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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 149

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Capítulo 149: A un suspiro de tus labios

El murmullo de la noche se fue apagando en el castillo, y las risas suaves del salón principal se mezclaban con el sonido distante de copas y el eco de los últimos pasos sobre el mármol.

Las chicas se encontraban reunidas aún en el salón, donde las velas comenzaban a consumirse lentamente.

—Creo que ya es hora de que vayamos a descansar —dijo Madison, con una sonrisa cansada pero sincera.

—Sí, mañana será un día largo —respondió Ashley, tocándole el brazo con cariño.

Luna asintió, con ese porte sereno que la hacía parecer nacida para llevar corona. Ashley, sin embargo, no se movió de su lado.

—¿Puedo quedarme un poco más? —preguntó, con la mirada brillante de curiosidad—. Solo… quería preguntarte algo.

Luna arqueó una ceja, divertida.

—Por supuesto.

Madison se despidió de ambas con un gesto.

—No te quedes mucho, Ash, por la mañana será muy difícil que despiertes querida.

Ashley soltó una risita.

—Lo sé. Prometo no hablar demasiado.

Madison se dirigió hacia el pasillo principal. A su alrededor, los candelabros flotaban en silencio, derramando una luz dorada que jugaba con las sombras de los tapices.

A lo lejos, la voz de Ashley se escuchaba aún:

—¿Y ser reina… se siente como pensabas? ¿O pesa más de lo que aparenta?

Luna sonrió, con un dejo melancólico.—No hay corona sin heridas, pequeña. Pero también hay poder. Y eso… no se comparte fácilmente.

Madison se perdió en el eco de esas palabras mientras caminaba por el corredor que conducía hacia los jardines laterales. La noche afuera era densa, casi tangible, y el aire olía a tierra húmeda y metal, había querido verlos nuevamente antes de dormir, pero ahora pensaba que había sido un gran error.

Ya que ahí estaba él.

Caleb estaba recargado contra una de las columnas, como si la hubiera estado esperando. La luz de la luna dibujaba sobre él un contorno de plata; su camisa negra abierta en el cuello, el cabello ligeramente desordenado y esa mirada… esa mirada que siempre parecía prometer pecado.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —preguntó Madison, intentando sonar firme, aunque su voz traicionó una leve vacilación.

—Esperarte —respondió él, sin rodeos. Se separó de la columna y dio un paso hacia ella—. Tenemos que hablar.

Madison frunció el ceño, aunque su corazón ya latía más rápido.

—No tenemos nada de que hablar.

Caleb sonrió de medio lado, esa sonrisa peligrosa que siempre la desarmaba.

—¿No? —murmuró, acercándose—. Entonces explícame algo, querida…

Su voz descendió, grave, casi un roce sobre su piel.

—Si realmente no sientes nada por mí, ¿por qué no me has rechazado todavía?

Madison se quedó helada. El aire entre ellos se volvió un espacio vivo, cargado de electricidad.

Intentó hablar, pero él ya había acortado la distancia. Su presencia la envolvía; el aroma a bosque y ceniza la confundía.

La noche respiraba despacio.

Entre las columnas cubiertas de hiedra, el aire olía a tierra húmeda y a luna llena. Las antorchas del jardín lanzaban destellos dorados sobre los rostros de Madison y Caleb, atrapándolos en un silencio que dolía.

—No es tan simple —murmuró ella al fin, apenas un hilo de voz que se quebró antes de llegar al aire.

Caleb inclinó la cabeza, con esa calma peligrosa que parecía preceder a la tormenta. Sus ojos —oscuros, indomables— brillaban como brasas.

—Lo es —replicó con una certeza que heló el aire entre ambos—. Has tenido mil oportunidades. Solo tienes que pronunciar mi nombre y decirlo. Rechazarme.

Su voz descendió un tono, volviéndose más grave, más íntima.

—Pero no lo haces… porque no puedes.

El pulso de Madison se desbocó. Sentía su corazón golpearle las costillas, reclamando un espacio que se encogía cada vez más.

—Tú no sabes nada de lo que siento —susurró, pero su voz carecía de fuerza.

Caleb dio un paso hacia ella, y el espacio entre ambos se evaporó.

—Lo sé todo —dijo, con esa suavidad que dolía—. Lo sé cada vez que me miras y finges que no pasa nada.

Madison retrocedió, pero él la siguió con la precisión de una sombra. Su espalda chocó contra la columna de mármol, el frío recorriéndole la piel como un rastro de agua helada. El calor que emanaba de él la envolvió por completo, robándole el aire.

—¿Por qué lo haces? —preguntó ella, su voz temblando entre el miedo y el deseo que la devoraba—. ¿Por qué no me dejas en paz?

Él la miró como si la pregunta no tuviera sentido alguno.

—Porque tú me estás matando lentamente —respondió con un tono ronco, casi dolido—. Y prefiero morir en tus manos… que seguir viviendo en la distancia.

El silencio se volvió espeso, casi físico. El viento se deslizó entre los arbustos, arrastrando hojas y murmullos.

Madison lo observó, los labios entreabiertos, los ojos confusos.

No lo rechazó.

Y él lo supo.

El roce de sus dedos sobre su mejilla fue apenas un suspiro, un toque tan leve que la piel tembló. El mundo se redujo a ese punto de contacto.

