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Emparejada al Alfa Enemigo - Capítulo 159

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Capítulo 159: Corriendo hacia el enemigo

El silencio de la madrugada envolvía la habitación como un velo espeso, casi sagrado.

La luna seguía allí, alta y blanca, observándolo todo desde la abertura del techo. Su luz descendía como un hilo líquido, marcando cada rincón que el castillo había moldeado para Eliza… como si la hubiera estado esperando desde antes de nacer.

Eliza no podía quedarse sentada.

No después de lo que Damián le había dicho.

No después de lo que había sentido en su pecho, esa tormenta que no tenía nombre.

No después de la culpa que le apretaba el corazón como una garra invisible.

Se levantó con torpeza.

Las piernas protestaron al primer paso; el cuerpo aún estaba adormilado por la bebida que Damián le había dado.

Pero su mente…

Su mente era un torbellino que no dejaba espacio para el descanso.

Respiró hondo.

Y comenzó a caminar.

La habitación era tan grande que sus pasos resonaban como si avanzara por un templo antiguo, uno construido no por manos humanas, sino por algo más viejo, más consciente.

Fue primero hacia el muro de cristal.

Era imposible ignorarlo.

El bosque nocturno se extendía más allá, vasto, espeso, antiguo.

Luciérnagas flotaban entre los troncos como estrellas atrapadas, y la piedra mágica que formaba la pared dejaba ver todo con una nitidez inquietante. Al mismo tiempo, filtraba el viento y el frío, manteniendo la habitación en ese clima perfecto: cálido en los huesos, fresco en la piel.

Eliza apoyó los dedos contra el cristal.

Sintió una vibración leve… casi un latido.

—¿También estás vivo…? —susurró.

El castillo respondió con un susurro apenas perceptible, un temblor suave que le recorrió la mano.

No era imaginación.

Ese lugar respiraba.

Y la reconocía.

Se apartó con el corazón acelerado y siguió explorando hasta una de las paredes laterales, donde un librero de madera oscura se alzaba casi hasta tocar el techo. Las puntas de sus dedos se deslizaron sobre los lomos de los libros, sintiendo la textura de pergaminos antiguos y encuadernaciones que parecían guardar secretos.

Había tomos de magia lunar.

Poemas escritos en tinta plateada.

Crónicas de antiguas Alfas.

Mapas dibujados a mano.

E incluso un volumen que llevaba su nombre grabado en la cubierta, como si alguien —o algo— hubiera sabido que un día ella estaría allí.

Eliza tragó saliva.

—Esto es demasiado…

Tomó un libro al azar.

“Nacida de la Luna: profecías olvidadas”.

El título bastó para que un escalofrío le recorriera la columna.

No estaba lista para leerlo.

No esa noche.

No con la cabeza hecha añicos.

Lo devolvió a su sitio y continuó caminando.

Al costado del librero, un escritorio de madera negra con vetas plateadas la esperaba como un altar. Las líneas brillaban como ríos de luz congelada. Encima había plumas finas, tintas especiales, pergaminos nuevos… y un pequeño espejo circular que reflejaba la luna, aunque no estaba orientado hacia ella.

Eliza se inclinó sobre la superficie.

Algo brilló por el rabillo del ojo.

Un cajón… ligeramente entreabierto.

Lo abrió.

Dentro había una caja de terciopelo blanco.

Nítida. Impecable.

Como si hubiera sido colocada allí minutos antes.

Las manos le temblaron cuando levantó la tapa.

Dentro, un collar de plata con un cristal azul que latía.

Literalmente.

Como un corazón diminuto.

Un cristal lunar.

Un amuleto de protección.

Y no uno cualquiera… sino uno que solo un Alfa podía entregar.

Eliza retiró la mano de golpe, como si quemara.

—¿Damián lo dejó aquí para mí? —susurró—. ¿O Lucian? ¿O…?

La duda se coló como veneno.

Stephan…

No.

Él no haría algo tan íntimo.

¿O sí?

Eliza sintió el mundo inclinarse bajo sus pies.

Demasiado.

Todo era demasiado.

Necesitaba aire.

Su pecho ardía, su mente giraba como un remolino y el castillo parecía respirar demasiado cerca de ella.

Se acercó al jardín circular en el centro de la habitación, donde la luz de la luna descendía en una columna perfecta, casi sobrenatural.

