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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 148

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Capítulo 148: Mi Alfa Celoso

La habitación la recibió con un susurro de agua constante, un murmullo que parecía deslizarse entre las piedras como si guardara un secreto antiguo.

La cascada interior descendía desde la pared de roca, cayendo en un estanque poco profundo que reflejaba la luz plateada del balcón. El resplandor de la luna atravesaba los velos de vapor y dibujaba sombras danzantes en las paredes cubiertas de enredaderas. Las hojas, húmedas por el rocío, exhalaban un perfume fresco de tierra viva y savia.

Eliza cerró la puerta con un leve chasquido y se apoyó contra ella, buscando aire.

El corazón aún le golpeaba el pecho con la misma fuerza frenética que durante su carrera por los pasillos. Pero ahora no sabía si era por el miedo que seguía recorriéndola… o por el roce reciente de Stephan, que todavía ardía sobre su piel como un fuego invisible.

Su perfume —una mezcla oscura de sal marina y peligro contenido— permanecía suspendido en el aire, entrelazándose con el aroma de las plantas.

Podía sentirlo en su cuello, en sus muñecas, en el borde mismo de su respiración.

Y no sabía si amaba u odiaba ese rastro que la seguía como una sombra.

Intentó apartar la sensación, sacudirla de su cuerpo, pero no pudo.

Cada vez que cerraba los ojos, recordaba el roce tibio de sus labios en la comisura de los suyos, ese beso fugaz que aún pesaba más que cualquier caricia.

Era una promesa, o una advertencia.

Y ambas la atormentaban por igual.

Se giró, dispuesta a despejar su mente.

Y se quedó completamente inmóvil.

Lucian estaba allí.

De pie frente al escritorio, entre sombras y reflejos de luna, como una figura tallada en mármol vivo. Los documentos extendidos sobre el cristal parecían insignificantes a su lado; la verdadera atención, la gravedad del momento, gravitaba en torno a él.

La luz plateada que se colaba desde el balcón lo delineaba con precisión cruel: la camisa blanca abierta en el cuello, las mangas arremangadas hasta los antebrazos, el cabello oscuro cayendo desordenado sobre la frente, y ese brillo dorado en los ojos que solo aparecía cuando su lobo estaba cerca de la superficie.

No se había percatado de su llegada de inmediato, o quizá sí, y solo esperaba el momento justo para girarse.

Eliza se detuvo en seco, sin poder apartar la vista.

El aire era denso, casi eléctrico; cada gota que caía desde la cascada parecía marcar el pulso entre ellos.

Entonces él levantó la mirada.

Lento. Deliberado.

Y todo pareció detenerse.

El ruido del agua se disipó.

El viento del balcón se contuvo.

Solo quedó el eco del corazón de Eliza, resonando entre sus costillas como si marcara el ritmo de un peligro que no quería nombrar.

—¿Me preguntaba dónde estabas, caperucita? —murmuró Lucian, sin alzar apenas la voz.

Su tono era tranquilo, sí, pero había algo en él… algo contenido, afilado, como el roce de una promesa que podía cortarla si la tocaba.

Eliza sintió un estremecimiento recorrerle la espalda. La forma en que él la observaba —como si midiera cada respiración, cada temblor— la hacía consciente de su propio cuerpo de una manera que no quería reconocer.

Tragó saliva, intentando mantener la compostura.

—El castillo… cambió. Me desorientó —dijo, con voz más firme de lo que se sentía.

Lucian arqueó una ceja, dejando la pluma sobre la mesa.

El leve movimiento bastó para tensar el aire.

—¿El castillo? —repitió, incorporándose lentamente. La penumbra se deslizó por su rostro, acentuando los ángulos duros de su mandíbula—. Hueles a…

No terminó la frase. Su mirada descendió hasta su cuello. Y el músculo de su mandíbula se contrajo.

Eliza retrocedió un paso, instintiva.

—No es lo que piensas.

Lucian avanzó, apenas un paso. Pero bastó.

