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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 156

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Capítulo 156: El juicio del Alfa

El silencio que siguió fue casi insoportable.

El rugido de Lucian aún parecía suspendido en el aire, vibrando entre los candelabros suspendidos y las copas que tintineaban por inercia. El fuego de las antorchas chispeaba débilmente, proyectando sombras titubeantes sobre los rostros tensos de todos los presentes. Era como si el propio salón contuviera la respiración, temeroso de lo que estaba por venir.

Damián dio un paso al frente.

Su sola presencia bastó para quebrar el frágil equilibrio del ambiente. No necesitó alzar la voz; el peso de su autoridad, la densidad de su furia contenida se sintió como un golpe en el pecho de todos los que lo observaban. Sus ojos —de un tono azul que normalmente irradiaba calidez— ahora eran acero fundido. La ira y la incredulidad se entrelazaban en ellos, haciendo temblar incluso a los más fuertes.

El silencio se espesó cuando habló, su voz grave, firme, modulada con el control de un Alfa que contenía un volcán bajo la piel.

—Ustedes

Dijo señalando cada uno, su voz llego como una piedra al fondo de un lago. Su mirada se detuvo en los hermanos, afilada, acusadora, antes de girarse hacia Eliza.

—Y tú… Eliza.

El sonido de su nombre fue un cuchillo que cortó el aire. No lo pronunció con ternura ni con reproche, sino con el peso helado de una sentencia. Eliza sintió un escalofrío recorrerle la espalda, como si su hermano le hubiera arrebatado el aire con una sola palabra.

Madison ahogó un grito contra el pecho de Adrián, sus dedos temblando al aferrarse a su brazo. Ashley, en cambio, soltó un jadeo involuntario que Thiago intentó contener con un suave roce en su hombro, pero el daño ya estaba hecho: todos estaban al borde. Nadie entendía del todo lo que acababa de revelarse, pero las miradas entre los hermanos lo decían todo. Algo prohibido, algo imposible, algo que jamás debió existir.

Damián avanzó un paso más. El suelo pareció resonar bajo su bota, y el poder de su voz —cuando volvió a hablar— hizo vibrar las paredes.

—A mi despacho. Ahora.

Fue una orden, no una petición. El vínculo de manada se impuso, haciendo que incluso los que no estaban directamente implicados bajaran la cabeza por instinto. Era la voz del Alfa, la de un hombre traicionado, un líder que exigía respuestas antes de permitir que el caos se apoderara de su territorio.

Luna intentó incorporarse desde su asiento, con una mano sobre su vientre, su rostro pálido por la tensión.

—Damián, por favor… no en este estado —susurró con súplica, su mirada oscilando entre su pareja y Eliza.

Pero él ni siquiera volteó a verla. Su mandíbula se tensó, los músculos del cuello marcándose bajo la piel. El control era lo único que lo mantenía de pie.

Eliza sintió el peso del mundo sobre sus hombros.

Lucian aún la aprisionaba contra su pecho, su respiración agitada rozándole el cuello. Era una tempestad contenida, un huracán de furia y deseo que vibraba bajo su piel. Cada exhalación suya desprendía fuego, rabia y una necesidad instintiva de protegerla, aunque aquello solo empeorara la situación. Stephan, en cambio, permanecía impasible, su media sonrisa dibujada con descaro, como si disfrutara de las brasas que él mismo había encendido. En sus ojos brillaba el retorcido placer de ver a su hermano perder el control.

Todos comprendían, incluso sin palabras, que aquello no terminaría bien.

La Diosa Luna, caprichosa y cruel, había cometido un error imperdonable.

Y ahora tres Alfas iban a pagar el precio.

—Nadie sale de este salón hasta que yo lo diga —sentenció Damián. No necesitó elevar la voz. Cada sílaba suya fue un golpe seco, una promesa velada… una amenaza que congeló el aire.

Lucian sostuvo su mirada más de lo prudente. Los músculos de su mandíbula se tensaron, su aura se expandió en ondas invisibles que oprimían el pecho de los presentes. Pero al final, emitió un gruñido bajo, gutural, y retrocedió apenas un paso, cargando a Eliza ligeramente hacia atrás, como si temiera que su hermano se la arrebatara por la fuerza.

