Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 147
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Capítulo 147: El vinculo
Eliza intentó girar la cerradura.
Primero con suavidad, como si temiera despertar algo dormido detrás de esa puerta.
Nada.
Volvió a intentarlo, esta vez con más fuerza, hasta que el eco metálico golpeó el silencio del pasillo. El sonido rebotó entre los muros como un suspiro contenido, y el frío del metal le mordió los dedos.
Pero el mecanismo no cedió.
Ni siquiera se movió.
Frunció el ceño, acercando el rostro.
La cerradura era antigua, tallada con precisión casi ritual. No tenía ranura visible, solo un círculo irregular que parecía moverse con la luz, como si el material respirara bajo su superficie.
Eliza pasó los dedos por el contorno, sintiendo una vibración leve, constante, que subía por su brazo.
—¿Qué clase de llave abriría esto? —murmuró para sí, con la voz casi temblando.
Pensó en las llaves del castillo que había visto: las de plata con runas para las cámaras del ala norte, las de obsidiana que guardaban los archivos lunares, e incluso las de cristal que usaban las sacerdotisas durante los rituales de unión.
Ninguna parecía encajar con algo tan antiguo.
Esto no era una puerta común.
Era un sello.
Su mente trató de recordar si en la biblioteca había visto alguna referencia, algún texto sobre puertas encantadas o cerraduras de sangre. Pero nada surgía. Solo la certeza extraña de que no encontraría la llave… porque quizá la llave era ella.
El aire frente a la puerta cambió. Se volvió más espeso, casi líquido, como si respirara con ella. Cada vez que exhalaba, la madera parecía absorber su aliento y devolverle un susurro incompleto, una palabra que se deshacía antes de nacer.
Entonces lo oyó: un leve crujido, como el de una uña rasgando madera.
Su piel se erizó.
—¿Quién está ahí? —preguntó, y su voz resonó, multiplicada, como si los muros la repitieran desde dentro de la piedra.
Nadie respondió.
Solo el sonido distante de su propio corazón, latiendo con un ritmo irregular, como si no fuera completamente suyo.
Retrocedió un paso, y el suelo vibró bajo sus pies. El tallado central —una luna rodeada de bestias aladas— emitió un resplandor pálido, un pulso débil, como el de una criatura dormida a punto de despertar.
Eliza sintió un impulso absurdo, casi doloroso, de tocarla de nuevo.
De sentir ese latido.
De responder al llamado.
Pero algo dentro de ella —esa voz instintiva y salvaje que nunca se equivocaba— le gritó que no lo hiciera.
La contuvo a medias.
Giró sobre sí misma, respirando con dificultad, decidida a regresar al salón… o al menos, a un lugar que no se sintiera tan vivo.
Pero el corredor ya no era el mismo.
Donde antes había antorchas flotantes, ahora había velas suspendidas en el aire, su llama azulada ardiendo sin cera. Donde había mármol pulido, se extendía un pasillo cubierto de hiedra negra, húmeda, que se movía lentamente, como si se alimentara del aire.
Eliza se detuvo.
El desconcierto la golpeó con fuerza.
—No puede ser…
El castillo estaba cambiando.
Lo hacía sin ruido, sin advertencia.
Como si respirara con ella.
Como si jugara con ella.
El aire se volvió más frío, más denso.
Su aliento se condensó frente a su rostro en una neblina tenue. El silencio se volvió absoluto, opresivo, roto solo por el crujido lejano de madera antigua, un gemido que parecía venir de todas partes.
Siguió caminando.
Cada paso resonaba hueco, demasiado prolongado, como si el pasillo no tuviera fin. Las paredes se acercaban, torcidas, y las sombras se estiraban, palpables, rozando los pliegues de su vestido, buscando su piel.
Entonces, el sonido llegó otra vez.
Un susurro.
Su nombre.
Eliza…
Esta vez provenía de detrás de ella.
Se giró de golpe, el corazón desbocado.
Pero no había nadie.
Solo la oscuridad ondulante… y la sensación, inconfundible, de no estar sola.
Su pulso se aceleró.
