Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 158
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Capítulo 158: Prohibida para ambos
La noche era un abismo silencioso sobre la montaña.
El castillo de los Sangre de Hierro se alzaba incrustado en la roca como una bestia antigua dormida, con sus torres emergiendo entre la niebla que descendía por los riscos como dedos de humo helado. El mundo entero parecía haber contenido el aliento.
Damián avanzó solo hasta la punta más alta: un saliente estrecho desde donde podía vigilar todo el valle. El viento golpeaba como cuchillas, desgarrando la capa negra que llevaba sobre los hombros. Allí, donde la soledad tenía dientes, se encontraba la hoguera de comunicación: un círculo de piedras negras, grabadas con runas lunares que solo respondían al poder de un Alfa.
La leña en su interior no era leña común, sino ramas tratadas con esencia de luna, plata líquida y polvo de lobo ancestral: un fuego capaz de transportar mensajes a miles de kilómetros sin ser interceptado. Un privilegio… y una maldición para quien debía usarlo.
Damián se arrodilló frente a la hoguera.
Sus manos temblaron levemente, no de miedo, sino de la carga titánica de lo que estaba a punto de desencadenar. Porque una vez que Maximus recibiera ese mensaje, no habría vuelta atrás. Ni para Lucian. Ni para Stephan.
Ni para Eliza.
Ni para él.
Sacó un pergamino de cuero fino y una pluma metálica que brilló bajo la luna. El mensaje debía ser impecable, directo… y llevar el peso de un Alfa que exige sin pedir permiso.
Alfa Maximus,
Convoco su presencia inmediata en el Castillo Oculto de los Sangre de Hierro.
Asunto de prioridad Alfa.
El carruaje estará en su fortaleza al amanecer del segundo día.
Se espera su llegada sin demora.
Firmó con su sello de poder, una marca profunda, como una garra invisible que brotaba de su espíritu.
Enrolló el mensaje, lo ató con hilo rojo y lo colocó dentro del recipiente de metal plateado en forma de garra que pendía sobre las brasas dormidas.
Respiró hondo.
Elevó la mano derecha y trazó el símbolo antiguo de la Luna sobre el aire.
—Por la diosa que nos une —susurró—. Que mis palabras viajen sin extraviarse… y que lo que viene no destruya lo que queda de nosotros.
Después dejó caer una chispa de su energía dentro del fuego.
La hoguera explotó en un estallido de luz blanco-azulada. Las llamas no ardían: danzaban, como si tuvieran su propia voluntad. Las runas despertaron, encendiéndose una por una, brillando como ojos antiguos que abrían sus párpados de piedra.
El mensaje fue devorado por una llama plateada que no producía cenizas; en su lugar, emergió una columna fina de luz que se elevó hacia el cielo, abriendo las nubes como si las cortara. Un hilo de luna estirándose hasta perderse en la infinitud.
El mensaje había partido.
Maximus lo recibiría en minutos.
Y el destino empezaba a moverse.
Damián permaneció allí, solo, con la hoguera iluminando la rigidez de su rostro. El viento helado aullaba entre las rocas, pero incluso ese sonido parecía quedarse corto frente a la tormenta dentro de él.
Porque por primera vez en años… Damián no sabía cuál era el camino correcto.
Su hermana.
Mantener La paz.
Hacer la Guerra.
O Simplemente proteger su manada.
Todo tirando de él en direcciones imposibles.
—Que la Luna tenga piedad… —murmuró, sintiendo el peso de su responsabilidad clavándosele entre los omóplatos—. Porque esto puede solo significar la guerra.
Se puso de pie, con el frío mordiendo su piel como si quisiera marcarlo.
El Alfa descendió por los pasillos interiores del castillo, y cada antorcha que dejaba atrás parecía huir de su sombra. La montaña seguía en silencio, como si incluso los espíritus se apartaran al verlo pasar.
Y mientras avanzaba, una sola certeza le quemaba el pecho
Si debía ir a la guerra para proteger a Eliza… lo haría.
Aunque tuviera que destrozar al mundo entero para lograrlo, no perdería a otra hermana así de fácil.
No esta vez.
No sin dejar su sangre como testigo.
A cada paso, algo dentro de él se tensaba más, como si el destino halara de su espíritu con garras invisibles.
Eliza ya estaba despierta.
Lo sintió a través del vínculo familiar: una vibración tenue, frágil, desgarrada…
como un corazón golpeando contra un pecho demasiado pequeño para contener tanto dolor.
