilidad para causar estragos donde sea que pongas un pie.

Lucian arqueó una ceja.

—Y yo la tuya para fingir neutralidad mientras disfrutas del incendio.

—No lo finjo.

—Stephan sonrió apenas, tomando un sorbo de vino—.

Simplemente prefiero mirar cómo arde el mundo… cuando no soy yo quien lo incendia.

Luna entrelazó los dedos y se inclinó hacia Damián, murmurando con un toque de ironía: —Y pensar que esto iba a ser un desayuno tranquilo.

—Oh, lo es —respondió Damián, sin perder la compostura—.

Si nadie lanza un cuchillo antes del postre, lo consideraré un éxito diplomático.

Eso provocó una risa contenida de Ashley, que se tapó la boca con la servilleta.

Lucian la observó un segundo y luego, con la suavidad de un depredador, deslizó la mirada hacia Eliza.

—Dime, amiga… ¿descansaste bien esta noche?

Eliza sintió cómo el calor le subía al rostro.

Todos, absolutamente todos, sabían lo que esa pregunta implicaba.

Ella asintió, con una calma ensayada.

—Dormí perfectamente, gracias.

—Su tono fue dulce, aunque el temblor en su voz la traicionó.

Stephan se acomodó en su silla, su sonrisa ensombrecida por algo que rozaba la ternura y la furia.

—Me alegra saberlo —dijo con voz baja—.

El descanso… es un lujo que pocos pueden disfrutar últimamente.

Sobre todo, en noches marcadas por… tormentas.

Lucian giró la cabeza lentamente hacia él.

—Algunos truenos no asustan, hermano.

Solo anuncian que algo grande está por venir.

—¿Una guerra?

—preguntó Stephan, sin apartar la vista de Eliza.

—Quizá —respondió Lucian con media sonrisa—.

O algo peor.

El silencio cayó una vez más, espeso, insoportable.

Entonces Caleb carraspeó, con una sonrisa ladina dirigida hacia Madison.

—Si la guerra empieza, espero que al menos sirvan postre antes.

Tengo debilidad por lo dulce.

Madison lo fulminó con la mirada, los labios apretados, pero el rubor la delató.

—No creo que a nadie le interese tu apetito, Caleb.

—Oh, algunos sí —replicó él, sin apartar la vista de ella—.

Especialmente cuando se trata de cosas… prohibidas.

Eliza casi escupió el vino.

Ashley se llevó una mano a la boca intentando contener la risa.

Luna simplemente levantó una ceja, divertida.

Damián golpeó la mesa con el puño, pero no con furia, sino con una carcajada inesperada.

—¡Por la Diosa!

Si siguen así, voy a ordenar que traigan licor.

Este desayuno está demasiado sobrio para tanto veneno disfrazado de cortesía.

Stephan se levantó, copa en mano.

—Brindo por eso —dijo con elegancia—.

Por las máscaras que usamos… y por quienes tienen el valor de arrancarlas.

Lucian levantó su copa también, los ojos clavados en Eliza.

—Y por los secretos que nos mantienen vivos.

Eliza lo miró, atrapada entre el fuego de su esposo y la sombra de su cuñado, y por un instante comprendió que esa mesa no era un desayuno, sino un campo de batalla disfrazado de porcelana y miel.

Y en medio de todo, Caleb y Madison seguían cruzando miradas cargadas de una tensión tan palpable que el aire parecía chispear alrededor de ellos.

Luna alzó su copa con una sonrisa impecable.

—Entonces brindemos —dijo, con esa voz de seda que ocultaba acero—.

Por el caos… …y por quienes saben disfrutarlo.

Las copas chocaron.

El vino se tiñó de luz roja bajo los candelabros.

Y el desayuno continuó, pero nadie volvió a probar bocado sin sentir el sabor metálico de la guerra que estaba por comenzar.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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