Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 146
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146: Preparativos 146: Preparativos El sol de la tarde bañaba los ventanales del gran salón con una calidez dorada que parecía engañosa; a simple vista, todo era calma, risas y preparación… pero Eliza sabía que esa serenidad era apenas una cortina.
Después del desayuno —si podía llamarse así a lo que acababa de presenciar—, Luna había ordenado que las mujeres se reunieran para comenzar los preparativos de la fiesta de bienvenida del bebé.
El gran salón del ala este había sido transformado en un torbellino de cintas, flores y telas de seda.
Las mesas estaban cubiertas con rollos de encaje, lazos color marfil, cajas de porcelana y frascos con pétalos encantados que flotaban en el aire.
El aire olía a miel y lavanda.
La música era suave, apenas una brisa entre los murmullos.
Luna, impecable en un vestido de satén color perla, daba instrucciones con su elegancia habitual, esa que convertía cada palabra en una orden disfrazada de amabilidad.
—Las flores de luna deben ir en los arreglos principales —indicó, moviendo la mano con un gesto fluido—.
Quiero que el salón se vea etéreo, no ostentoso.
No quedaba nada de la Chica osca que había conocido Eliza al llegar a San Francisco, aunque se sentía lejano, no había pasado ni un solo año desde que su vida había cambiado drásticamente.
Ashley asintió, sosteniendo un rollo de cinta entre los dedos.
—¿Y los candelabros?
¿Quieres que usen los de cristal o los dorados?
—Los de cristal —respondió Luna sin mirar—.
La luz debe reflejarse, no dominar.
Madison, que hasta ese momento había permanecido en silencio, se inclinó sobre una de las mesas para revisar una lista.
Su expresión era serena, pero sus manos temblaban apenas al atar un lazo de seda.
Eliza lo notó.
Desde el desayuno, la tensión entre ella y Caleb había quedado flotando en el aire, invisible pero imposible de ignorar.
Cada vez que alguien pronunciaba su nombre, los dedos de Madison se crispaban sobre cualquier cosa que sostuviera.
—Deberías respirar —le susurró Eliza mientras colocaba pétalos sobre un centro de mesa encantado—.
Pareces a punto de estrangular esa cinta.
Madison soltó una risa breve, seca.
—Lo intento.
Pero cada vez que recuerdo cómo me miraba, siento que el aire me quema.
—Eso no era solo deseo —murmuró Eliza, con una sonrisa ladeada y una sombra peligrosa en la voz—.
Era guerra declarada.
Madison desvió la mirada hacia la ventana, donde la luz se filtraba débil entre las cortinas, como si el mundo afuera fuera menos asfixiante que la conversación.
—Lo sé —susurró, casi para sí misma—.
Y eso es lo peor.
No sé si quiero huir… o quedarme para ver qué pasa.
Antes de que Eliza pudiera responder, Luna apareció entre ambas como una corriente de aire perfumado.
Su andar era tan silencioso que apenas si se escuchó el roce de su vestido contra el suelo.
El aroma a peras dulces la envolvía, delicado, pero en su presencia había algo más: una energía que vibraba en el ambiente, elegante y amenazante al mismo tiempo.
—Por ahí pude notar algo de tensión —comentó, con esa sonrisa impecable que no llegaba a los ojos—.
Espero que esto no signifique más peleas entre nuestros Alfas y Betas.
Sus dedos, largos y adornados con anillos de plata, rozaron el borde de la mesa.
En respuesta, los pétalos del centro comenzaron a flotar lentamente, girando sobre sí mismos hasta formar una esfera luminosa de un tono rosado pálido, que pulsaba como un corazón.
Eliza observó el hechizo, fascinada y al mismo tiempo perturbada por su belleza.
Luna no desvió la mirada del resplandor.
—Ya tenemos suficiente con los hermanos de la sombra —dijo en voz baja, casi con dulzura—.
Aunque admito que puede resultar… entretenido ver a dos Alfas disputarse lo que creen suyo.
Su tono era ambiguo, y la mirada que dirigió a Madison bastó para hacerla estremecer.
—Pero los juegos del corazón rara vez terminan bien.
No son convenientes para los tratados de paz —añadió con una sonrisa que parecía hecha de cristal y veneno.
Eliza sintió un escalofrío recorrerle la columna.
No era solo lo que Luna decía, sino lo que dejaba entrever.
Sabía perfectamente a qué se refería.
A Lucian y Stephan… y a ella, atrapada entre ambos.
—No sé qué hacer —confesó al fin, la voz apenas un hilo—.
Estoy casada con los dos… ¿no debería eso ser un error?
Luna la observó durante unos segundos que parecieron eternos, antes de sentarse en un sillón cubierto de terciopelo carmesí.
Sus movimientos eran tan precisos que parecían coreografiados, como si incluso su silencio obedeciera a un ritual.
—La Diosa Luna sabe lo que hace —respondió con serenidad, hojeando una lista de pendientes sin apartar del todo la mirada de Eliza—.
No concede vínculos dobles sin motivo.
Si lo permitió, es porque hay algo que debe equilibrarse… o romperse.
Eliza sintió que las palabras se clavaban como un presagio.
Ashley, que hasta entonces se había mantenido en silencio mientras ordenaba los lazos de seda, levantó la cabeza intentando aligerar el ambiente.
—¿Hay algún registro de una loba con dos parejas?
—preguntó con una sonrisa nerviosa, fingiendo curiosidad—.
No lo digo por chismosa, pero… suena como el tipo de historia que termina en tragedia.
Luna levantó lentamente la vista hacia ella.
—Hubo una vez —dijo con voz suave, casi un susurro—.
