Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 154
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Capítulo 154: El beso que encendió la furia
El gran comedor había perdido su aire solemne.
Aquella noche se había convertido en un santuario de luces suaves y murmullos.
Las antorchas permanecían apagadas, y en su lugar, cientos de velas flotaban en el aire como luciérnagas cautivas, derramando destellos dorados sobre los muros de piedra. Las sombras danzaban al ritmo del fuego, proyectando figuras que parecían vivas.
La enorme mesa central había sido reemplazada por una de madera oscura, más corta, más íntima. Encima, descansaban guirnaldas de flores invernales entrelazadas con ramas plateadas, y copas de cristal tallado que reflejaban la luz como fragmentos de luna. El aire olía a vino especiado, carne asada y madera ardiendo en la chimenea. A hogar. A tregua.
Luna, con su vientre redondo y perfecto, se hallaba reclinada en un sillón bajo rodeado de cojines. Su piel tenía ese resplandor etéreo que solo poseen las mujeres bendecidas por la Diosa Luna. Llevaba un vestido de gasa perla, con bordes dorados que se movían con la brisa y acentuaban su serenidad. Su risa, cálida y tranquila, llenaba el salón, apaciguando incluso a los lobos más inquietos.
Frente a ella, Caleb le ofrecía una copa sin apartar del todo la vista de cierto rincón del salón.
—No digo que esté en contra —murmuró Luna, con una sonrisa cómplice mientras jugaba con un mechón suelto de su cabello—. Pero ten cuidado, Caleb. No me gustaría que una noche pacífica termine con corazones rotos.
—¿Corazones rotos? —repitió él con tono burlón, ladeando la sonrisa—. Solo estoy disfrutando la noche.
Su mirada se desplazó con precisión calculada.
Hasta Madison.
Ella reía suavemente junto a Adrián, sentados en uno de los sillones más apartados, pero en cuanto sintió el peso de esa mirada, su cuerpo se tensó. Vestía un atuendo color lavanda, vaporoso y elegante, con tirantes finos que rozaban sus hombros desnudos. La tela se ajustaba en la cintura y caía con delicadeza, como una neblina sobre su piel. Su perfume, una mezcla de lirio y vainilla, parecía colarse entre los murmullos.
Adrián le decía algo al oído, pero Madison apenas lo escuchaba.
El pulso le tembló. No necesitaba mirar para saber que Caleb la seguía observando, que sus ojos la desnudaban con la misma calma peligrosa con la que un depredador estudia a su presa.
Luna, desde su asiento, dejó escapar un suspiro casi imperceptible. Conocía esa tensión.
La había sentido antes… la mezcla de deseo reprimido, orgullo herido y ese peligroso temblor que antecede al caos. Su mirada, cansada pero curiosa, se desvió hacia la otra pareja que ocupaba su atención: Ashley y Thiago.
Ella era encantadora —demasiado joven aún para portar el título de Luna, pero llena de una luz que contagiaba—.
Thiago, con su porte dominante y esa sonrisa que ocultaba un filo peligroso, la observaba como si quisiera devorarla entera. Ambos ocupaban un rincón apartado, riendo entre sí, brindando con copas de vino. Parecían solos en su propio mundo, ajenos a todo lo demás. La calidez del fuego bañaba sus rostros, y por un momento, incluso la sangre de los lobos pareció calmarse.
—¿Puedo decir que esta es la primera vez que los veo tranquilos? —bromeó Caleb, alzando su copa hacia Damián, que se mantenía de pie junto al fuego, con la autoridad que solo un Alfa verdadero podía irradiar.
—Tranquilos no —respondió Damián con una sonrisa apenas perceptible, la sombra de un gesto—. Solo lo bastante sobrios para no discutir.
Las risas resonaron por el salón. El sonido fue cálido, casi humano.
Por un instante, el peso de las guerras, las marcas y los juramentos pareció desvanecerse.
Hasta que ella entró.
Eliza.
Su sola presencia bastó para romper el equilibrio.
Llevaba un vestido etéreo, casi irreal. De gasa blanca con reflejos azul cielo, ceñido a la cintura con un lazo plateado que resaltaba su silueta. La tela caía sobre su piel como una caricia de neblina, ligera y cambiante, atrapando la luz de las velas con cada movimiento. Cada paso que daba parecía un suspiro del cielo descendiendo a la tierra. Su cabello, suelto y brillante, caía en ondas doradas adornadas con una delgada tiara de cristales que destellaban como fragmentos de luna.
Había algo divino en ella. Y, sin embargo, algo demasiado humano en la forma en que el aire a su alrededor parecía volverse tenso.
Lucian estaba junto a ella. Inmóvil. La mandíbula apretada, los ojos ardiendo con una furia que no se molestaba en ocultar.
No era celos lo que lo consumía, era algo más oscuro. Algo que olía a desafío.
Horas antes…
—¿De quién es ese vestido? —preguntó Lucian con voz baja, pero cargada de amenaza.
Eliza, frente al espejo, apenas giró el rostro.
—¿Importa?
—Te hice una pregunta.
—Y ya te respondí —replicó ella, alzando la barbilla con una calma que era puro veneno—. No importa.
Lucian se movió tan rápido que el aire entre ambos se quebró como cristal bajo tensión. Su reflejo apareció detrás de ella en el espejo: alto, peligroso, con la furia latiendo bajo su piel como una bestia que luchaba por salir.