—Dímelo, Madison… —susurró Caleb, su voz una mezcla de súplica y desafío—. ¿De verdad quieres que me aleje?

Ella cerró los ojos. Intentó responder, pero el corazón le latía tan fuerte que las palabras se deshicieron antes de nacer.

Cuando los abrió de nuevo, él estaba allí… a un solo paso de su boca.

Su aliento rozó el de ella. El tiempo se detuvo.

Madison contuvo la respiración, esperando, ansiando el contacto que sabía que la condenaría.

Caleb bajó la mirada a sus labios, y por un segundo, la tentación fue demasiado real. Podía sentir el calor de su cuerpo, el pulso de su deseo vibrando entre ambos.

Pero entonces, él se detuvo.

Sus dedos se deslizaron lentamente desde su mejilla hasta su mandíbula, trazando un camino invisible, y luego… se apartó.

Madison abrió los ojos con un sobresalto.

Caleb la observaba con una calma nueva, casi cruel. Una sombra de sonrisa curvó sus labios.

—A veces, el deseo duele más cuando no se cumple —murmuró, dando un paso atrás—. Recuérdalo.

El aire pareció volver a ella con violencia, como si hubiera estado conteniendo el aliento por siglos.

Caleb se giró sin añadir nada más. Su silueta se perdió entre los arcos del jardín, envuelta por la luz dorada de las antorchas.

Madison se quedó quieta, la espalda aún apoyada en la columna. Su cuerpo ardía. Su mente gritaba.

Llevó una mano a sus labios, temblando.

No la había besado.

Pero lo sentía como si lo hubiera hecho.

Y eso la confundía aún más.

El corazón de Madison seguía golpeando con fuerza, como si quisiera escaparle del pecho. Sentía aún el eco de la voz de Caleb, grave, resonando en sus oídos.

Su cuerpo estaba ardiendo. No sabía si por la vergüenza o por la necesidad que no había querido reconocer.

El aire del pasillo era frío, pero no lo suficiente para calmarla.

Caminó con paso rápido, intentando recomponerse antes de llegar a las habitaciones. Cada sombra que cruzaba parecía observarla, como si el castillo supiera lo que acababa de ocurrir. Lo que no había ocurrido… pero casi.

Solo esperaba que Adrian no notara nada. Los sentidos de un lobo eran demasiado agudos. El más leve cambio en el pulso, en el olor, en la respiración… bastaba para revelar secretos.

Su respiración era un temblor.

Contrólate, Madison.

Atravesó el corredor principal, donde las antorchas mágicas brillaban con una luz azulada que imitaba la luna. Las paredes estaban decoradas con tapices antiguos que mostraban escenas de cazas lunares y reinos olvidados. El suelo de mármol reflejaba su paso apresurado.

Cuando finalmente abrió la puerta de su habitación, la encontró vacía.

Exhaló aliviada.

La habitación de Madison era amplia, pero no ostentosa. Los muros estaban cubiertos por un papel color crema con reflejos dorados. En el centro, una cama de dosel con cortinas de lino blanco se alzaba como un refugio, con almohadas bordadas y una colcha tejida a mano.

A un costado, un pequeño tocador con espejos antiguos y frascos de perfumes reposaba junto a una lámpara de cristal en forma de luna creciente.

El rincón que más amaba era el balcón.

Allí, el viento soplaba con aroma a bosque y lluvia. Desde esa altura podía verse el mar de árboles que rodeaba el castillo, un tapiz oscuro salpicado por luces de luciérnagas. El cielo nocturno era un cuadro infinito de estrellas, tan nítidas que parecían vivas. Los llamados “bosques encantados” se extendían más allá, cubiertos de neblina plateada, como si escondieran secretos que respiraban en la oscuridad.

Madison se apoyó en el barandal, intentando calmarse, pero el aire no ayudaba.

Aún sentía el roce imaginario de los dedos de Caleb sobre su mejilla, el calor que su cuerpo había dejado grabado en el suyo.

Cerró los ojos. El recuerdo la quemó.

“A veces el deseo duele más cuando no se cumple”…

Sus palabras la atravesaron otra vez, dejándole sin defensa.

Sacudió la cabeza. No podía permitir que Adrian lo notara. No podía olerlo en su piel.

Caminó hasta el baño, donde la tina de mármol esperaba cubierta por un velo de vapor. Giró la llave. El agua caliente comenzó a caer, llenando la estancia con un murmullo suave y el aroma a lavanda encantada.

Dejó caer el vestido con un suspiro y se sumergió lentamente. El calor le envolvió la piel como una caricia redentora.

El agua la tranquilizó, pero también la enfrentó a lo que no quería admitir. Cerró los ojos, hundiendo el rostro entre las rodillas.

Era una loba marcada, prometida. Adrian era su compañero, su destino bendecido por la Luna.

Y aun así… cuando Caleb la miraba, todo lo sagrado se volvía ceniza.

Se hundió un poco más, dejando que el agua apagara cualquier vestigio de su aroma, de su miedo, de su culpa.

Cuando emergió, el vapor empañaba los espejos y la noche afuera seguía vibrando.

El eco del castillo volvió a sentirse.

Un murmullo bajo, casi imperceptible.

Como si las paredes respiraran su secreto.

Y en la distancia, muy lejos, un aullido solitario rompió el silencio.

Madison cerró los ojos.

Sabía quién era.

Y el simple sonido hizo que su corazón volviera a desbocarse.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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