Bajó los escalones con cuidado.

Sus dedos rozaron los pétalos vivos, húmedos, cálidos.

Los lirios lunares se abrieron un poco más, como si la reconocieran.

Las rosas de hielo exhalaron un vapor sutil que se elevó como un suspiro.

Las enredaderas nocturnas se mecieron, no por el viento… sino por ella.

Eliza se arrodilló entre las flores, respirando ese aroma extraño y dulce.

Una flor pequeña, azul, pulsó bajo su palma.

Encendiéndose.

Respirando con ella.

—¿Qué eres…? —susurró, con la voz temblorosa.

La flor inclinó su tallo hacia su mano, obediente, casi afectuosa.

Eliza sintió un nudo formarse en su garganta.

La calma que el jardín le ofrecía era hermosa… pero falsa.

Como una caricia antes del golpe.

Se levantó lentamente y caminó hacia la terraza.

El arco tallado en la piedra la recibió con un suspiro helado.

La brisa le envolvió la piel como dedos invisibles, arrastrando un poco del peso que le oprimía el pecho.

La terraza se abría directamente hacia el abismo.

No había barandal.

Solo un borde de piedra antigua, protegido por magia ancestral que vibraba como un corazón dormido.

Las enredaderas blancas y violetas trepaban por las paredes, sus flores brillando como pequeñas lunas atrapadas.

El futón mullido, cargado de cojines suaves, parecía esperar por ella.

A su alrededor crecían hierbas aromáticas: melisa lunar, pétalos de calma, hojas de sueño… fragancias que prometían paz, un tipo de paz que ella no recordaba haber sentido en años.

Eliza se dejó caer sobre el futón.

El viento le acarició el rostro, enredando su cabello.

El bosque brillaba más abajo, iluminado por luciérnagas que parecían estrellas flotando.

—¿Qué soy para esta manada…? —susurró—. ¿Qué soy para ellos? ¿Para mí?

La luna la miró sin responder.

Fría.

Eterna.

Y por primera vez desde que abrió los ojos… Eliza sintió miedo.

No miedo a Lucian.

No miedo a Stephan.

Miedo a ella misma.

A lo que estaba despertando.

A lo que la luna veía en ella que ella aún no alcanzaba a entender.

Caminó por la terraza, buscando aire, buscando sentido, buscando un lugar donde no sintiera ese peso en los huesos.

Pero el viento cambió de golpe.

Un golpe helado.

Demasiado brusco.

Demasiado vivo.

Las flores nocturnas se inclinaron hacia la izquierda, todas al mismo tiempo… como si una fuerza invisible hubiera cortado el aire en dos.

Eliza no notó el primer susurro.

No escuchó cómo las sombras se tensaron.

No sintió el rugido silencioso que vibró en la piedra bajo sus pies.

Hasta que lo vio.

De pie en el umbral del balcón, medio oculto en las sombras que se retorcían a su alrededor como criaturas vivas.

Las venas de su cuello ardían como líneas oscuras.

Sus ojos brillaban con un fulgor casi inhumano.

Su pecho subía y bajaba con una furia contenida tan intensa que parecía capaz de romper el aire.

Lucian estaba furioso.

Desquiciado.

Envenenado.

Celos.

Miedo.

Deseo.

Una obsesión tan salvaje que le tensaba la mandíbula y le crispaba los dedos como garras.

Su figura emergió de la oscuridad como un presagio.

Las sombras se apartaron de su cuerpo con el mismo respeto con el que un ejército abre paso a su general.

Los ojos de Lucian ardían como brasas recién avivadas; no luz… fuego.

Llevaba la camisa semiabierta, rasgada en un costado, revelando su pecho marcado por líneas tensas y el ascenso turbulento de cada respiración—respiraciones que no eran de cansancio, sino de rabia contenida.

Eliza dio un paso.

Luego otro.

Y antes de que su mente comprendiera lo que veía, su corazón ya lo había reconocido.

—¿Lucian? —susurró, apenas un aliento.

Él no respondió.

Solo la miró.

Solo apretó la mandíbula, tan fuerte que una vena le marcó la sien.

Solo dejó que su sombra serpenteara por encima de él, envolviéndolo como un manto vivo, letal, una advertencia para cualquiera que se atreviera a acercarse.

Pero Eliza no vio la ira.