Stephan arqueó una ceja, su sonrisa ladeada destilando insolencia.

—Oh, el gran juicio del Alfa —murmuró con fingida fascinación, lo bastante alto para que todos lo escucharan—. Qué emocionante.

Eliza lo fulminó con la mirada, pero su cuerpo temblaba. No sabía si era por miedo, por vergüenza o por la energía que emanaban los tres hombres que definían su destino. El aire parecía denso, irrespirable, cargado de tensión y de algo más oscuro, más primitivo. Sabía que aquello no acabaría bien. Sabía que algo dentro de Damián —su hermano, su Alfa— estaba a punto de quebrarse.

El fuego rugió en la chimenea como si respondiera a su furia.

Damián se dio media vuelta con un movimiento seco, su capa ondeando tras él. El sonido de sus botas golpeando el suelo de piedra resonó en todo el salón, marcando el paso de su autoridad absoluta. Lucian lo siguió sin apartar la mirada de su espalda, cada paso suyo pesado, cargado de rabia contenida y de un deseo asesino que apenas podía controlar. Stephan caminó detrás, con la insolencia de quien va al patíbulo sonriendo, disfrutando del desastre que él mismo había provocado.

Y Eliza… Eliza apenas podía respirar. Cada paso hacia el despacho de su hermano se sentía como un descenso hacia el infierno.

Luna se dejó caer en su asiento, pálida, con la respiración temblorosa. Caleb le puso una mano firme en el hombro, intentando contenerla.

—No lo detendrás —murmuró él en voz baja, sus ojos fijos en las puertas que acababan de cerrarse tras los tres Alfas—. Esta vez, tiene que escuchar la verdad.

Las puertas del gran comedor se cerraron con un estruendo seco, haciendo eco entre los muros del castillo. El sonido viajó como una sentencia, rompiendo el aire, apagando las conversaciones, dejando tras de sí un silencio impregnado de miedo y expectación.

El despacho de Damián olía a madera quemada, cuero y poder contenido. Las llamas de la chimenea danzaban con furia muda, arrojando reflejos dorados sobre los muros de piedra y los estantes repletos de libros antiguos que guardaban siglos de secretos de la manada. El aire era espeso, cargado de silencio y tensión; cada respiración parecía un sacrilegio, cada movimiento un desafío al dominio del Alfa.

Eliza estaba sentada frente al fuego, rígida, las manos entrelazadas sobre su regazo. El corazón le latía con tanta fuerza que juraba que los demás podían oírlo. El calor de las llamas no alcanzaba a derretir el frío que la devoraba por dentro. Su respiración era débil, temblorosa, y sus ojos, perdidos entre las sombras que danzaban sobre el mármol, apenas se sostenían abiertos.

A su izquierda, Lucian permanecía de pie. Alto, imponente, con los brazos cruzados y la mirada fija en ella. Su cuerpo era puro control, pero el fuego en sus ojos lo traicionaba. Cada fibra de su ser pedía guerra. Su respiración era áspera, casi animal, y el temblor en su mandíbula revelaba la furia que mantenía a raya solo por respeto a la sangre que compartían los presentes.

A su derecha, Stephan.

El contraste absoluto.

Recargado contra el escritorio de Damián, jugaba con una copa de vino entre los dedos. Su sonrisa era un corte de insolencia, una provocación que parecía disfrutar el caos. El resplandor del fuego se reflejaba en el cristal, tiñendo el vino de tonos carmesí, como si sostuviera sangre.

Detrás del escritorio, Damián.

Erguido. Silencioso.

Su sombra dominaba la estancia, proyectada por el fuego sobre las paredes. No hablaba. No respiraba. Solo observaba. El alfa de Sangre de Hierro. El hermano mayor. El juez forjado por la traición y la responsabilidad. Su presencia pesaba tanto como la culpa que llenaba la habitación.

Eliza tragó saliva, intentando reunir el valor para hablar, pero la voz no le respondió. El peso de las miradas sobre ella era sofocante. Damián no la miraba con ira, sino con algo mucho peor: decepción.

Finalmente, su voz quebró el silencio como un filo.

—Quiero una explicación.

El fuego crujió. Nadie se movió. Nadie respiró.