La manera en que se movía era la de un depredador: elegante, paciente, letal. Cada centímetro que acortaba entre ambos llevaba la promesa silenciosa de algo peligroso.

—No pienso —corrigió, con una calma helada—. Percibo. Y lo que percibo… no me gusta.

Eliza apretó los puños, clavando las uñas en las palmas para no retroceder más.

—Stephan me encontró en los pasillos. Me ayudó.

La sonrisa que se dibujó en los labios de Lucian no tuvo rastro de humor.

Era lenta, oscura, casi indulgente.

—¿Ayudó? —repitió, con una ironía apenas disimulada—. ¿Así llamas ahora a dejarte cubrir por su olor hasta el alma?

Eliza alzó la barbilla, aunque su respiración era un hilo tembloroso.

—No me cubrí de nada —replicó—. Estaba perdida, y el castillo parecía vivo. No había salida. Si no fuera por él, quizá aun seguiría perdida por ahí.

Lucian la observó sin parpadear, los ojos dorados ardiendo como fuego atrapado tras el cristal. Dio un paso hacia ella, y luego otro, lento, deliberado, hasta que la distancia se volvió un fantasma entre ambos.

El aire se espesó.

Olía a madera recién cortada, a piedra húmeda… y a celos que quemaban más que el fuego del infierno.

—No me interesa si el castillo cobró vida o si el cielo se partió en dos —susurró, tan cerca que sus palabras parecían deslizarse por su piel—. Mientras él te tocaba, mientras respirabas su nombre… el vínculo entre ustedes crecía.

Eliza cerró los ojos, tratando de no sucumbir al vértigo de su cercanía. Podía sentir el calor de su cuerpo, el roce de su respiración en su cuello. Cada palabra era un golpe, un reclamo disfrazado de caricia.

—No era mi intención… —alcanzó a decir, casi en un suspiro.

Lucian se inclinó más, la voz grave, ronca, apenas un gruñido contenido.

—Tal vez no la tuya… pero él sí. Él lo ha estado planeando. Desde el primer día que puso un pie en este castillo. Ha querido robarte … arrebatar lo que me pertenece.

Eliza alzó la mirada, con el pulso acelerado.

—No digas eso… no sabes lo que pasó.

Dio un paso más hacia atrás, su espalda chocó contra la pared fría cuando Lucian acortó el último centímetro que quedaba.

Una de sus manos se apoyó junto a su cabeza; la otra se deslizó lentamente por su brazo hasta atraparla por la muñeca.

—Entonces dímelo, Eliza. —Su tono era una orden envuelta en seda—. Quiero escucharlo de tus labios. Todo.

Ella intentó hablar, pero su mente se nublaba. El peso de su presencia la hacía olvidar cómo respirar. Tragó saliva, intentando recuperar el hilo de sus recuerdos.

—No sé cómo… me perdí —empezó, con la voz temblorosa—. Sali del salón venia directo aquí, pero no sé cómo aparecí en una sala obscura con pocas luces, se apagan y se prendían, escuché algo… unas voces. No sé si eran reales o si el castillo me estaba jugando una broma. Había un eco… susurraban mi nombre. Y luego vi una sombra moverse entre las paredes.

Lucian no apartó la mirada. Su pulgar rozó el interior de su muñeca, donde el pulso de Eliza latía con fuerza.

—¿Y él apareció justo entonces? —preguntó con una calma tan falsa que dolía.

—No — dudo un poco, mientras se mordía el labio.

—¿Qué sucedió después? — Pregunto el claramente pensando lo peor, ya que su mano apretaba ligeramente su muñeca.

—Encontré una puerta antigua — dijo con el pulso acelerado y la respiración entre cortada — Traté de abrirla, pero estaba cerrada con llave.

Cerro los ojos tratando de respirar, pero el aroma de Lucian la invadía por completo.

Y después…—admitió ella—. Me encontró cuando intentaba regresar. Me dijo que el castillo tiende a probar a los recién llegados, que podía guiarme.

