Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 150
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Capítulo 150: Marcada en Silencio
Cerró los ojos, intentando respirar con calma, pero solo consiguió escuchar de nuevo la voz de Caleb, grave, intensa, tan cerca que casi parecía un eco dentro de ella:
“Dímelo, Madison… ¿De verdad quieres que me aleje?”
Y aunque había guardado silencio… sabía que su corazón no lo había hecho.
El agua caliente había sido su refugio, su intento de borrar la huella invisible que Caleb había dejado sobre su piel. Pero ni el vapor, ni el jabón, ni el tiempo bastaban. El recuerdo del roce de su voz seguía adherido a su garganta, quemando despacio, como un secreto prohibido.
El vapor aún danzaba en el aire cuando Madison salió del baño. La toalla blanca se pegaba a su cuerpo húmedo, resbalando apenas sobre su hombro. Frente al espejo, se observó con una mezcla de culpa y desconcierto: su reflejo parecía el de otra persona, una que acababa de cruzar una línea sin haberla tocado.
Abrió su maleta, buscando algo sencillo, pero entre los pocos conjuntos que había traído solo encontró una pijama corta de satén color marfil, con tirantes finos y encaje delicado. Suspiró resignada. Era una prenda ligera, demasiado insinuante para una noche en la que solo deseaba desaparecer bajo las sábanas.
Se la colocó con manos temblorosas, intentando convencerse de que era solo ropa, nada más.
El silencio del castillo la envolvía. A lo lejos, se escuchaban las campanas nocturnas marcando la hora. Afuera, el viento arrastraba el perfume de los bosques encantados, mezclado con el rumor de las hojas que parecían susurrar secretos antiguos.
Madison se sentó al borde de la cama, frotándose las sienes. Su corazón aún latía con violencia.
Que no lo note. Por favor, que no lo note.
Entonces lo sintió antes de oírlo: ese cambio casi imperceptible en el aire, el leve temblor del suelo, el pulso distinto que solo Adrián traía consigo. Su presencia tenía peso, una fuerza que parecía reclamar el espacio incluso antes de cruzar el umbral.
El sonido del picaporte la hizo girar. No tuvo tiempo de moverse cuando la puerta se abrió, dejando entrar la figura alta de Adrián.
Su uniforme negro contrastaba con la palidez del mármol, y el brillo de la humedad en su cabello revelaba que acababa de volver del exterior. Llevaba consigo el aroma de la lluvia, la madera y la noche.
Por un segundo, Madison se quedó inmóvil, atrapada entre el miedo y el alivio.
—No sabía que ya estabas aquí —dijo, esforzándose por mantener el tono casual mientras se ajustaba los tirantes de la pijama.
Cerró la puerta con un movimiento lento, sin apartar la mirada de ella.
—Terminé antes de lo previsto —respondió con voz grave, caminando hacia el interior de la habitación—. Stephan me pidió revisar algunos acuerdos, pero… —su mirada se suavizó apenas— necesitaba verte.
La respiración de Madison vaciló.
El contraste entre el frío del aire nocturno que él traía consigo y el calor que aún quedaba en su piel la desorientó. Todo dentro de ella gritaba que debía mantener la distancia… pero la parte más traidora, la que aún sentía el eco del jardín, solo podía pensar en cómo ambos hombres lograban perturbarla de maneras opuestas y devastadoras.
El corazón de Madison se apretó.
—Pensé que estarías con los demás.
—No puedo concentrarme si no sé qué estás bien.
Sus palabras deberían haberla tranquilizado, pero el tono —ese filo de posesividad apenas disimulado— la hizo contener la respiración. Adrián se acercó despacio, con el andar de un depredador que mide cada paso, hasta quedar frente a ella. La luz plateada del balcón se reflejaba en sus ojos, haciéndolos parecer más fríos, casi sobrenaturales.
—Tu pulso está acelerado —murmuró, inclinando la cabeza. Su voz tenía esa cadencia baja que siempre la desarmaba—. ¿Pasó algo?
Madison se obligó a sonreír, pero sabía que él lo notaría. Los lobos percibían más de lo que uno podía ocultar.
—Solo el viaje… y este castillo. Tiene una energía… extraña.
Adrián la miró por unos segundos más, como si intentara leer lo que no decía. Luego su mano se alzó, rozándole la mejilla con los dedos. El contacto fue breve, pero bastó para que todo su cuerpo reaccionara.
—Estás temblando.
—Es solo el frío —mintió ella, retrocediendo un paso.
Él la siguió, sin apresurarse, acorralándola sin esfuerzo entre su cuerpo y la barandilla del balcón. El aire parecía espesarse entre ellos.
—Podría calentarte —susurró, con una media sonrisa que era más peligrosa que dulce.
Madison cerró los ojos, su respiración volviéndose irregular. Lo deseaba, y eso era precisamente lo que la asustaba. Caleb aún ardía en su mente, como un secreto que no sabía enterrar.
—Adrian… —su voz fue apenas un hilo quebrado—. Esta noche no.
Él se detuvo, desconcertado. En su mirada se apagó lentamente el brillo del deseo, reemplazado por una sombra de duda.
—¿Te hice algo?
—No. Solo… necesito descansar. El viaje, los preparativos, todo esto… —se aferró a las palabras como si pudieran protegerla.
Adrián guardó silencio unos segundos. La observó con esa calma tensa que siempre la desarmaba, como si tratara de leer más allá de su piel. Luego asintió despacio, sin del todo convencerse.
—Está bien —dijo finalmente, su voz más baja—. Pero prométeme que no estás ocultándome nada.
Madison sintió que el aire se volvía más pesado.