Esa señal lo atravesó como una cuchilla.
Su hermana estaba viva…
pero rota.
Al llegar al ala oeste, dos guardias se inclinaron profundamente.
La puerta estaba abierta.
Damián no tocó.
No llamó.
Entró como entra la tormenta: sin pedir permiso.
La habitación lo recibió con un silencio casi sagrado.
Era magnífica.
Y cruel.
Cruel porque había sido creada para ella… y jamás la había tenido.
Cruel porque era un santuario preparado para una hija de Alfa, para una princesa de la Luna…
y Eliza había crecido lejos de ese resguardo.
Cruel porque ahora, cuando por fin lo ocupaba, lo hacía dolida, marcada y atada al enemigo.
Eliza estaba sentada al borde de la cama, el cabello suelto cayendo sobre sus hombros como un velo de oro oscuro desordenado por el llanto.
Sus ojos estaban húmedos, pero abiertos; alertas…
rotos, sí, pero vivos, con una chispa de resistencia que ni Lucian ni la Luna habían podido extinguir.
Damián se detuvo en el umbral.
La habitación
Era inmensa, más grande que cualquier otra en el castillo.
Las paredes estaban hechas de piedra mágica transparente, trabajada con runas antiguas que permitían ver el bosque frondoso más allá, como si el exterior fuese una pintura viva incrustada en la roca. Cada hoja, cada sombra, cada corriente de viento se sentía cerca, invitando a la calma… o recordando que el mundo seguía mientras ellos ardían por dentro.
Pero lo más majestuoso estaba en el centro.
Un jardín interior, circular, hundido un metro bajo el nivel del suelo.
Un pequeño oasis protegido por cristales encantados que dejaban caer la luz de la luna desde una abertura enorme en el techo.
Flores nocturnas se abrían ante el resplandor plateado: lirios lunares que destellaban como hojarascas de plata, rosas de hielo con bordes cristalizados, y enredaderas pequeñas que despedían un halo azul suave, como si cada hoja guardara un fragmento de estrella.
La habitación respiraba.
Literalmente.
El castillo estaba vivo, conectado a la magia de su linaje.
Y en presencia de Eliza, el aire vibraba más, como si la estructura reconociera a la princesa que nunca pudo proteger.
A la izquierda, una terraza se extendía al borde mismo de la montaña.
Sin barandales visibles.
Solo el abismo nocturno, profundo y silencioso, extendiéndose como un océano de sombras.
Las paredes exteriores estaban cubiertas de enredaderas blancas y violetas que trepaban por la piedra antigua, abriendo pequeñas flores luminosas que parecían polvo de estrellas adherido a la roca.
Sobre la terraza había un rincón preparado especialmente para ella:
un futón mullido, cubierto de cojines suaves en tonos lavanda y gris perla, rodeado de plantas aromáticas y pequeñas linternas de cristal.
A un lado, una mesa baja repleta de libros, tés perfumados, y una manta tejida con fibras cálidas.
Un espacio hecho para leer, para sanar, para soñar…
para una vida que el destino nunca le permitió tener.
El viento entraba en la habitación con un murmullo suave, perfumado por las flores nocturnas.
Se deslizaba entre los velos del dosel, levantando hilos de plata que parecían atrapar pedazos de luna.
La calma era engañosa, casi insultante frente a la pesadilla que todavía ardía en los corredores del castillo.
Eliza levantó la mirada cuando escuchó sus pasos.
Y allí, en medio de aquella belleza que parecía salida de un sueño roto, Damián vio a su hermana…
—¿Damián?… —su voz sonaba ronca, desgarrada, como si hubiera llorado hasta vaciarse—. ¿Dónde… estoy?
Él respiró hondo.
Entró y cerró la puerta. La madera selló un silencio que los envolvió a ambos, dejándolos solos con sus verdades.
—En la habitación que el castillo considera digna de ti —respondió, y su voz tembló apenas con el peso de la realidad.
Eliza apartó la mirada hacia el jardín interior.
Sus dedos se aferraron a las sábanas como si buscara no desmoronarse.
La luz de la luna plateaba su rostro, volviéndola etérea…
demasiado frágil para un mundo tan brutal.
—Es hermosa —murmuró, aunque su tono estaba herido—. Demasiado hermosa para mí.
Damián avanzó, deteniéndose frente a ella.
La vio temblar.
La vio romperse sin hacer ruido.
Y en ese instante, volvió a sentir el mismo terror que había sentido cuando perdió a su otra hermana.