Intentó respirar hondo, calmarse, pero el aire pesaba demasiado.
Su lobo interior —esa presencia feroz y salvaje que rara vez emergía sin motivo— rugió dentro de su pecho.
Corre, le dijo.
Y lo hizo.
Corrió sin pensar, sin mirar atrás, con el eco de sus pasos rompiendo el silencio de piedra. El pasillo se estiraba como un sueño que se niega a terminar. El aire cortaba su piel como agujas de hielo, y el frío se mezclaba con el calor frenético de su respiración.
Giró una esquina, luego otra, sin reconocer nada. Las paredes parecían moverse con ella, el castillo retorciéndose a cada paso, como si disfrutara de su confusión.
El resplandor de una antorcha apareció a lo lejos —una promesa de salida, o una trampa más.
Eliza la siguió.
El corredor descendía, estrechándose. Los muros ahora estaban cubiertos de espejos antiguos, altos, sin marcos. Algunos empañados por la humedad, otros limpios como agua quieta.
Y todos… reflejándola.
Cada espejo mostraba una versión distinta de ella.
En uno, pálida y temblorosa.
En otro, una loba enorme, dorada… con profundos ojos azules.
Y en uno más… sangrando.
Con los labios azules. Muerta.
Eliza tropezó y se apoyó contra la pared. El espejo frente a ella se resquebrajó con un gemido agudo, dejando escapar una línea de luz que le rozó la mejilla.
La herida ardió apenas… pero la sangre no brotó.
El reflejo sí.
Su copia dentro del cristal sonrió.
Una sonrisa lenta.
Demasiado humana para ser suya.
Eliza retrocedió, el corazón golpeándole las costillas.
—Esto no es real —susurró, la voz quebrada—. Esto no puede ser real.
El eco devolvió su frase deformada, como si alguien la repitiera desde el otro lado del vidrio.
“Esto no puede ser real…”
Dobló por un arco, buscando desesperadamente una salida. El suelo vibraba bajo sus pies, y por un instante creyó escuchar pasos detrás de los suyos.
Uno, dos… luego un silencio que la heló.
Giró la esquina y chocó con algo sólido.
No una pared.
Algo tibio. Vivo.
Un cuerpo.
Su respiración se cortó cuando la fuerza del impacto la hizo tambalear. Dos brazos la sujetaron por la cintura antes de que cayera. Su piel reconoció al instante el roce: calor y firmeza, el tipo de contacto que quemaba incluso a través de la tela, ese delicioso olor a mar que tanto la volvía loca.
—Eliza. —La voz fue baja, profunda, un gruñido contenido que se transformó en alivio—. Tranquila, soy yo.
Levantó la vista.
Los ojos miel de Stephan la observaban desde la penumbra. Brillaban como cuchillas bajo la escasa luz.
Estaba vestido de negro, con la camisa entreabierta, el pecho húmedo por el sudor, el cabello revuelto. Parecía tan peligroso como familiar.
Eliza intentó apartarse, pero su cuerpo no respondió.
—Yo… —tragó saliva, la respiración entrecortada—. El castillo… cambió. No sé dónde estoy. Las puertas, los espejos… alguien me llamó por mi nombre.
Stephan la sostuvo con suavidad, aunque su agarre seguía firme, casi posesivo. Sus dedos se movieron hasta su mejilla, donde el corte del espejo aún brillaba con un tenue resplandor.
—Shh… —murmuró—. Estás temblando.
Su voz tenía ese tono grave que siempre mezclaba consuelo y peligro.
Eliza cerró los ojos un instante, intentando regular su respiración. Pero la cercanía de Stephan no ayudaba. Su calor era un fuego que derretía el miedo… o lo transformaba en algo más primitivo.
—No deberías andar sola por aquí —dijo él, observando el pasillo detrás de ella. Sus pupilas se dilataron, y una línea de tensión se marcó en su mandíbula—. Este sector no es estable. El castillo responde a la sangre… y a la emoción. Si estabas alterada, pudo haberte llevado a cualquier parte.