Damián avanzó un paso, su andar medido, el eco de sus botas marcando la sentencia.

—¿Es cierto? —preguntó, sin apartar la mirada de Lucian—. ¿La Diosa Luna te unió a ella… y también a tu hermano?

Lucian apretó los puños. Su respiración se tornó más profunda, su pecho subía y bajaba con violencia.

—No fue algo que elegí —gruñó, con voz grave, rota—. Pero es cierto. La diosa la marcó para ambos.

Stephan soltó una risa baja, elegante y venenosa.

—Tan poético, ¿no? —murmuró, girando la copa entre los dedos—. Dos Alfas. Una sola Luna.

Lucian giró hacia él con un destello asesino en los ojos.

—Cállate —escupió.

—¿Y si no quiero? —Stephan dio un paso al frente, la sonrisa aún en el rostro, su voz rebosando desafío—. Al fin y al cabo, hermano… ella me perteneció primero.

Eliza se estremeció. Las palabras la atravesaron como una daga.

—Basta —susurró, apenas audible—. No fue así…

Damián se volvió lentamente hacia ella. Su mirada la ancló al asiento.

—¿Cómo fue, entonces? —preguntó con tono bajo, cargado de peligro.

Eliza sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Quiso hablar, explicarlo todo… pero ¿cómo? ¿Cómo poner en palabras la maldición divina, el fuego que la consumía entre ambos, la marca que la ataba sin su consentimiento? ¿Cómo confesar que se sentía rota, partida entre la lealtad y el deseo, sin parecer culpable?

Las palabras no llegaban. Su garganta se cerró.

Y en ese vacío, Stephan levantó su copa con gesto casi tierno.

—Déjala, Damián. No es su culpa. Es nuestra.

Lucian avanzó un paso, su aura expandiéndose como una tormenta. El aire se volvió denso, casi eléctrico. Su sombra se proyectó sobre la de Eliza. La mano de él rozó el respaldo del sillón, temblando entre el impulso de protegerla y el miedo de lo que haría si la tocaba.

—No digas su nombre —murmuró Lucian, con voz quebrada de furia—. Ni la mires.

Stephan no retrocedió.

—La miraré mientras sea mía —replicó, y el fuego rugió de nuevo, como si respondiera a su desafío.

El golpe resonó antes de que nadie pudiera respirar.

Damián había estrellado la palma contra el escritorio.

El sonido fue un trueno.

—¡Basta!

El rugido Alfa se expandió por la estancia, un eco de poder que atravesó la piel y los huesos. Hasta el fuego pareció contener el aliento. Eliza tembló, y sus manos se apretaron sobre el regazo hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

Damián los observó a los tres. Su respiración era un vendaval contenido.

—No entiendo —dijo al fin, con voz ronca, más dolida que autoritaria—. No entiendo cómo permitieron que esto ocurriera.

Su mirada se clavó en Eliza, y fue un golpe directo al alma.

—Eres Luna. Mi sangre. Mi hermana. Y ahora estás dividida entre dos Alfas.

Las lágrimas se desbordaron por fin.

—No lo pedí —susurró ella, su voz quebrada—. Yo… tengo miedo.

Y las palabras salieron como una avalancha.

Con cada lágrima, se rompía un pedazo de todo lo que había guardado: la confusión, la vergüenza, la pérdida. Recordó la noche en que entregó su inocencia sin saber quién era realmente, el momento en que descubrió que Damián era su hermano, la marca que Lucian imprimió sobre su piel frente a toda la manada, haber descubierto que su padre estaba vivió, para después perderlo con la muerte, adicional a la muerte de su abuelo, el rostro ausente de su madre, el peso de una memoria rota que volvió con el dolor. Recordó lo que significaba ser mitad loba, sin loba. Sin voz. Sin guía.

Su llanto llenó el despacho, ahogado y crudo, rompiendo el último vestigio de control que quedaba en la habitación.

Lucian apretó los puños hasta que sus nudillos crujieron. Stephan bajó la mirada apenas, el brillo de su sonrisa extinguiéndose por primera vez.

Y Damián, con el alma desgarrada, cerró los ojos.

El fuego rugió una vez más, alto, vivo, como si la mansión entera respirara el dolor de los tres.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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