Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 151
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Capítulo 151: Runas prohibidas
La habitación de Luna estaba envuelta en una calma suave, iluminada apenas por la luz de la luna que se filtraba entre los cortinajes color marfil. El fuego en la chimenea crepitaba despacio, proyectando reflejos dorados sobre los muros de piedra tallada. Afuera, la noche se extendía silenciosa, apenas interrumpida por el murmullo del viento entre los jardines del castillo.
Luna estaba recostada sobre el diván junto a la ventana, con un libro abierto sobre el regazo y los dedos jugueteando distraídos sobre la página. No leía. Su mente estaba lejos, repasando cada mirada, cada gesto, cada silencio que había notado en los últimos días.
Su otra mano reposaba sobre su vientre, donde la curva sutil comenzaba a hacerse visible. Acariciaba despacio, como si ese contacto la anclara a la realidad.
Damián entró sin hacer ruido, el paso seguro pero relajado. Llevaba aún la chaqueta del entrenamiento, el olor a tierra y a madera mezclándose con el perfume masculino que siempre la envolvía. Al verla tan ensimismada, sonrió apenas y se acercó.
—¿Otra noche sin dormir? —preguntó con esa voz baja y grave que siempre parecía un susurro en la oscuridad.
Luna levantó la vista, la sonrisa cansada pero dulce.
—No podía. Mi mente no me deja en paz últimamente.
Damián se sentó a su lado, acomodando un mechón rebelde detrás de su oreja antes de besarle la frente.
—¿Es por odiosos hermanos de la sombra?
—No es eso —murmuró ella, bajando la mirada—. Es… Caleb.
Para Damián fue una total sorpresa; sabia que su Beta había sugerido en el pasado casarse con su hermana, pero jamás hubo algún tipo de enlace para preocuparse por el o por algún sentimiento mas profundo.
—¿Qué pasa con él?
Luna suspiró.
—Lo he visto distinto. No sabría decir si más tranquilo o más inquieto… pero hay algo en su mirada, algo que no había antes. —Sus dedos continuaron el suave vaivén sobre su vientre—. Creo que ha encontrado algo… o a alguien.
Damián entrecerró los ojos, recostándose hacia atrás.
—¿Una compañera?
—Eso creo —admitió ella con una mezcla de curiosidad y preocupación—. Lo noté durante la comida, cuando sus ojos se cruzaron con los de esa chica. Madison.
Damián asintió lentamente, recordando.
—Sí. La amiga de tu hermana. La humana.
Luna lo miró con una mezcla de preocupación y certeza, los dedos aún descansando sobre su vientre, como si ese gesto la mantuviera firme en medio de las sombras de sus pensamientos.
—Exactamente —repitió con voz baja, casi un suspiro—. No lo digo por prejuicio, pero… hasta donde sé, Madison es la compañera elegida de Adrián, el Beta de Stephan. Si estoy en lo cierto, podría ser muy peligroso.
Damián arqueó una ceja, observándola mientras la luz del fuego perfilaba los ángulos de su rostro.
—¿Peligroso? —repitió, con un dejo de ironía—. Dudo mucho que Caleb esté pasando por algo así y no me lo haya dicho.
Una sonrisa breve, casi divertida, cruzó su rostro antes de desvanecerse.
—Pero si eso te hace sentir más tranquila, hablaré con él.
Luna dejó escapar una pequeña risa, suave y cargada de cariño.
—Por eso me casé contigo —susurró, con una ternura que lo desarmó—. Siempre encuentras una forma de calmar mis tormentas.
Damián entrelazó sus dedos con los de ella, observándolos como si ese gesto pudiera anclarla a su lado para siempre.
—No eres la única que se preocupa, Luna. Caleb es como un hermano para mí. Pero a veces los jóvenes necesitan perderse un poco antes de entender lo que realmente quieren.
Ella asintió, aunque la preocupación seguía rondando en su mirada.
—Aun así… temo por él. Por lo que podría costarle. —Sus labios temblaron ligeramente al pronunciar las siguientes palabras—. Y por Eliza.
Damián frunció el ceño, más atento ahora.
—¿Eliza?
—La he visto… distinta —confesó Luna, su voz volviéndose un hilo suave y quebradizo—. Como si cargara algo que no quiere compartir. Su mirada está más fría, más perdida. No sé si es miedo, enojo o… algo más.
Damián se incorporó un poco, apoyando un codo sobre el respaldo del diván.
—¿Hablaste con ella?
Luna negó despacio.
—No aún. No ha querido quedarse sola conmigo desde que llegó. Siento como si se estuviera escondiendo… como si temiera que la mirara demasiado y descubriera algo.
El silencio se extendió entre ellos, roto solo por el crepitar de la chimenea. Damian la observó con una ternura que contrastaba con la fuerza que emanaba de su presencia. Luego, sin decir nada, deslizó su mano sobre la de ella, justo encima del pequeño abultamiento bajo la tela.