Una loba que pertenecía a dos almas.
Una la amó tanto que quemó el mundo por tenerla; la otra la destruyó solo por no poder olvidarla.
Un silencio helado se apoderó del salón.
Incluso los pétalos luminosos parecieron detener su danza.
—¿Y qué fue de ella?
—preguntó Madison, con la voz temblorosa.
—La Diosa —respondió Luna, mirando el resplandor rosado— la convirtió en luna llena.
Brilla cada noche… pero nunca puede tocar la tierra.
Eliza tragó saliva.
Esa historia no era un mito; lo sintió en la piel, como si las palabras le pertenecieran.
Luna se levantó con elegancia y se acercó a ella, inclinándose apenas para hablarle al oído.
—Tal vez, querida, el error no es tener dos almas ligadas… sino negar a cuál de ellas le pertenece tu oscuridad.
Eliza cerró los ojos un instante.
La voz de Luna era miel y filo, una caricia que dolía y dejaba marcas invisibles.
Cuando los volvió a abrir, la esfera de pétalos había comenzado a disolverse en el aire, esparciendo un polvo rosado que cayó suavemente sobre la mesa como un rocío encantado.
Cada partícula destellaba un segundo antes de desvanecerse, dejando tras de sí un tenue perfume floral y metálico.
Madison y Ashley intercambiaron una mirada cargada de silencios.
Aquella atmósfera etérea, tan hermosa como inquietante, parecía envolverlas en un velo de secretos.
Ashley fue la primera en hablar, con una sonrisa nerviosa que intentaba disipar la tensión.
—He preparado unos deliciosos pasteles de Luna, en honor a usted, mi señora —dijo, haciendo una pequeña reverencia antes de abrir una caja de cristal que había mantenido sellada con un lazo plateado.
El interior resplandeció con un suave resplandor mágico.
Dentro, reposaban pequeños bollos blancos, cubiertos con una fina capa de azúcar glas que brillaba como escarcha.
Al romperlos, un aroma cálido a mantequilla y vainilla se mezcló con el dulzor ácido de la mermelada de frambuesa que se desbordaba del centro.
Luna tomó uno con delicadeza, lo llevó a sus labios y dio un pequeño mordisco.
La sala pareció contener el aliento hasta que la Alfa sonrió.
—Exquisitos —murmuró con voz suave, casi felina—.
La textura, el equilibrio…
dignos de una celebración lunar.
Las chicas rieron, y por un instante, la tensión que había flotado en el aire se disipó.
Incluso Luna soltó una pequeña carcajada, un gesto medido, casi ensayado, pero suficiente para contagiar cierta calidez al ambiente.
Eliza parpadeó, sacudiendo la sensación que le erizaba la piel.
—Olvidé algo en mi dormitorio —dijo al aire, casi más para convencerse a sí misma que para justificar su repentina retirada.
Sin esperar respuesta, se giró y abandonó el salón.
El murmullo de voces, risas y copas se fue desvaneciendo tras ella, reemplazado por el suave eco de sus pasos sobre el mármol.
El corredor principal la recibió con una quietud sobrenatural.
Las antorchas flotantes titilaban a lo largo de los muros de piedra, proyectando sombras que parecían moverse a su paso.
El aire allí era más frío, impregnado con un leve aroma a madera vieja, cera y magia antigua.
Eliza avanzó despacio, tanteando el camino.
Aún no conocía por completo el castillo de su familia; era tan vasto y cambiante que cada pasillo parecía llevarla a un sitio distinto cada vez.
Las paredes, decoradas con tapices de escenas lunares, parecían observarla.
Juraría que algunas figuras bordadas giraban la cabeza cuando ella pasaba.
Una sensación extraña se apoderó de su cuerpo: primero un leve mareo, luego una presión en el pecho.
Se detuvo un instante, apoyándose en una columna.
La piedra estaba tibia… y vibraba, como si un corazón latiera dentro del muro.
—¿Qué…?
—murmuró, mirando a su alrededor.
El viento se coló por el pasillo, pero no sonó como viento.
Sonó como una voz.
Eliza…
El susurro apenas rompió el aire, pero ella lo sintió dentro de su cabeza, envolviendo su nombre como una promesa o una advertencia.
El pasillo se bifurcaba, y sin pensarlo, tomó el camino de la izquierda.
Las luces se hicieron más débiles; las antorchas ahora parpadeaban en tonos azulados.
El suelo cambió de mármol a piedra tosca, y el ambiente adquirió un tono más antiguo, más sagrado.
Siguió caminando hasta que el pasillo terminó en una puerta enorme.
Era de madera oscura, con tallados que representaban lunas superpuestas, bestias aladas y símbolos que parecían moverse sutilmente si uno los miraba demasiado tiempo.
Los bordes estaban reforzados con hierro negro y, justo en el centro, colgaba una cerradura inmensa de bronce envejecido.
Eliza alzó la mano y rozó el metal.
Un escalofrío recorrió su brazo hasta la nuca.
La cerradura parecía respirar.
Y allí, colgando del pestillo, notó algo: una diminuta inscripción grabada, casi invisible bajo el polvo.
Letras antiguas, en un idioma que no reconocía… pero que su mente tradujo sin esfuerzo.
“Solo la sangre correcta abrirá el ciclo.” Eliza dio un paso atrás.
Su respiración era un hilo tembloroso.
Sabía, sin entender por qué, que detrás de esa puerta había algo que no debía ver todavía.
Algo que la esperaba.
El castillo volvió a susurrar su nombre.
Esta vez más cerca.
Y por primera vez desde que estaba allí… sintió miedo.
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