—No fui yo —replicó ella, aún en un hilo de voz—. La puerta… respiraba. Y escuché algo. Mi nombre.
Stephan bajó la mirada, pensativo. Por un segundo, la preocupación ensombreció su expresión.
—Si el castillo te llamó, significa que algo antiguo está despertando —murmuró—. Algo que no quiere esperar.
Eliza lo miró, el corazón todavía desbocado.
—¿Y tú… cómo me encontraste?
Una sonrisa ladeada curvó sus labios, la clase de sonrisa que podía ser un consuelo o una amenaza.
—No me pierdo tan fácilmente cuando se trata de ti —respondió, con un dejo juguetón en la voz—. Además, tu miedo huele a lluvia… y la lluvia siempre me guía.
Su pulgar trazó una línea sobre la herida de su mejilla, y el corte se cerró en un instante, dejando solo un leve cosquilleo.
—Ahí está. Perfecta otra vez. —Su voz bajó un tono, casi un susurro—. Aunque prefiero cuando tiemblas… solo un poco.
Eliza lo miró con el ceño fruncido, entre irritada y temblorosa.
—No empieces.
Stephan soltó una risa baja, que resonó en el pasillo como un eco suave.
—No lo haré… por ahora. —Su expresión se tornó seria otra vez—. Vamos. No deberíamos quedarnos aquí. El castillo está despierto… y no le gusta que lo desafíen.
Él le ofreció la mano.
Eliza dudó un segundo, pero al tomarla, el aire a su alrededor pareció calmarse. Las velas dejaron de parpadear, y los espejos volvieron a reflejar solo sombras.
Pero mientras se alejaban, uno de ellos —el último, detrás de ambos— mostró algo que ninguno vio:
La imagen de Eliza… que aún seguía de pie frente a la puerta cerrada.
Él la escoltó en silencio por los corredores que poco a poco volvían a su forma original. El eco de sus pasos era lo único que rompía la calma; el castillo parecía haber vuelto a dormir, aunque Eliza aún podía sentir un leve temblor bajo sus pies, como si algo respirara bajo los cimientos.
Stephan caminaba a su lado, atento, su mirada más vigilante que de costumbre. No hacía falta ser un alfa para percibir el rastro de miedo que aún flotaba alrededor de ella. Cuando llegaron frente a su habitación, se detuvo y la observó un momento antes de hablar.
—¿Te sientes mejor? —preguntó en voz baja, con un tono que mezclaba preocupación genuina y esa calidez burlona que nunca abandonaba del todo.
Eliza respiró hondo.—Creo que sí. Aunque no estoy segura de qué fue eso… el castillo, los espejos, todo cambió. Sentí que me seguían.
Stephan inclinó la cabeza, estudiándola, y su semblante se suavizó.
—Lo sé. Lo he sentido también —dijo, acercándose un poco más—. Hay algo moviéndose entre las paredes últimamente. Y créeme… no eres la única que escucha susurros.
Eliza lo miró sorprendida, pero antes de poder responder, él dio un paso más, acortando la distancia entre ambos.
—Tranquila —murmuró—. No dejaré que nada te toque mientras estés aquí.
Su voz sonó como una promesa, grave y peligrosa, cargada de una ternura inesperada. Eliza asintió, intentando no fijarse en lo cerca que estaba su rostro, ni en cómo el aire parecía arder entre ellos.
Stephan esbozó una sonrisa ladeada, la misma que siempre lograba desarmarla.
—Ves… ya no tiembla tanto —bromeó en un susurro—. Supongo que eso es buena señal.
Y antes de que ella pudiera replicar, rozó sus labios con un beso suave en la comisura, apenas un roce, más cálido que atrevido, pero lo suficiente para que el corazón de Eliza se desbocara otra vez.
—Buenas noches, caperucita —murmuró contra su piel, con un dejo de peligro disfrazado de dulzura.
Luego se apartó lentamente, dejando que el aire frío de su ausencia la envolviera mientras la puerta se cerraba detrás de él con un leve clic… y con la sensación inequívoca de que, incluso con el castillo dormido, algo seguía observándolos.
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