—Primero preocúpate por ustedes —susurró, la voz baja, grave, tan protectora como una promesa ancestral—. Por ti… y por nuestro hijo.
Luna alzó la mirada hacia él. Sus ojos, grandes y claros, brillaban con una mezcla de amor, miedo y esa sensibilidad que solo ella poseía.
—No puedo evitarlo —admitió, con un temblor en los labios—. Son mi familia. Si algo les ocurre…
Damián la interrumpió antes de que la angustia terminara de quebrar su voz. Se inclinó y la besó, despacio al principio, con ternura, hasta que el beso se volvió profundo, sellando las palabras no dichas entre ambos. Era un juramento silencioso, tan intenso que el aire pareció detenerse.
—Nada les ocurrirá mientras yo respire —murmuró contra sus labios, su aliento tibio rozándole la piel—. Te lo juro, Luna.
Ella asintió, dejando que el calor de su toque disipara, aunque solo un poco, la sombra que se cernía sobre sus pensamientos. Acarició su mejilla con los dedos y sonrió débilmente.
—Hablaré con mi hermana —dijo con resolución, la mirada fija en las llamas—. Antes de que las sombras terminen de envolverla.
Damián no respondió de inmediato. Solo la miró, sabiendo que en esa decisión había algo más que preocupación fraterna: había presagio. Y en el silencio que siguió, el fuego crepitó una vez más, como si la luna misma escuchara lo que estaba por venir.
Damián se inclinó un poco hacia ella, observando cómo el cansancio empezaba a dibujar sombras bajo sus ojos. La conversación, las dudas y las emociones parecían haberle robado el aliento.
—Ven aquí —murmuró con voz baja, más una orden afectuosa que una petición.
Luna intentó ponerse de pie, pero Damián la detuvo suavemente, pasándole un brazo por detrás de las rodillas y otro por la espalda. Ella soltó una pequeña risa, sorprendida, mientras él la levantaba con una facilidad que solo los alfas poseían.
—Puedo caminar sola, ¿sabes? —susurró ella, apoyando la frente en su hombro.
—Lo sé —respondió él con una media sonrisa, cruzando la habitación en silencio—. Pero me gusta cargar contigo. Es una costumbre que no pienso perder.
El dormitorio estaba envuelto en un resplandor dorado que provenía del fuego. Las cortinas, gruesas y de un tono carmesí profundo, se mecían con el viento que entraba por la ventana apenas entreabierta. Damián la depositó con cuidado sobre la cama, apartando las cobijas para acomodarla dentro de ellas. Luna suspiró, relajándose al sentir la suavidad del lino y el calor que aún quedaba en su piel tras el contacto con él.
—Solo descansaré un momento —dijo ella, ya con la voz adormecida—. Prométeme que dormirás pronto también.
Damián le acarició el cabello, acomodando un mechón rebelde detrás de su oreja.—Prometo intentarlo —respondió con ese tono que ella conocía bien: el de quien jamás dejaría algo sin revisar si sospechaba peligro.
Luna cerró los ojos, y él se quedó mirándola un instante más, hasta que su respiración se volvió lenta y uniforme.
Entonces se levantó, cruzando la habitación hacia su escritorio. La mesa, de madera oscura y reluciente, estaba cubierta de documentos, sellos y pergaminos recientes, algunos aún con las marcas de cera intactas. Tomó una lámpara pequeña y la acercó, dejando que la luz bañara las hojas con un resplandor ámbar.
Entre los papeles había informes del regreso de Stephan, registros de territorio y, al fondo, un paquete cerrado con el emblema de la Manada Obsidiana. Damián frunció el ceño. No recordaba haber recibido nada de ellos últimamente.
Rasgó el sello con cuidado y desplegó el contenido. La caligrafía era firme, precisa, pero lo que decía lo hizo tensar los hombros.
“Cambios detectados en los límites del bosque del norte. Se registro presencia de magia antigua y runas prohibidas. Se recomienda cautela.”
El fuego de la chimenea crepitó más fuerte, como si respondiera al peso de esas palabras. Damián apoyó los codos sobre el escritorio, entrelazando las manos frente a su rostro. Su mirada se endureció.
—Runas prohibidas —repitió en voz baja—. ¿Qué demonios significa eso?
El silencio del castillo le respondió con un eco distante. Afuera, el viento se coló entre las ramas, y por un instante creyó escuchar un susurro… algo que no provenía del bosque ni de los hombres.
Sus ojos se desviaron hacia la cama, donde Luna dormía tranquila, ajena al torbellino que se avecinaba.
Damián dobló el documento con cuidado y lo guardó en el cajón inferior del escritorio.
—No esta noche —murmuró para sí—. Pero pronto sabré lo que están ocultando.
La llama de la lámpara parpadeó, proyectando su sombra sobre las paredes. Y por un instante, alzando la vista, Damián juró ver algo moverse en el reflejo del espejo antiguo del despacho… algo que no pertenecía a este mundo.
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