—¿Y tú confiaste en él? —Su voz era un veneno lento, suave, casi dulce, mientras sus labios daban pequeños y dulces besos en su cuello.

Eliza respiró hondo, la estaba torturando.

—Tenía un poco de miedo. Estaba sola, Lucian. Y había algo… algo detrás de mí.

Él soltó una risa baja, sin alegría, que hizo vibrar cada parte de su cuerpo, mientras sus ojos volvían a los suyos.

—Siempre hay algo detrás de ti, caperucita. —Sus dedos subieron hasta su mandíbula, obligándola a alzar el rostro hacia él—. Pero deberías recordar… que el único que tiene derecho a encontrarte cuando te pierdes soy yo.

La pared fría detrás de su espalda contrastaba con el calor abrasador que emanaba de él.

Eliza sintió su cuerpo traicionarla, el miedo fundirse con un deseo que no quería reconocer.

—Lucian… estás siendo injusto —murmuró, intentando apartar la mirada.

—¿Injusto? —repitió, con una media sonrisa peligrosa—. No. Estoy siendo honesto.

Su frente rozó la de ella, y sus palabras salieron apenas audibles, más oscuras que la noche que los rodeaba.

—Porque si él vuelve a tocarte… juro que lo hare pedazos.

—Pero el Alfa Ma… — La interrumpió de lleno.

—¡No me importa lo que piense ese maldito viejo!

Eliza se quedó inmóvil, atrapada entre la pared y ese Alfa celoso que siempre la descolocaba, ¿la celaba por que sentía algo por ella o solo por el hecho de ser su compañera?

Lucian la sostuvo unos segundos más, como si no confiara en sí mismo para soltarla. El aire que los separaba era una frontera invisible que ninguno parecía dispuesto a cruzar… ni a romper.

Luego, con un gesto tenso, apartó la mano de su rostro. No sin antes rozar con el pulgar la línea de su mandíbula, un toque tan leve que más que calmarla, la incendió.

Retrocedió un paso y caminó hacia el escritorio. La luna seguía bañando el lugar con su luz plateada, reflejándose sobre el cristal donde los documentos aún reposaban, junto a una botella de vino rojo oscuro. El movimiento de su cuerpo era contenido, pero había una violencia domada en cada gesto: la del hombre que lucha contra sus propios demonios.

Lucian tomó la botella sin decir palabra y descorchó el vino con un leve chasquido. El sonido quebró el silencio espeso de la habitación.

Dos copas aparecieron entre sus dedos con la naturalidad de un ritual conocido. Sirvió el líquido, que cayó con un murmullo lento, brillante como sangre bajo la luz lunar.

—Bebe —dijo, tendiéndole una copa sin mirarla todavía.

Eliza lo observó con una mezcla de precaución y curiosidad. Sus manos aún temblaban cuando aceptó el cristal. Las sombras danzaban sobre su piel como si el fuego del vino se reflejara antes de tocar sus labios.

Lucian se apoyó contra el borde del escritorio, copa en mano, observándola desde la penumbra. La rigidez en su cuerpo parecía haberse desplazado hacia algo más tranquilo… pero no menos peligroso.

—¿Estás bien? —preguntó finalmente, en un tono más bajo, más humano, pero con un fondo de algo que seguía ardiendo—. Desde que entraste… no has respirado con calma ni un solo instante.

Eliza bajó la mirada hacia el vino, observando cómo la superficie temblaba con el leve pulso de su mano.

—Estoy bien —mintió, con una sonrisa débil—. Solo fue… demasiado para una noche.

—Demasiado —repitió él, como saboreando la palabra—. Cuéntame. ¿Qué hacías antes de perderte en los pasillos encantados de mi castillo?

Ella dejó escapar una pequeña risa, casi incrédula por la normalidad de su tono. Dio un sorbo, sintiendo el vino cálido descender por su garganta antes de responder:

—Estaba con las chicas. Preparábamos los últimos detalles para la celebración. Las flores, los candelabros encantados… —hizo una pausa—. Todo debía ser perfecto. Pero supongo que me sentí abrumada.