No vio el temblor asesino bajo su piel.

No vio al alfa al borde del descontrol.

Solo vio a su esposo.

Y corrió.

Corrió hacia él con los pies descalzos golpeando el mármol, con el cabello esparciéndose como un halo dorado detrás de ella, con el corazón latiéndole tan fuerte que casi parecía que el castillo entero lo escuchaba.

Lucian abrió los ojos apenas más, como si algo lo hubiera tomado por sorpresa.

No estaba preparado para eso.

No estaba preparado para verla venir directo a su pecho en lugar de alejarse.

El impacto de su cuerpo contra el suyo lo dejó rígido.

Ella se aferró a él como si él fuera la única cosa real en todo el mundo.

Eliza hundió el rostro en su cuello, respirando su olor, su piel, su presencia.

—Oh, Lucian… —exhaló, temblando ligerísimamente—. Por fin… por fin llegas. No tienes idea de lo que está pasando. Damián… Damián se ha estado portando como un completo tonto.

Lucian no se movió.

Ni un milímetro.

Sus brazos quedaron tensos a sus costados… hasta que, lentamente —como si algo dentro de él cediera con dolor—, la rodeó.

Sus manos subieron por su espalda, temblando.

La atrajo contra él.

La sostuvo.

La respiró.

La maldijo.

No notó que sus dedos se aferraban a su cintura con la misma fuerza con la que un hombre al borde del abismo se aferra a una cuerda.

Eliza no vio cómo Lucian escondió su rostro en su cabello para ocultar los colmillos expuestos.

Ni el impulso salvaje que lo atravesaba como un rayo, hacerla suya… aquí en el castillo de su manada, para demostrarle al castillo a quien le pertenece.

Recordarle a ella quién era él.

—¿Damián? —su voz salió baja, ronca, al borde del quiebre—. ¿Qué te ha hecho?

Eliza suspiró contra su piel, completamente ajena al infierno que hervía en su interior.

—Nada malo… solo… está exagerando. Cree que debo mantenerme lejos de ti y de Stephan por ahora. “Que no me conviene estar cerca de ustedes dos”. ¡Como si fuera una niña!

Lucian parpadeó una vez.

Lenta.

Muy lentamente.

Ese solo parpadeo fue lo que evitó una masacre.

—¿Dijo eso? —su voz era una sombra oscura, pesada, capaz de derretir el aire.

Eliza no vio cómo las sombras en la espalda de Lucian se agitaron como criaturas furiosas.

Ni notó la furia domada que lo recorría desde los dientes hasta los huesos.

Solo lo abrazó más fuerte.

Más confiada.

—Sí. Es un tonto. Está sobreprotegiéndome… y yo… yo solo quería verte.

Lucian cerró los ojos.

Y lo perdió todo por dentro.

Su mente rugía.

Solo pensaba en matar a su hermano, cobrar su venganza y quedarse con esta mujer que lo ha vuelto loco desde el día que la conoció; las manos de Lucian subieron poco a poco por su espalda, mientras ella continuaba aferrada a él como si fuera su refugio en lugar de su tormento.

A ella se le escapo un suspiro suave y delicado. invitándolo a disfrutarla más. El subió una mano hasta su nuca y bajó su boca hasta su oído.

Su voz salió como un susurro desgarrado.

—No vuelvas a huir de mí, querida Luna.

Eliza se sorprendió, era la primera vez que el le decía Luna. No supo que decir, las palabras le quedaron atascadas en la garganta.

Lucian, se alejo sin dejar de sostenerla por el cuello, su pulgar recorriendo su cuello, justo donde la había marcado.

—Estabas temblando —murmuró, casi rosando sus labios—. Y viniste a mí.

Bajó la voz hasta volverla un secreto inconfesable.

—No sabes lo que eso me hace, Eliza.

Ella tragó saliva.

—Lucian…

—Shh. —Él apoyó la frente contra la de ella, como si necesitara anclarse para no desatarse por completo—. Solo déjame… respirar así un segundo.

Y la abrazó otra vez.

Esta vez con más fuerza.

Casi con desesperación.

Como si sostenerla fuera lo único que podía evitar que el alfa oscuro que vivía dentro de él rompiera el mundo en dos solo por pronunciar su nombre.

Fuente: Webnovel.com, actualizado en Leernovelas.com

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