Su mirada descendió hacia la cinta plateada que ceñía la cintura de Eliza, ese detalle maldito que ahora parecía una afrenta.
—Huele a otro —gruñó, la voz baja, ronca, vibrante de amenaza—. Y sabes perfectamente a cuál me refiero.
Eliza sostuvo su mirada en el espejo, sin apartarse.
—Stephan —dijo con un hilo de voz que se quebró entre desafío y culpa—. Lo envió con una nota… y antes de que intentes arrancármela, sí, la leí.
Lucian exhaló con violencia, un sonido breve y peligroso. La tomó de los hombros, girándola para enfrentarla, y sus ojos —negros, ardientes— buscaron los suyos con un hambre apenas contenida.
—¿Qué decía?
Eliza no respondió de inmediato. Dio un paso atrás, tomó la nota del peinador y se la tendió.
Lucian la arrancó de su mano con brutalidad. Sus ojos corrieron por las líneas con la rapidez de un golpe, y su rostro se encendió con una furia tan pura que el aire mismo pareció tensarse.
“A la primera que me perteneció por derecho y por destino. Para que recuerdes que incluso la luna a veces se equivoca.”
El silencio cayó como una maldición.
Lucian arrugó la nota en su puño, los nudillos blancos, el pulso latiendo en su cuello. Su respiración era un rugido contenido, tan cerca del cuello de Eliza que ella sintió su calor y el roce apenas perceptible de sus colmillos contra su piel.
—Y aun así te lo pusiste… —susurró, con una mezcla de furia y deseo.
—Porque es hermoso —respondió ella, mordiéndose el labio inferior, mirándolo con una inocencia que sabía perfectamente falsa.
Lucian soltó un gruñido bajo y la tomó de la muñeca, con la fuerza suficiente para que su cuerpo quedara atrapado entre el suyo y el tocador. La madera crujió bajo el peso de ambos.
El toque era ardiente, posesivo, pero en él había algo más que rabia. Era deseo contenido, una necesidad casi animal que amenazaba con devorarlos a los dos.
—No juegues conmigo, Eliza —murmuró contra su oído, su aliento rozándole la piel—. Sabes lo que mi hermano quiere. No es amor lo que busca… es poder. Te reclama porque una vez fuiste suya. Y hay una diferencia entre reclamar y amar.
Eliza levantó la barbilla, desafiándolo, aunque su respiración ya estaba descompasada.
—¿Y tú, Lucian? —susurró, mirándolo directamente a los ojos—. ¿Tú qué haces? ¿Amarme… o reclamarme también?
Lucian apretó la mandíbula. La soltó de golpe, pero solo para acorralarla con su cuerpo, sus manos apoyadas a cada lado del tocador. Su mirada la devoraba.
—Yo te destruiría si fuera necesario… —dijo, rozando con los dientes el borde de su cuello, apenas una amenaza disfrazada de caricia— …antes de dejar que otro hombre te toque.
Sus colmillos arañaron la piel de Eliza, sin perforarla, solo marcándola.
Ella cerró los ojos y exhaló temblando, con una mezcla de miedo y deseo que la quebró por dentro.
Él se separó con un movimiento brusco, dejando el aire cargado, denso, eléctrico.
Y así fue como llegaron a la celebración: él, una tormenta contenida; ella, la chispa que lo mantenía ardiendo.
Las risas resonaban alrededor del salón, pero para Lucian, todo se reducía a ella.
A la cinta plateada que aún rodeaba su cuerpo.
Al perfume ajeno que todavía podía oler en su piel.
Y al deseo maldito que lo mantenía al borde del colapso.
El aire se había vuelto demasiado denso, cargado con algo que solo los instintos más salvajes podían percibir. Lucian seguía de pie junto a Eliza, con la mandíbula tensa, los dedos crispados alrededor de su copa. No había probado ni una gota.
La cinta plateada seguía brillando en la curva de su cintura, como una provocación que le ardía en los ojos.
Entonces, la voz que menos deseaba oír rompió la calma.
—Vaya… me siento halagado con este hermoso detalle.
El sonido de la copa de Lucian al posarse sobre la mesa fue seco, peligroso. Stephan avanzó entre los invitados con esa elegancia arrogante que lo hacía imposible de ignorar. Su sonrisa era un arma, y sus ojos, dos llamas azules que se fijaron directamente en Eliza.
El murmullo de la sala se apagó. Incluso la música pareció vacilar.
Stephan no pidió permiso. Tomó la muñeca de Eliza con una reverencia tan teatral que resultaba insultante, y la hizo girar suavemente entre sus dedos.
El vestido flotó a su alrededor como neblina celestial.
—Perfecta —susurró, lo bastante alto para que todos lo oyeran—. Justo como la recordaba.
Lucian se movió un paso adelante, el instinto rugiendo bajo su piel. Su poder se filtró en el aire, invisible pero palpable, una advertencia.
Stephan, en cambio, solo sonrió con descaro y, sin soltarla, la rodeó por la cintura, atrayéndola contra él con una naturalidad devastadora.
—Stephan, basta… —murmuró Eliza, el color subiendo a sus mejillas, mientras trataba de empujarlo sin éxito.
—¿Basta? —repitió él, inclinándose hasta rozarle el oído con los labios—. No digas eso, amor. No delante de quien quiere fingir que no existo.
Y sin más, la besó.
Frente a todos.
Frente a su Alfa
Frente a sus amigos.
Frente a su hermano.
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