Solo quedaban ellos dos.
Solo ellos contra el mundo.
—Nada de esto es tu culpa, Eliza —dijo con firmeza.
Ella negó con la cabeza, una lágrima cayendo como un cristal quebrado.
—Todo… está fuera de control. No entiendo nada. Ni mis marcas. Ni lo que soy. Ni lo que hice.
—Su voz se quebró—. ¿Qué soy para ellos, Damián? ¿Qué soy… para esta manada?
Él se arrodilló frente a ella.
Tomó su mano con una delicadeza que solo un alfa puede usar cuando intenta consolar a un alma dañada.
—Eres mi hermana.
Mi familia.
Mi responsabilidad.
Y no voy a permitir que vuelvan a lastimarte.
Ni Lucian.
Ni Stephan.
Ni nadie.
Eliza cerró los ojos, soltando un suspiro que parecía arrancado del fondo de su ser.
—Yo… amo a Lucian —confesó en un susurro tembloroso—. Pero no sé qué me pasa conmigo cuando estoy cerca de Stephan.
Damián sintió un golpe seco en el pecho.
Pero respiró hondo.
Tenía que ser fuerte por ambos.
—¿Sientes algo por los dos? —preguntó, con una voz tan controlada que dolía.
No sonaba acusador.
Sonaba… cansado. Asustado. Protector.
Eliza asintió entre lágrimas.
—Soy la peor persona —lloró—. No quiero ser la razón por la que ustedes… se destruyan.
Damián apretó su mano, firme, como un ancla.
—Escúchame. Ya envié un mensaje al Alfa Maximus. Vendrá al castillo. Tenemos que solicitar la verdad, incluso si eso significa cuestionar las decisiones de la diosa.
Eliza abrió los ojos, sorprendida.
—¿Maximus?… Él ya lo sabe. Él dejó que Stephan y Lucian se retaran. Solo logré que pospusiera ese ridículo desafío por este viaje.
—Su voz tembló al recordar—. Diosa… Luna…
—Su rostro palideció—. ¡Arruiné su noche! Seguro me odiará.
—No seas tonta —Damián frunció el ceño—. La Luna no tiene intención de odiarte. Si alguien está fallando aquí… no eres tú.
Eliza tragó saliva, su pecho subiendo y bajando con dificultad.
—Pero… ¿qué pasará cuando Maximus llegue? ¿Qué va a decidir? ¿Qué voy a hacer yo? Damián… estoy casada. Casada con Lucian. ¿Cómo… cómo se supone que debo actuar? ¿Ignorarlo? ¿Huir? ¿Pretender que no existe?
Él cerró los ojos un segundo.
El dolor que sintió no fue celos… sino miedo.
Miedo a perderla.
Miedo a que Lucian la rompiera aún más.
Miedo a quedarse solo otra vez.
—Por ahora —dijo, con voz dura, definitiva— no vas a estar con ninguno de los dos.
Eliza lo miró, incrédula.
—¿Qué? No… Damián, no puedo. Estoy casada con Lucian. Debo estar con él.
Él es… él es mi—
—No —la interrumpió, su voz temblando de furia contenida—. No mientras no sepamos qué está pasando. No mientras haya magia involucrada. No mientras ellos estén listos para matarse por ti.
—Ni un minuto más a solas con ninguno— su voz era contenida — ¿Me escuchaste?
Eliza sintió el corazón apretarse.
—Damián… —su voz era un ruego—. No puedes alejarme de él. No de Lucian. No así.
La mirada del alfa se endureció, pero había dolor detrás, un dolor profundo, antiguo.
—Eliza… no me obligues —dijo con un tono bajo, grave— a encerrarte para protegerte.
Ella abrió la boca, herida por sus palabras.
Damián desvió la mirada, respirando hondo como quien intenta contener un rugido.
—Hasta que Maximus llegue, nadie te toca. Nadie te reclama. Nadie te busca.
Y tú no verás a ninguno de los dos.
Ni a Lucian.
Ni a Stephan.
Por tu bien.
Por el mío.
Por la paz que aún nos queda.
Se puso de pie.
Su sombra se proyectó larga sobre la habitación iluminada por la luna.
—Por favor… —dijo con una voz quebrada, casi inaudible—. No me obligues a perderte también.
Sin esperar respuesta, abrió la puerta.
El aire helado del pasillo chocó con el calor de la habitación.
Y se fue.
Molesto.
Confundido.
Desesperado.
Porque protegerla…
era lo único que le quedaba.
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