Lucian ladeó la cabeza, observándola con esa mezcla de curiosidad y peligro que siempre la desarmaba.

—¿Abrumada por el trabajo… o por la idea de lo que se celebrará mañana? —preguntó, avanzando lentamente hacia ella otra vez.

Eliza alzó la vista, atrapada por el brillo dorado que ardía en los ojos de Lucian.

—Quizás por ambas cosas —murmuró al fin, y llevó la copa a los labios con una prisa nerviosa. El vino era un incendio líquido que no logró calmar el temblor en sus manos. Dejó el cáliz sobre el escritorio, tratando de recuperar el aire.

Lucian tomó la botella con un movimiento pausado y volvió a llenar su copa. La observó con una atención tan profunda que parecía desnudarle los pensamientos. Luego caminó hacia el balcón, donde la brisa nocturna se colaba entre las cortinas de terciopelo. La luna se reflejaba sobre el mármol, bañando su figura con un resplandor plateado.

—Dime, Eliza… —su voz sonó baja, grave, cargada de una calma engañosa— ¿qué es lo que realmente te abruma? —preguntó, entregándole la copa, rozando sus dedos con descaro al hacerlo.

Ese contacto fugaz fue suficiente para que la respiración de ella se quebrara. Los ojos de Eliza se alzaron, inseguros, chocando con los suyos.

Temía lo que sentía por aquel hombre.

Temía el magnetismo que la arrastraba hacia él, como si su cuerpo lo reconociera incluso cuando su mente gritaba que debía huir. Cada parte de ella deseaba correr… y, al mismo tiempo, quedarse atrapada en su infierno.

¿Podría alguna vez ser libre? ¿Enamorarse como cualquiera, sin cadenas, sin sangre, sin profecías?

¿O estaba destinada a pertenecerle, aunque su alma rogara lo contrario?

—Yo no esperaba que las cosas fueran así… —susurró al fin, dando un paso hacia el balcón. La noche la envolvió en su fragilidad plateada mientras apoyaba las manos en la baranda. El viento le desordenó el cabello, y su voz sonó como un secreto quebrado—. No quería que una diosa… o el destino… decidieran por mí a quién pertenezco.

Lucian se acercó despacio, el roce de sus botas contra el mármol marcando el ritmo de su respiración.

Dejó su copa sobre el suelo de piedra y se situó frente a ella, tan cerca que la distancia parecía un espejismo.

—No entiendo del todo este mundo —continuó ella, mirando la luna con los ojos húmedos—. Y me aterra lo que soy… me aterra esta vida.

Lucian no dijo nada al principio.

Solo la miró, con ese fuego antiguo que parecía surgir de la oscuridad misma.

Entonces, en un solo movimiento, la tomó por las caderas y la atrajo hacia él con fuerza, arrancándole un leve jadeo. Su cuerpo encajó contra el suyo como si el universo hubiera conspirado para que así fuera.

—Para mí es todo lo contrario —murmuró él, su voz rozando su oído, grave, ardiente, cargada de una devoción peligrosa—. Soy el más afortunado entre todos los hombres… porque la Diosa Luna te eligió para mí.

Sus manos seguían aferradas a su cintura, los dedos marcando un reclamo silencioso.

La respiración de Eliza se entrecortó al sentir su cercanía, el calor de su pecho, el pulso contenido bajo la piel.

—¿Y si yo no quiero pertenecerle a nadie? —susurró ella, apenas un hilo de voz.

Lucian sonrió con una lentitud que era más amenaza que ternura.

—Entonces que sea a ti misma… pero aún así, seguirás siendo mía. —Su frente se inclinó hasta rozar la de ella, sus palabras derramándose como un conjuro—. Porque no se puede huir del alma cuando ya está marcada.

El silencio se hizo denso entre ambos.

La luna parecía observarlos, testigo muda de un destino sellado en deseo y peligro.

Eliza no supo si debía empujarlo… o dejarse caer junto a él.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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