—No te oculto nada —mintió con una serenidad que le dolió mantener.
Él la miró unos segundos más, antes de inclinarse hacia ella. El beso que dejó en su frente fue breve, casi casto, pero su aliento cálido la envolvió como un recuerdo que no se iría fácilmente.
—Descansa, entonces —murmuró, apartándose con lentitud—. Mañana será un día largo.
La puerta se cerró tras él, y el silencio se instaló como una sombra espesa.
Madison permaneció quieta unos segundos, sintiendo aún la huella de sus labios en la piel. Su pecho subía y bajaba con fuerza, traicionando la calma que intentaba sostener. Cuando por fin se movió, lo hizo despacio, como si cada paso la acercara más a un abismo invisible.
Cruzó la habitación en penumbra hasta el balcón. El aire nocturno la golpeó con un frío húmedo que le despejó los pensamientos, aunque no el corazón. Se apoyó sobre la barandilla de hierro forjado y cerró los ojos.
Allá afuera, el bosque encantado se extendía bajo un cielo cubierto de estrellas, vasto y silencioso. Las copas de los árboles se mecían suavemente, susurros antiguos que el viento arrastraba hasta ella.
Su mente era un caos. Caleb y Adrian se entrelazaban en ella como dos fuerzas opuestas: fuego y deber, instinto y promesa. Uno la consumía; el otro la sostenía. Y sin embargo, en ese momento, lo único que sentía era un vacío que no sabía nombrar.
El frío la envolvió.
El castillo, en su silencio, parecía observarla.
Y entre el murmullo del viento, por un instante, creyó escucharlo otra vez…
Su nombre, pronunciado con la voz que trataba de olvidar.
“Madison…”
El susurro se disolvió entre las sombras.
Pero ella supo que no era un sueño.
—¿Qué me estás haciendo, Caleb? —susurró apenas, como si él pudiera oírla desde la distancia.
El viento golpeó su rostro y se estremeció, camino lentamente hacia la habitación y cerro la puerta de cristal del balcón, camino hacia la mullida cama que compartía con Adrián, mientras Caleb se encontraba en sus pensamientos. Eso la hacia sentir una mujer sucia y desalmada.
Madison se envolvió en una manta y se dejó caer sobre la cama. El perfume de las flores nocturnas que subía desde los jardines se mezclaba con el olor a piedra y madera húmeda. Era sofocante, pero también hipnótico.
Cerró los ojos, intentando calmar la marea que crecía dentro de ella.
Pensó en Adrián, en su preocupación genuina, en su promesa de protegerla. Debería sentirse segura, agradecida… pero en cambio, lo único que sentía era culpa.
Culpa por desear a alguien más.
Por arder por alguien que no debía siquiera mirar.
La luna filtraba su luz pálida por las cortinas, bañando su piel en un resplandor plateado.
Sus pensamientos se enredaron, sus párpados se volvieron pesados.
El cansancio la venció, pero su mente no encontró descanso.
Cayó lentamente en un sueño espeso, donde los límites entre la realidad y el recuerdo se disolvían.
Y allí estaba él.
El beta de la manada Sangre de Hierro.
De pie frente a ella, con la misma mirada que había intentado olvidar y que, en el fondo, sabía que nunca lo haría.
Su cuerpo se tensó incluso en sueños.
Porque sabía —aunque no quería admitirlo— que Caleb era la razón por la que le había dicho a Adrián esta noche no.
***
Madison se encontró caminando entre los jardines del castillo, pero ya no eran los mismos. Las flores flotaban suspendidas en el aire, marchitas y resplandecientes a la vez; la luna, inmensa, bañaba todo con una luz roja, líquida, como sangre en reposo.
El aire olía a tormenta.
Y a él.
Caleb emergió de entre la bruma, con el mismo porte salvaje que la había perseguido incluso despierta. Su sombra se movía con la del viento, y sus ojos, de un tono dorado profundo, la sujetaron sin esfuerzo.
—Intentaste olvidarme —dijo, su voz baja, como si hablara directamente dentro de su pecho—. Pero hasta tus sueños me pertenecen.
Madison dio un paso atrás, pero el suelo parecía vivo, respirando bajo sus pies.
—Esto no es real —susurró, temblando.
Él avanzó un paso, luego otro. La distancia entre ellos se desvaneció como humo. Su mano se alzó y, sin tocarla, el aire a su alrededor se volvió caliente, cargado.
—¿No lo sientes? —preguntó con una calma peligrosa—. El vínculo que estás negando… el que él no podrá darte.
El corazón de Madison golpeaba con fuerza.
Quería moverse, quería huir, pero su cuerpo no le respondía. Cada palabra de Caleb la atraía, como un eco que la reconocía desde antes de existir.
—No quiero esto —logró decir, aunque su voz sonó más frágil que firme.
Caleb sonrió, y el gesto fue una mezcla de ternura y poder.
—Entonces despiértate. —Su tono descendió hasta ser un susurro sobre su oído—. Pero no lo harás, porque parte de ti ya eligió.
El entorno se deformó, la luz tembló. Y cuando él se inclinó apenas hacia ella, el mundo se detuvo. No hubo contacto, solo la inminencia, el instante suspendido donde el deseo se volvía castigo.
Madison abrió los ojos con un sobresalto.
El amanecer apenas clareaba por las cortinas. Estaba jadeando, con el corazón desbocado y las manos frías.
La habitación olía a lluvia, aunque las ventanas seguían cerradas.
Llevó una mano a su pecho.
Caleb no estaba allí.
Pero su voz aún resonaba en su mente.
“Parte de ti ya eligió.”
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